Así comienza "Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja"
Por Rivka Galchen
Miércoles 17 de agosto de 2022
Un adelanto de la novedad de Fiordo escrita por Rivka Galchen, quien nació en 1976 en Toronto, Canadá, y creció en los Estados Unidos. Ha recibido el William Saroyan International Prize for Fiction y la Beca Guggenheim.
Por Rivka Galchen. Traducido por Daniela Bentancur.
Aquí doy comienzo a mi relato, con la ayuda de mi vecino Simon Satler, dado que no sé ni leer ni escribir. Sostengo que no soy bruja, que nunca fui bruja, que no tengo ninguna parienta bruja. Pero desde mi más tierna infancia, tuve enemigos.
Cuando era chica, nuestra vaca Yegua, que vivía en la posada de mi padre, siempre estaba enojada y resentida conmigo. Yo no sabía por qué. No dudaría en ponerle una cinta azul de seda en el cuello si hoy estuviera aquí. Murió de fiebre de leche, lo que no fue culpa mía, aunque de chica yo creía que Yegua había muerto por mi culpa, porque ella me había pateado y yo le había dicho bruta. ¿Era mi enemiga? Lleva tiempo y experiencia ganarse la confianza de una vaca.
Ahora tengo setenta y algo. No me voy a detener ni en los enemigos ni en los amores de mi juventud y madurez. Solo voy a decir que nunca antes tuve el menor roce con la ley. Ni por pelear, ni por maldecir, ni por indecencia, ni por el más mínimo hurto. Aun así, en este juicio se me atribuye el poder de envenenar, de mutilar, de atravesar puertas cerradas, de provocarles la muerte a ovejas, cabras, vacas, bebés y viñas; incluso el de curar… siempre a voluntad.
Ni siquiera puedo ganar al backgammon, como ya sabes.
Si mi defensa fracasa, tratarán de arrancarme una confesión mediante torturas; primero, con aplastapulgares; después, con botas trituradoras; después, con el potro o algo por el estilo. Depende del verdugo que contrate el consejo. Si se apiadan de mí, me decapitarán y después me quemarán. Si no se apiadan de mí, me quemarán sin decapitarme antes. Eso les pasó a siete mujeres el año pasado en Ratisbona. Mis hijos vienen coordinando mi defensa, con un poco de ayuda.
Hay dos cosas que una mujer tiene que hacer sola: ocuparse de sus propias creencias y de su propia muerte. Eso dice Martín Lutero. O por lo menos eso dices tú que dice o dijo Martín Lutero. Yo nací el año en que murió Lutero. Tomé la comunión católica una sola vez, por error. Mi hija Greta está casada con un pastor que dice que no hay problema. Mi hijo Hans está de acuerdo. Yo tengo a Lutero en la más alta estima. A él también lo calumniaron. Te quedo agradecida una vez más, Simon, por sentarte aquí conmigo, por escribir por mí, por ser mi tutor legal.
Este es mi testimonio más sincero.
Un martes a media mañana, en mayo de 1615, hace cuatro largos años, golpearon suavemente a mi puerta. Un muchachito pecoso, con la mirada baja, dijo que tenía que seguirlo para ir a ver al gobernador ducal, Lukas Einhorn. El chico tenía ojos claros y pantalones cortos y limpios. Afuera hacía calor. Le ofrecí vino fresco y suave, pero se sonrojó y lo rechazó. ¿Por qué me mandaban a buscar? Se lo pregunté. Dijo que era una citación oficial. Pero no sabía para qué.
Seguro recuerdas, Simon, que la primavera de aquel año fue horrenda. Las remolachas salían arrugadas, hubo pocos rabanitos. El ruibarbo, que casi siempre es una fiesta, parecía paja; lo mismo los espárragos. El invierno anterior había sido feroz. Una tarde de nieve, había aparecido una cabra en la puerta de mi casa: una mendiga, como Cristo, pensé, así que la dejé pasar, y estaba tan congelada que, cuando se golpeó la cabeza contra la mesa, se le quebraron los pelos de la barbilla como si fueran azúcar caramelizado. Conocí a un pastor de las afueras de Rutesheim al que se le cayó la nariz cuando se la quiso limpiar. Esos meses habían sido ominosos. El precio de la bolsa de harina prácticamente se había duplicado. Medio pueblo tuvo que pedir prestado en los depósitos de granos.
