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Bret Easton Ellis y el lenguaje de las estrellas

De Menos que cero a Suites imperiales

Matías Moscardi rastrea a los personajes del escritor estadounidense para internarse en el universo que habitan en Suites imperiales: "Fiestas cada cinco segundos, castings a un paso de distancia, infinitos shots de tequila, flashes omnipresentes de fotos, rumores de todo tipo; el control remoto de la novela no tiene botón de pausa".

Por Matías Moscardi.

¿Qué fue de aquellos adolescentes hijos de millonarios, aburridos y excéntricos, anestesiados por la intensidad, que aspiraban una línea cada dos frases en Menos que cero (1985), la novela inaugural de Bret Easton Ellis? También publicada por Mondadori, Suites imperiales (2010) nos muestra dónde fueron a parar los legendarios niñitos autodestructivos de los noventa. No es necesario, sin embargo, leer la precuela para embarcarse en la secuela. Si no fuera por el nombre de los personajes y una misma escritura adrenalínica inyectada en estas novelas como marca de estilo, estaríamos ante dos historias completamente distintas.

El destino de los adolescentes que aparecían en Menos que cero es, en Suites imperiales, férreo como el vaticinio de una efigie griega: el mundo del espectáculo. Todos confluyen, invariablemente, ahí. Clay –el narrador de la serie– creció y se transformó en un exitoso guionista de películas taquilleras. Pronto comienza a recibir misteriosos mensajes de texto desde un número anónimo: alguien lo está siguiendo, sin motivo aparente. Hay un relato genial en un segundo plano lejano: Clay vive en un piso lujoso donde, años antes, murió un chico en circunstancias poco claras. De vez en cuando, sueña con su fantasma, como si atrás del telón de una vida de gloria y fama hubiera un espectro aferrado como una garrapata a la espalda del protagonista: la cuota que hay que pagar por un exceso de frivolidad.

Fiestas cada cinco segundos, castings a un paso de distancia, infinitos shots de tequila, flashes omnipresentes de fotos, rumores de todo tipo; el control remoto de la novela no tiene botón de pausa. Todo sucede en fast foward; las acciones se precipitan al ritmo de un fraseo con los frenos rotos, una topadora liviana que arrasa violentamente con todo lo que encuentra a su paso. Por eso, la única pulsión posible es la paranoia: siempre hay alguien persiguiéndonos, siempre tenemos enemigos, siempre hablarán mal de nosotros. Todo se vuelve endeble, dudoso: como en una película de Alfred Hitchcock o de Roman Polanski, sospechamos de cada detalle. ¿Por qué mira el celular? ¿Dónde pasó la noche? ¿Qué imágenes cruzarán por su cabeza cuando duerme? ¿Habrán estrangulado algo esos dedos?

Cada dos párrafos, el narrador menciona alguna canción que resuena en el aire como banda de sonido de los acontecimientos, una melodía cuya letra es particularmente significativa: un fugaz lapso de razón en la esquizofrenia de la farándula. No hay verdad estable por fuera de esas brisas de letras de canciones; toda verdad se revela como enrolada, posicional: la verdad del productor, la verdad del guionista, la verdad del director, la verdad del actor. «Los vampiros son los dueños de todo», le hace decir Bret Easton Ellis a uno de sus personajes. Estamos ante versiones perversas y demacradas de Peter Panes clonados, seres insomnes, excesivamente despiertos, despabilados e inquietos, que vuelan errantes de estrella en estrella buscando volver al lugar del que fueron expulsados para siempre: el País de Nunca Jamás, la adolescencia, la juventud eterna.

El universo de la novela es piramidal: en la punta más alta está dios, la persona que puede hacer que aparezcas en la película. Digo aparecer y no actuar porque en el mundo de Bret Easton Ellis no hay, en términos cinematográficos, actores: la vida es una película mala en la que persona significa, al igual que en el teatro clásico de la Roma Antigua, máscara. Como escribió Rimbaud: «una farsa que se desenvuelve con la ayuda de todos». Ninguna pulsión actoral: lo que importa es aparecer. Ni siquiera ser famoso –fantasía anacrónica– sino salir en la foto al lado de un famoso. Eso es lo extraordinario: el valor imaginario está desplazado, adelgazado, raquítico. Suites imperiales nos posiciona ante personajes con un deseo empobrecido, un deseo del deseo: pueden aspirar, como mucho, a devenir extras, tomar un café en un segundo plano, fingir que hablan, que se comunican, gesticulando como mimos, bellezas sin guión, sin diálogo, estrellas mudas que pasan desapercibidas pero se encuentran en el mismo cielo que la estrella más brillante de la galaxia.

No sabemos, ni siquiera, de qué se trata la película para la cual todo el mundo ambiciona un papel. La película no existe –llegamos a sospechar en un punto– o, en todo caso, la película son los personajes haciendo cualquier cosa por aparecer en la película. En Suites imperiales no podemos confiar en nadie: detrás de la pose de cada personaje puede esconderse alguien que mataría sólo por figurar en los créditos. Por eso, los diálogos entre estas máquinas de simular son, como las nombra el mismo narrador al pasar, «no-conversaciones»: frases guionadas por un payaso macabro, llenas de ruido y de furia.

Por último, la novela de Bret Easton Ellis se sostiene con una sola palabra: «y». Esa conjunción es la aguja que enhebra su estilo literario vertiginoso, la puntada de adrenalina que dispara la frase hasta dejarla en las nubes. Dato curioso: «conjunción» se usa tanto en la gramática estructural como en la astrología. Algo de esos dos órdenes confluyen en Suites imperiales: el lenguaje de las estrellas. La fama es siempre conectiva: quién conoce a quién, quién se acuesta con quién, quién es quién. Esta partícula de enlace, de la reunión, de la conexión proposicional entre una frase y la siguiente se traduce en términos sociales: tener contactos. Los personajes mismos son letras Y, puntos o nodos de conexión donde se enlazan sus destinos como catástrofes de las que cada uno tira del nudo del otro sin saber que son todos pescados moribundos en la misma red. Imagínense eso: un mundo hecho de promesas donde siempre hay una «y» al final de cada frase interminable, como una hamburguesa nueva e inagotable, como otra nueva y flamante película mala, un zapping verbal continuo, sin fisuras, un pinball con el agujero tapado por el trapo de un consumo ciego de apariencias, un juego sin final donde no hay reglas, solo una pelotita brillante y patética que rebota y rebota y rebota y rebota: no puede parar de rebotar.

 

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