Borges y el dólar
Por Alberto Rojo
Jueves 26 de diciembre de 2019
En uno de sus relatos más conocidos, Borges dice que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Editorial Siglo XXI acaba de publicar Borges y la física cuántica, libro del que extraemos el apartado que sigue.
Por Alberto Rojo.
Hay un pasaje de “El otro” que me intrigó durante décadas. Aún recuerdo la respuesta que me dio Gustavo Bravo Figueroa, mi profesor de Literatura del secundario, cuando le consulté mi duda: “Con la situación del hambre en el mundo y la posición de Independiente en la tabla, usted se preocupa por esas extravagancias, Rojo”.
Sé que su frase no fue de desdén sino de estímulo, don Gustavo. Usted murió hace ya muchos años, pero seguramente le interesaría saber que hoy tengo en mis manos la respuesta.
Como todo lo que escribió Borges, el cuento no tiene un solo tema sino muchos. Tantos –y quizá sea esa la clave de su fascinación– como lectores y críticos. Para Fernando Savater, es el desdoblamiento del yo; para Emir Rodríguez Monegal, la aversión sexual; para Ezequiel de Olaso, el idealismo de Berkeley; para Helen Calaf de Agüera, lo ilusorio de la existencia; para Julie James, la memoria. A mí me gusta la idea del viaje en el tiempo.
En el cuento, dos Borges se encuentran en un banco al borde de un río. Uno cree estar a orillas del Ródano, en Ginebra, en 1918. El otro imagina hallarse sobre las márgenes del río Charles, en Cambridge, en 1969. Una discrepancia en el “ahora” y el “aquí” de cincuenta y un años y 6000 kilómetros. En el transcurso de la conversación, los dos Borges intentan dilucidar cuál es el verdadero. El más joven se pregunta cómo es posible que el más viejo no recuerde ese encuentro, y mediante esa estrategia discursiva formula la paradoja central del viaje en el tiempo.
Esa misma paradoja aparece en varios cuentos de ciencia ficción y es muy clara: supongamos que un hombre viaja hacia atrás en el tiempo y mata a su padre antes de que este conozca a su madre. En ese caso, el hombre no podría haber nacido y obviamente tampoco podría haber viajado hacia atrás en el tiempo. Si el hombre en cuestión no viaja en el tiempo, eso quiere decir que su padre “está” vivo en el pasado y que él puede nacer y efectivamente viajar en el tiempo y matar a su padre. La paradoja lógica radica, precisamente, en que cada posibilidad conlleva su propia negación. Viajar al pasado y modificarlo es alterar la red de causas y efectos. Acerca de esa contradicción, dice Borges en “La otra muerte”:
En la Suma Teológica se niega que Dios pueda hacer que lo pasado no haya sido, pero nada se dice de la intrincada concatenación de causas y efectos, que es tan vasta y tan íntima que acaso no cabría anular un solo hecho remoto, por insignificante que fuera, sin invalidar el presente. Modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea con otras palabras: es crear dos historias universales.