Pero ese martes estaba soleado. Me puse las botas, le di un beso a mi querida vaca Manzanilla y me fui sin terminar de lavar la ropa.
Y, presumida de mí, creí adivinar por qué me citaban. Te vas a reír cuando te lo cuente. Creí que Lukas Einhorn quería que lo ayudara. ¡Yo! Porque veníamos de una temporada sombría y difícil, ¿entiendes? Era el nuevo gobernador ducal y no tenía la menor idea de qué hacer. Sospeché que Einhorn quería que le pidiera a mi hijo Hans que le preparase un horóscopo, o incluso un calendario astrológico entero. Me empecé a irritar porque supuse que Einhorn esperaría que no le cobraran el trabajo. Muchos de los que se hacen llamar nobles le escriben solicitudes a Hans para que les haga calendarios astrológicos, predicciones sobre el clima, horóscopos personales. Incluso el emperador Rodolfo le había preguntado: ¿qué dicen las estrellas sobre la guerra contra Hungría? Y ni siquiera el emperador se decidió a pagarle de una buena vez. El emperador nuevo no es mejor. Con cierta gente siempre pasa lo mismo. Tranquilamente podrían pedirle que les remiende las calzas. Para entonces, Hans ya vivía en Linz. Se había vuelto a casar hacía poco y enseñaba en una escuelita. Le habían negado un puesto en la universidad donde estudió, en Tubinga, por alguna tontería sobre la composición de las hostias, y aunque a Hans lo conocen en las cortes más elegantes, le pagan nada más que con un prestigio insustancial. En mayo de ese año, tuvo todo tipo de conflictos con impresores, y además, le estaba buscando pretendiente a su hijastra. Muchos pensaban que yo le llenaba la cabeza a Hans. Pero el hombre tenía la cabeza llena de lo mismo que Dios nos mete al resto.
Aquí, en Leonberg, me reconocen muy poco por el lugar que ocupa Hans, y está bien: ¿quién quiere despertar al demonio de la envidia? Pero supongo que venía esperando la oportunidad de rechazar un cumplido, de decir que los logros de Hans son todos mérito solo de él y no mío, aunque Hans de hecho dice (y no dejo de creerle) que la imaginación de la madre durante la gestación queda estampada en el hijo. Y Hans se parece a mí, no a su padre, que en paz descanse y todo eso. Mientras seguía al muchachito, pensaba: está bien, le voy a pedir a Hans que le haga el horóscopo, o lo que sea, al gobernador ducal; le va a venir bien a mi hijo Christoph, que recién ese año había comprado la ciudadanía y quería progresar, como había hecho Hans, ¿y por qué no? Pasamos junto a uno de los jardincitos comunales abandonados a la mutua voracidad pobladora de acianos y manzanillas. Un conejo blanco se me cruzó por delante.
En la entrada de la casa del gobernador, un albañil joven terminaba una talla en piedra del escudo de Einhorn. En el escudo había un unicornio parado en dos patas, como un caballo de guerra. Pura vanidad.
Ya en el salón de la residencia del gobernador ducal, un lugar fresco, el muchachito me invitó a sentarme junto a un faisán embalsamado con muy mal gusto y se fue enseguida. El faisán tenía ojos verdes de vidrio. Las plumas tenían un aspecto grasoso; el faisán, un aspecto malvado. Malvado por crianza, diría yo, y no malvado de nacimiento. Me dio sed. Esperé ahí, junto a aquel faisán inmóvil.
Bueno, Kath-chen, me dije, ya no eres una criatura: tienes que ser tu propia fuente de luz. Puedes decir que sí si te piden un horóscopo, o puedes decir que no, pero si dices que no, debes decirlo con cortesía.
