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Así comienza La Circunstancia, de Jorge Consiglio

La nueva novela del autor de Hospital Posadas llega a Eterna Cadencia Editora. Leé el arranque.



Por Jorge Consiglio.



Entra el inspector y estallo en una carcajada. Es un tipo tan vulgar, tan estúpido, que no puedo parar de reírme. De hecho, aprieto las piernas para no orinarme. Alguien –un morochito de uniforme– me pone la mano en el hombro. Pregunta si me siento bien. ¿Le traigo agua, señora?, dice. Niego con un gesto y me sigo retorciendo de risa. Desde la infancia que no me pasaba algo así. Me falta el aire. Como puedo, digo: Me falta el aire. Y por el esfuerzo me agarra un ataque de tos. Entonces, el mismo idiota que me ofreció agua me mira con cara de pocos amigos. Tranquila, dice. Cálmese. Y otra vez me agarra el hombro, pero ahora estruja la blusa. Da a entender que se terminó el espectáculo: mi falta de respeto, en adelante, será castigada. Entiendo el mensaje y triplico mis esfuerzos para mantenerme seria. No estoy en una situación para hacerme la graciosa.

Respiro hondo –inhalo tres veces– y gradualmente salgo de la crisis. Otro policía –con una insólita voz de pájaro– me ofrece un pañuelo con olor a colonia Wild Country. Me seco el borde de los párpados y les pido disculpas a los personajes que me rodean y que no saben qué hacer conmigo. Son los nervios, me excuso. Alargo el brazo y finjo un temblor en la mano. Miren cómo tengo el pulso, les digo y me hago la víctima.

En realidad, lo que me resulta cómico es el extraordinario parecido entre el oficial que acaba de entrar y la ilustración que hay en un trapo que mi madre usa en la cocina. Es un pedazo de tela medio rotosa adornada con una reproducción de Juliano de Médici que, por los lavados, fue perdiendo su melena espumosa. En ese paño, ahora, se ve una figura amputada: sin el pelo, el cráneo de Juliano perdió volumen, se tornó rectilíneo. El hombre que me habla en este momento es su viva imagen. Se presenta. Soy el principal Mario Baigorria, dice. Lo escucho hablar y de nuevo me acuerdo de Juliano de Médici. Repite: Soy el principal Mario Baigorria. Habla con voz clara. Mueve el mentón como si me desafiara. Dice cinco palabras y, por la gravedad de su tono, altera la atmósfera del ambiente.

Mario Baigorria –el principal Mario Baigorria, como le gusta decir a él– tiende a dramatizar las situaciones. Es evidente que su cerebro es binario, rabiosamente binario. Su mirada registra y simplifica. En cierto sentido, el criterio de Baigorria se asimila al de los paisajistas de la China tradicional. Como ellos, elabora escenas en dos dimensiones. Baigorria –tan parecido al mutilado Juliano, que tan buen servicio presta en la cocina de mi madre– viste un traje azul y una corbata con escudos dorados. En el anular lleva un anillo con una piedra negra engarzada. Lo digo de una vez: no se priva de nada.

Me lanza una mirada helada. Al fin y al cabo, soy la acusada. Explica que mi familia, evidentemente se refiere a mi madre, designó a un abogado para que me represente. Haga pasar al doctor Viggiano, dice, y acompaña la orden con un gesto. Uno de los policías abre la puerta de inmediato, pero no encuentra a nadie. Entonces, para demostrar competencia, sale al pasillo a cumplir el mandato. En ese momento, entra a la oficina un vaho fuerte a comida de pobre: carne, hueso, verdura hervida. Puchero, pienso. Maldición, exclamo para mis adentros. Caigo en la cuenta de que el verdadero castigo, más que el encierro, será la basura que sirven en las cárceles. Me descompongo de solo imaginarlo, pero sobrellevo la indisposición como la dama que soy.

Baigorria, el inefable Baigorria, está distraído. Pasa por alto mi malestar. Ordena papeles: encarna a un burócrata a la antigua. Estar ocupado para él es la mejor manera de representar la autoridad. Lo notable del trance, lo verdaderamente notable, es que la simpleza de Baigorria me tranquiliza. Su conducta avala la estupidez del mundo: todo es tan mezquino como lo imaginé a los doce años. Y la verdad es que esta circunstancia hace que mi corazón lata con mayor serenidad; saberme en lo cierto regula mi frecuencia cardíaca. La incertidumbre es una mentira de la filosofía, pienso. Pasan los años y pierdo alguna esperanza, pero las que conservo, las que resisten al tiempo, son cada vez más sólidas.

*

Entra el abogado. Debe ser de mi edad, año más, año menos. Es uno de esos pelados inconfesos: tiene la cabeza cruzada por tres mechones aplastados y, sobre las orejas, dos alerones de rulos que rematan en una melenita. Es DeVito en La guerra de los Rose, pero veinte centímetros más alto. Se presenta como el doctor Viggiano. Usa la profesión pasa darse aires, igual que Baigorria. Soy el doctor Andrés Viggiano, me dice. Y remarca el “soy”. Italiano hasta la médula, pienso. Se le manchó el apellido con tuco, caballero, le diría mi madre. Desde que era chica, ella sabe muy bien que la crueldad garantiza respeto.

Miro los ojos de Viggiano. Los tiene como los de una vaca: grandes y húmedos. Espero que aclare algo, que me explique mi situación. Cómo diablos me defiendo, Viggiano, tengo ganas de gritarle. Pero me quedo callada, y él, letrado como es, no abre la boca. Alguien le alcanza café en un vaso descartable. Lo sopla y pide azúcar. Pasan diez o quince segundos que él usa para acomodarse en una silla. Recién ahora se digna a mirarme. Soy penalista, dice. Usted quédese tranquila.



