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Agujero: un cuento de Andrew Porter

Literatura estadounidense contemporánea

"Eso fue hace doce años. Mi familia ya no vive en Virginia y Tal ya no está vivo. Pero esto es lo que le digo a mi novia cuando me despierto por las noches e imagino que Tal me habla de nuevo". Tomado de La teoría de la luz y la materia, novedad de China Editora.

Por Andrew Porter. Traducción de Caterina Gostisa. Foto de Chris Kracjer

 

 

EL AGUJERO ESTABA AL FINAL de la entrada de autos de la casa de Tal Walker. Ahora está pavimentado. Pero doce veranos atrás Tal se metió adentro y no volvió a salir.

Semanas después, mi madre me abrazaría sin ninguna razón, apretándome con fuerza cada vez que me iba de casa y luego, por las noches, antes de acostarme, pasaría sus dedos por entre las cerdas de mi pelo rapado, inclinándose muy cerca de mí y susurrando mi nombre.

Tal tenía diez años cuando esto sucedió, y yo tenía once. Nuestros jardines del fondo estaban separados por una fila de arbustos de forsitia, y habíamos sido vecinos y mejores amigos desde que mis padres se mudaron a Virginia tres años antes. Tomábamos el autobús juntos, nos sentábamos uno al lado del otro en la escuela, incluso yo solía quedarme a dormir en su casa y él en la mía, excepto durante el verano, cuando dormíamos afuera, en el fuerte de madera enchapada que habíamos construido debajo del olmo chino en el patio trasero de Tal.

A Tal le gustaba tener el agujero en su propiedad. Era algo que nadie más en el vecindario tenía y le encantaba hablar de eso cuando acampábamos en el fuerte. Había comenzado como un pozo que el papá de Tal había abierto de manera ilegal, y conducía a una alcantarilla abandonada debajo de la entrada de autos de su casa. En lugar de juntar las hojas secas y el pasto recién cortado y meterlo en una bolsa de residuos como hacían todos los demás en el vecindario, los Walker levantaban la tapa de acero que recubría el agujero y tiraban todo ahí. Parecía como un secreto, algo ilícito. Nunca supimos realmente qué había allí. Era solo un gran espacio vacío, tan turbio que ni se podía ver el fondo. A veces, Tal intentaba convencerme de que una familia de criaturas-lagarto vivía allí, como las que juró haber visto a altas horas de la noche junto al pantano: hombres-lagarto de dos metros de altura que podían vivir alimentándose de cualquier cosa, como ramitas o pasto, y con una visión especial que les permitía ver en la oscuridad.

Eso fue hace doce años. Mi familia ya no vive en Virginia y Tal ya no está vivo. Pero esto es lo que le digo a mi novia cuando me despierto por las noches e imagino que Tal me habla de nuevo:

Es mediados de julio, doce veranos atrás, y puedo sentir los gritos de Tal entre el rugido de la cortadora de césped, a menos de una hora de su muerte. Su boca se mueve, pero no puedo escucharlo. Tal tiene diez años y no debería estar cortando el pasto, pero ahí está. Sus padres se han ido a pescar todo el día a Eagle Lake, y Kyle, su hermano mayor, le ofreció cincuenta centavos si terminaba de cortar el césped por él. Tal y yo estamos en esa edad en la que la responsabilidad es algo atractivo, y Kyle ha sido lo suficientemente amable con nosotros en algunas ocasiones como para dejarnos usar la podadora, de la misma manera que mi padre nos ha dejado conducir su camión sentados en su regazo.

Es temporada de sequía en Virginia. No ha llovido en dos semanas y la temperatura no baja de los treinta y siete grados, de hecho, se pronostica que alcanzará los cuarenta grados por la noche. El aire de la tarde es brumoso, tan espeso que puedes sentir que te mueves a través de él y cuando entrecierras los ojos puedes ver el calor que se eleva en ondas sobre el camino de entrada de macadán.