¿Es, entonces, completamente imposible el viaje en el tiempo? La cosa no está tan clara. Esa pregunta siempre inquietó a Einstein, ya que la teoría de la relatividad admite ciertas soluciones donde la distinción entre el “antes” y el “después” se desdibuja en puntos muy lejanos del espacio y del tiempo. El primero en mostrarlo matemáticamente fue el lógico Kurt Gödel en 1949, aunque su solución corresponde a un universo rotante que no es el que habitamos. En 1986 Carl Sagan publicó Contact, una novela de ciencia ficción en la que describe un “agujero de gusano” [wormhole] (una de las soluciones de las ecuaciones de Einstein que conectan puntos lejanos de un mismo universo) construido por una civilización antigua para realizar viajes súper rápidos. Un año antes, Sagan, que quería mantener la física del asunto lo más rigurosa posible, había mandado un borrador de la novela a los cosmólogos Michael Morris y Kip Thorne para pedirles supervisión técnica. Incitados por la obra, Morris y Thorne encontraron los agujeros de gusano, soluciones a las ecuaciones de la relatividad que, en sus propias palabras, “son tan sencillas que nos cuesta creer que no hayan sido encontradas antes; sin embargo, no conocemos estudios previos”. En respuesta a estos hallazgos, Sagan incorporó los agujeros de gusano en las pruebas de galera de la novela. Unos años después, Michael Morris, Kip Thorne y Ulvi Yurtsever publicaron un artículo en el que especulaban que, si se tenían en cuenta los postulados de la física cuántica, el viaje en el tiempo a través de los agujeros de gusano era posible, aun cuando sus implicaciones –el autoinfanticidio por ejemplo– fueran absurdas. En un trabajo de 1991, Stephen Hawking conjetura lo contrario al proponer un mecanismo al que denomina “protección cronológica”, cuya función es imposibilitar el viaje en el tiempo. En el último párrafo afirma: “Hay evidencia experimental a favor de esta conjetura en el hecho de que hoy no estemos invadidos por hordas de turistas del futuro”.
Otro trabajo, también de 1991, esta vez del físico David Deutsch, sugiere que sí es posible el viaje en el tiempo y, sin decirlo, lo propone dentro de la teoría de los muchos mundos de la física cuántica, la idea borgeana del ensayo anterior: en cada decisión el mundo se ramifica y en cada ramificación existimos con una historia personal diferente. Entonces, según Deutsch, el viajero podría ir hacia atrás en el tiempo y llegar a una rama de la historia distinta de aquella en la que inició su viaje. Carl Sagan es más audaz todavía y aduce que quizás los turistas del futuro de Hawking existen: que ya están entre nosotros, pero no los reconocemos.
Extrapolo esta idea y me pregunto: ¿Jorge Luis Borges, el escritor que mejor escribió sobre el tiempo, pudo haber sido un viajero del futuro? El encuentro entre los dos Borges, ¿pudo haber sido verídico? Borges se defiende de esta supuesta excentricidad en “El otro” cuando propone decidir cuál de los dos es un sueño mediante un artilugio inspirado en Coleridge (“Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor”). El Borges adulto le da al Borges joven un “billete americano”, y el joven, un escudo de plata. “No puede ser”, grita el joven, “lleva la fecha de mil novecientos sesenta y cuatro”. Y luego el Borges viejo aclara que alguien, meses después, le dijo que “los billetes de banco no llevan fecha”. Esa fue la pregunta que le hice a Bravo Figueroa y que siempre he querido responder.
Dado que hoy todos los billetes de dólar tienen fecha, para aclarar mi duda de una buena vez decidí contactarme con la American Numismatic Association y conseguir un billete con fecha de 1964. El trámite demoró más de un año. Fui pasando de un coleccionista a otro, hasta que por fin di con el correo electrónico de un tal Dugas Kline y compré el tan buscado billete por PayPal, a un precio bastante exorbitante. En el ínterin encontré una entrevista de Marcos Benatán en un libro de 1978, donde Borges reconoce que los dólares tienen fecha y agrega que “alguien” le había dicho que no. Pregunté mucho, pero no pude averiguar de quién se trataba. Ahora bien, como puntualiza Julie James en un artículo de 1999, en la primera edición del cuento el billete tiene fecha de 1964, pero en algunas ediciones siguientes aparece fechado en 1974. En la primera edición inglesa de “El otro”, publicada en la revista Playboy en mayo de 1977, el año mencionado es 1964, y la frase “los billetes de banco no llevan fecha” está omitida. ¿Por qué Borges no cambió la frase si sabía que los billetes tienen fecha?
¿Por qué hay un cambio de fechas en las distintas ediciones? Cuando finalmente el cartero me trajo el sobre pensé que por fin aclararía mi duda. Pero sentí cierto temor, seguramente infundado, al ver que el domicilio del remitente se encontraba en la calle Endicott, en Cambridge, a metros de donde hay un banco al borde del río Charles. Palpé el sobre y pude sentir que contenía una moneda. Todavía no lo abrí.