Digo que sí con la cabeza y me miro las manos, que descansan, una sobre la otra, sobre mis piernas. Aprovecho la pausa y le rezo al dios en quien no creo. Le pido que los antepasados de Viggiano hayan nacido en algún pueblo del sur de Italia. La gente de esa zona es rústica y supersticiosa. Viven en casas de piedra y se bañan una vez por año. A esto se les suma otra cuestión importante: sufrieron hambre. Y, como es sabido, esa experiencia se fija en el alma y moldea la conducta. Los hambreados ganan una desesperación que no los abandona. De ahí la destreza y, sobre todo, el empeño para conseguir el sustento. Luchan por la comida a brazo partido. Yo misma los vi matarse por un pedazo de pan. Como decía Samaniego: Las personas cambian por necesidad, no por deseo. El hambre, además, no se agota con el que la sufrió, pasa de una generación a otra. Es un estado del alma, por lo tanto, se hereda. A veces, incluso, en ese tránsito, mejora la pauta de supervivencia. De este modo, la privación del abuelo de Viggiano se relaciona con la pericia de su nieto como abogado. Con su destreza para la trampa, digamos. Espero que mi destino esté en manos de alguien que guarde, aunque más no sea en una única mitocondria, la barbarie de esa voracidad.

¿Empezamos?, propone Baigorria. Por la ventana, se cuela un pedazo de cielo. Estamos en mayo y afuera es otoño. Tomo aire por la nariz y lo guardo en los pulmones. Los que hacen yoga dicen que la respiración consciente es fundamental para relajarse. Espero que alguien tome la palabra, que diga algo. Soy la acusada y actúo como tal. Me rodean cuatro tipos que me miran de soslayo. Esperan algo de mí, eso está clarísimo. Abro los ojos lo más que puedo para expresar desconcierto. Baigorria traga saliva. Se impacienta, eso también está claro. Me pregunta si voy a prestar declaración en sede policial o ante el juzgado. No sé qué decirle: jamás pasé por una situación parecida. Como es lógico, giro la cabeza y le consulto a mi abogado. Pero antes de que el letrado mueva un músculo, Baigorria planta su diestra sobre la mesa. El muy imbécil dice: Señora Kendell, su abogado no puede contestar ni insinuarle respuesta. De pura frustración, abro la boca y del fondo de mi garganta sale un ruido, una especie de sibilancia. Es interpretada por todos como un eructo; al fin de cuentas, una grosería. Frente al asombro de los cuatro oligofrénicos que me rodean, Baigorria se aclara la voz con una tosecita impostada y dice: Es la ley, señora Kendell. La ley.

*

¿Va a declarar acá o en el juzgado?, repite el inspector. La voz le sale finita. Yo, como siempre, ofrezco esta cara maravillosa que la naturaleza –y la excelente genética de mis ancestros: soy la cuarta generación de argentinos– me dio. Acomodo la cadera en la silla y me dispongo a hablar. Pero antes, casi por accidente, me rozo la cicatriz que tengo en el mentón. Es una herradura mínima, casi imperceptible. El dedo la recorre de memoria. Es un ir y venir, una costumbre. Distingo su calado, hondo en el medio, superficial en los bordes. Cuando vivíamos juntas, mi abuela decía que las imperfecciones me volvían más linda. Sos tan hermosa que asimilás los defectos, aseguraba. Yo me sentía singular, distinta, una reina.

*

Una vez, a principios de diciembre, mi pobre abuela se cayó en la calle y se quebró el brazo en dos partes. La enyesaron del bíceps a la muñeca. De esa parte, asomaba su mano como un apéndice. Parecía algo antinatural, una ratita albina. La pobre se pasó el verano con ese yeso. Sufrió horrores, me consta. A la tarde, muy afligida, se sentaba en el balcón a comer ciruelas. Como la fruta era siempre jugosa, a pesar de su cuidado, terminaba manchándole el yeso. La superficie impecable se transformó, en poco tiempo, en un mapa de salpicaduras. El traumatólogo –literalmente, un carpintero–, cuando vio el estado del yeso, lo cambió por otro. El nuevo era blanquísimo, terrible para la vista y, por si fuera poco, perjudicial para la imagen de mi abuela, que, por contraste, parecía mustia y deslucida, como si toda su luminosidad, ese fulgor que la volvía única, la hubiera abandonado de golpe. Como yo no me callo nada con nadie, y menos con las personas queridas, se lo comenté al pasar. Hasta el día de hoy no alcanzo a entender su reacción. Se puso furiosa y me gritó cosas horribles. Nunca en mi vida la había visto tan enojada. Me tiró uno de esos zapatones del Dr. Scholl que usaba. Giré en el aire para esquivarlo, pero no hubo caso: me dio de lleno en la cara. Estuve una semana hecha un desastre. Se me hinchó la mejilla y no podía cerrar la boca. Tardamos en reconciliarnos, y nuestro acercamiento, efectivamente, lo favoreció mi madre. Una mañana, mi abuela se acomodó la gorguerita y me invitó a tomar un helado. Esa fue su forma de pedirme perdón. Nos sentamos en un banco a la sombra, en la plaza Vicente López. Estábamos las dos incómodas, con anteojos negros, apáticas, hasta que de golpe nos desatamos y nos pusimos a hablar con la confianza de siempre. De esta manera sellamos nuestro cariño. La normalidad se fue acomodando entre nosotras sin que nos diéramos cuenta, como la grasa que, con los años, se amontona en las caderas.


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