Tal se está apurando para terminar, luchando con el pasto enmarañado, conduciendo la oxidada cortadora en largos y ovalados barridos alrededor del jardín. La parte de atrás de su remera está empapada en sudor, y cada tanto se forma una nube de polvo detrás de él cuando pasa por una montaña de tierra. Es su última hora de vida, pero él no lo sabe. Está sonriendo. La cortadora se ahoga y escupe basura y cada tanto se detiene y Tal le da unas pataditas con sus pies descalzos. Mientras tanto, yo escucho los cuarenta principales en la radio, sentado a la sombra en la galería de los Walker, con el traje de baño puesto, esperando a que Tal termine de vaciar la última bolsa de basura en el agujero para poder irnos a nadar a la pileta de los Bradshaw.

Los Bradshaw son la última familia de ricos que quedó en nuestro vecindario. Sus hijos ya crecieron y se mudaron, y este verano nos dejan usar la pileta a Tal y a mí dos o tres veces por semana. Nos les importa que digamos malas palabras, que hagamos mucho ruido o que nos aparezcamos vestidos solo con nuestros trajes de baño, sin otra ropa. Ellos permanecen dentro de su casa, con el aire acondicionado encendido, mirando por la ventana cada tanto para saludarnos. Con Tal nadamos desnudos todo el tiempo y ellos nunca se dan cuenta.

Es extraño. Incluso ahora, algunas veces me imagino a Tal al final de la entrada de autos de su casa, justo después de que haya dejado la basura dentro del agujero. Está llorando y esta vez le digo que no se tiene que preocupar en absoluto.

—Déjalo pasar —le digo—. ¿A quién le importa?

Y a veces me hace caso y empezamos a caminar por la calle en dirección a la casa de los Bradshaw. Pero cuando llegamos a la casa, él ya no está. Y cuando me doy vuelta, me doy cuenta de que él se ha ido en dirección al agujero y entonces es demasiado tarde.

Cada vez que vuelvo a narrar el episodio, la historia cambia. A veces es el piso caliente en la entrada de autos de Tal y sus pies descalzos lo que hace que se le resbale la bolsa. Otras veces es la ansiedad: él ya está pensando en cómo será la sensación del agua helada en su piel al saltar del trampolín en la pileta de los Bradshaw. Pero incluso ahora, doce años después, no estoy seguro de estas cosas. Y tampoco sé por qué la bolsa se vuelve tan importante para él en ese momento.

Se dice que cuando eres mayor puedes recordar episodios que ocurrieron años atrás de forma más vívida de lo que podrías hacerlo incluso un día o dos después de haberlos experimentado. Parece cierto. Ya no puedo recordar el momento exacto en que comencé a escribir esto. Pero puedo recordar, con lujo de detalles, la expresión en el rostro de Tal en el momento en que perdió la bolsa de la cortadora. Era una mirada de frustración, pero sobre todo de miedo. Quizás estaba preocupado de que su padre se enterara y se desquitara con él o con Kyle como había hecho otras veces, o a lo mejor tenía miedo porque Kyle le había dicho que no lo echara a perder y él lo había decepcionado, probando que no era digno de su confianza.

Según un artículo que salió en el diario, el agujero solo tenía tres metros y medio de profundidad; lo hicieron medir después del incidente. Pero en mi memoria era mucho más profundo. La bolsa está en el fondo, eso lo sabemos, pero Tal y yo no podemos distinguir su forma en la oscuridad. Humos calientes emanan del agujero, lo que nos marea un poco y nos hace llorar. Es un olor húmedo, el aroma de la hierba negra y almibarada que ha estado descomponiéndose por más de una década. Tal tiene una linterna y yo estoy sosteniendo la escalera que trajimos de su garaje. Si Tal está nervioso o incluso dubitativo mientras colocamos la escalera en el agujero, no lo demuestra: no está pensando en las criaturas-lagarto del pantano ni en nada que pudiera haber allí abajo. A lo mejor se imagina que ahí abajo no hay más que un colchón de pasto producto de diez veranos de acumulación, que lo espera formando una suave cama de heno.