No recuerdo cuánto esperé. Entonces entró al salón una mujer. Una mujer a la que yo conocía. Era Úrsula Reinbold. ¿La habían citado a ella también? Le caía pelo del rodete. Tenía los rizos sudados. La cara colorada. Se reía, lloraba; las dos cosas. Úrsula no tiene hijos, parece una linda mujer loba, está casada con un vidriero de cuarta categoría. Es su segundo matrimonio. Para mi desgracia, a dos de sus hermanos les va muy bien. Uno es barbero cirujano del duque de Wurtemberg; el otro, administrador forestal aquí en Leonberg. Al barbero le digo «el Barbero». Al administrador forestal, Urban Kräutlin, le digo «el Bobo». Le queda bien, ¿no? Si preguntas por Úrsula Reinbold en el pueblo de donde viene, como hizo mi hijo Hans, todo el mundo te va a decir que, de joven, Úrsula tomaba hierbas muy fuertes que le daba el boticario, con el que tuvo un amorío antes de casarse por primera vez. También saben del amorío que tuvo después con Jonas Zieher, el cobrero pecoso, antes de casarse por segunda vez. Hace poco, Zieher compareció ante el tribunal por llamar a un hombre honorable «padrino del diablo», y lo multaron con cinco pfennigs. Me estoy adelantando. Lo que quiero decir es que el hermano de Úrsula, el Bobo, estaba ahí con ella. Llevaba puesta una capa verde de caza y tenía mala postura, y las mejillas coloradas. Detrás de él estaba el bigotudo del gobernador ducal, Einhorn, todo despeinado y con una spaniel a manchas en brazos. Tenían olor a alcohol. El grupito parecía una banda de trovadores desanimados que, a la mañana siguiente, se fugan con toda la manteca.
Ya sé que piensas que no es prudente de mi parte, Simon, pero quisiera decir algo sobre Einhorn, el gobernador ducal, al que prefiero llamar «el Falso Unicornio». Él no es de por aquí. Lo trajo la maravillosa duquesa Sibila, que en paz descanse. El Falso Unicornio debía consultar todas las decisiones con Sibila. Pero pasó que Sibila se murió de repente. El duque estaba distraído contando soldados, firmando tratados, encargando puños de encaje para camisas. No estaba prestando atención a los asuntos de Leonberg, así que el Falso Unicornio usurpó poderes que tendrían que haber vuelto al duque. A ese Einhorn se le empezaron a subir los humos. Empezó a usar el pelo largo. Se mandó a hacer un cuello nuevo. Iba por ahí diciéndole a quien quisiera escucharlo que se aburría mucho en Leonberg y que las mujeres de Stuttgart eran más atractivas. Quiero decir que el Falso Unicornio parece una nutria de río desmejorada en camisola.
Este manuscrito es para cuando haya terminado mi juicio, sea cual sea el resultado.
En la época de la duquesa Sibila, la gente viajaba largas distancias para visitar su huerto medicinal. Lo abrían con bastante frecuencia, para caminar o para las festividades. Había claveles y naranjas amargas y una uña de caballo brillante para la tos. Había rizomas aromáticos para la dentición, hierbas raras para el escorbuto. Había una planta de sésamo que Sibila mantenía cerca de unos eléboros. Las dos plantas preparadas juntas podían ayudar con algunos tipos de locura, o eso intuía Sibila. Incluso había lugar para el tártago en ese jardín. Podría seguir. Muchas mañanas, con el permiso de Sibila, me llevé algunos brotes a casa. Era una mujer de recursos. Quiero agregar que mostraba un interés considerable por mis investigaciones sobre las hierbas contra la fiebre de San Antonio. Me tomaba en serio incluso a mí, una campesina. No por Hans. Sino porque ella era una mujer de ciencia. Ahora el huerto de Sibila es prácticamente un cementerio de cabras. Einhorn lo descuidó.
Entiendo a lo que vas, Simon: no quiero hacer enemigos donde no los hay. Pero estoy exponiendo hechos simples que nadie discute sobre un hombre que, casi por distracción, como quien adopta un pasatiempo, se convirtió en mi perseguidor.