Adiós, muñeco: literatura y figuración
Otra columna del autor de Bahía Blanca
Lunes 10 de junio de 2019
"Los que menos atractivos me resultan, sin embargo, son los muñecos de escritores, pues convocan los fetiches de la figuración autoral (figuración en este otro sentido: estar, aparecer, darse a ver, hacer de estrellas), un asunto que en general me deprime".
Por Martín Kohan.
Prefiero, llegado el caso, los muñecos dedicados a personajes imaginarios, porque los llevan en cierto modo de la figuración a la realidad; y no los muñecos de personas que efectivamente existieron, porque los llevan en cambio de la realidad a la figuración. Prefiero para el caso encontrarme por la calle a Don Fulgencio (hecho imposible, vuelto posible), que encontrarme con Tato Bores o con Juan Carlos Calabró (que no son ellos, sino apenas su representación; en tanto que Don Fulgencio no es otra cosa que representación; no tuvo ni tiene otra entidad que ésa). Los que menos atractivos me resultan, sin embargo, son los muñecos de escritores, pues convocan los fetiches de la figuración autoral (figuración en este otro sentido: estar, aparecer, darse a ver, hacer de estrellas), un asunto que en general me deprime.
En el bar La Biela, de Recoleta, Borges y Adolfo Bioy Casares (los muñecos de uno y de otro) se nos aparecen de sopetón, apenas entramos. Es imposible no verlos, uno entra y da con ellos. A espaldas de Oscarcito Gálvez (que es como decir: de un ídolo de lo nacional-popular, del turismo carretera, de las rutas argentinas), comparten la mesa que da a la ochava. Ubicados como para ver a quienes entran (miran pero no ven, porque son muñecos, pero el Borges muñeco refleja en su realismo al ciego que Borges fue), no pueden sino llamar la atención, atraer la vista de los recién llegados.
En la London de Florida, por el contrario, Julio Cortázar (el muñeco de Julio Cortázar) parece elegir la discreción; incluso, por qué no, el sigilo. Está sentado al fondo, en la punta más alejada del local, casi tapado por una columna. Está solo, pero asume la entera gestualidad de quien está conversando con alguien ubicado enfrente de él (no le habla, pues, a la pared, pero sí a la columna). En la mano en alto, un cigarro (apagado como aquel famoso cigarrillo de la foto de Sario Facio). Cortázar en la London parece dispuesto a mirar, pero tratando de no ser visto. Se define así en la contemplación del mundo, antes que en un afán de figuración personal. Se dispone a la percepción general, pero tratando de pasar él mismo desapercibido.
Bioy Casares iba a menudo al bar La Biela: era, como se dice, un habitué. La escena que ahora se monta, con la grata compañía de Borges, es por lo tanto una representación de aquellas escenas reales: lo que tantas veces ocurrió de verdad, se reproduce ahora en una ficción. La London de Florida, en cambio, corresponde, en Julio Cortázar, a una ficción: es donde empieza su novela Los premios. Sentar al propio Cortázar (es decir, a su muñeco) en una de sus mesas, supone hacer que lo que fue ficción (este bar, en la novela) recupere ahora su anclaje real (este bar, en la realidad del mundo).
Borges y Bioy, en el bar La Biela, expresan un haber escrito. Ya escribieron, son conocidos, están ahí para hacerse ver. En el bar London, por su parte, Cortázar parece estar disponiéndose a escribir: escribir lo que está viendo. Para lo cual se le vuelve imprescindible el solaparse: el no ser visto.