Ambos nos quedamos mirando el agujero por un momento, luego Tal coloca la escalera con mucho cuidado, la linterna entre sus dientes, y justo antes de que su mota de pelo rubia desaparezca, me mira y me sonríe, como si supiera lo que está a punto de suceder.

Unos segundos más tarde escucho que dice: “¡Acá huele a mierda!”. Dice una cosa más y se ríe, pero no puedo escuchar qué es lo que dice.

La linterna nunca se enciende. Ni siquiera cuando le grito. Ni cuando le lanzo palitos y piedras pequeñas adentro del agujero y le digo que se deje de bromear. Ni siquiera cuando me paro sobre la luz que viene del agujero y lo amenazo con retarlo, incluso bajándome el traje de baño para mostrarle cuán seriamente le estoy hablando, pero tampoco ahí me contesta.

Más adelante, en décimo grado, un par de años después de que mi familia se mudara a Pensilvania, recibí una carta de Kyle Walker. Estaba viviendo y trabajando en Raleigh desde la secundaria. En la carta decía que quería saber qué había sucedido ese día. Siempre me lo quiso preguntar, pero nunca tuvo el valor para hacerlo. No había habido nadie más en el momento en que eso ocurrió, y conocer los detalles lo ayudaría.

Unos días más tarde le escribí una carta extensa en donde le describía todo con lujo de detalles. Incluso añadí mis propios pensamientos, conjeturas y algunos de los sueños que había tenido. Y al final de la carta le dije que me gustaría verlo si alguna vez viajaba a Pensilvania. La carta estuvo unos días en mi escritorio, pero nunca la llevé al correo. La miraba cada vez que entraba a mi dormitorio y salía. Y después de un mes la puse adentro del cajón de mi escritorio.

 

Dos bomberos murieron en el intento de rescatar a Tal. Otros dos terminaron con serio daño cerebral cuando el jefe del cuerpo de bomberos decidió que se trataba de una situación de riesgo debido a la cantidad de humo tóxico y que deberían ponerse las máscaras de oxígeno y cavar su salida del agujero por los costados. Más tarde los periódicos locales informaron que tanto Tal como los dos bomberos habían vivido media hora probablemente allí abajo, y que el dióxido de carbono los había dejado inconscientes al principio, pero que luego se habían sofocado de manera gradual. Hay una multitud de gente mirando en el momento en que unos jóvenes bomberos sacan el cuerpo de Tal y lo amarran a la camilla. Ya no se parece en nada a la persona que conocía. La piel de su cara es de un gris azulado, y sus ojos están cerrados como si estuviera durmiendo una siesta. Verlo a Tal de esta manera hace que Kyle se vaya a un pequeño recoveco en el jardín del otro lado de la casa. Más tarde esa noche Kyle le tendrá que contar a sus padres, a la vuelta de su viaje de pesca en Eagle Lake, lo que ha sucedido. Habrá gritos en la galería del jardín del fondo y Kyle subirá a su dormitorio y no saldrá de allí. Durante años todo el mundo comentará lo duro que debe haber sido para él, teniendo que lidiar con ese tipo de carga a una edad tan temprana.

Cuando la última ambulancia se retira del lugar, mi madre me lleva a casa y no lloro hasta más tarde en la noche, después de que todos se hayan ido a dormir, y ya no puedo parar de llorar. Los padres de Tal no me vuelven a dirigir la palabra. Ni siquiera en el funeral. Si lo hubieran hecho, les habría dicho lo que a veces reconozco como real en mi sueño: que era yo y no Tal quien había dejado caer la bolsa al agujero. Y otras veces, que yo lo había empujado. Y una vez: que yo lo había incitado a bajar como una apuesta.

Esa es la historia verdadera, les diría. Pero no les contaré la otra parte de mi sueño. La parte en la que yo soy el que va al agujero, y Tal vive.

 

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