"Las flagelantes", un cuento de Marina Tsvietáieva
Lunes 01 de abril de 2024
La Tercera Editora lanza El diablo, cuentos de una de las figuras más relevantes de la literatura rusa del siglo XX.
Traducción de Alejandro Ariel González.
Existían solo en plural, porque nunca andaban de a una, sino siempre de a dos, e incluso con uno solo cesto de bayas venían de a dos, una más joven con otra más vieja — una apenas más joven con otra apenas más vieja, porque todas ellas eran de una cierta edad colectiva —edad de una cifra propia— entre treinta y cuarenta, y todas tenían un mismo rostro, bronceado, ambarino, y por debajo de un idéntico borde —el del pañuelo blanco y el de las cejas negras— lo quemaba a uno un ojo idéntico, colectivo, bajaba hacia el suelo un párpado grande y marrón con todo un cepillo de pestañas. Y su nombre también era uno solo, colectivo, y ni siquiera era un nombre, sino un patronímico: Kiríllovnas, y a sus espaldas — las flagelantes.
¿Por qué Kiríllovnas? Si no había señales de ningún Kirill. ¿Y quién era ese Kirill? ¿Era en verdad su padre? ¿Y por qué había tenido de golpe tantas hijas —¿treinta, cuarenta, más?— y ningún hijo? Porque ese Cristo pelirrojo claramente no era hijo suyo, toda vez que no era hermano de las Kiríllovnas. Ahora diría: ese Kirill de muchas hijas existía solo como patronímico de las hijas. Pero entonces no pensaba en ello, como tampoco en por qué un vapor se llamaba — «Ekaterina». Era Ekaterina — y punto. Eran Kiríllovnas — y punto.
La aguda resonancia de «flagelante», capaz de asombrar por su incongruencia con su aplomo y circunspección, yo la explicaba por los sauces bajo los cuales y detrás de los cuales vivían como una bandada de pájaros de cabeza blanca, de cabeza blanca por el pañuelo, de pájaros por el eterno adagio de la niñera que me llevaba por ahí: «Ahí está el nido de las flagelantes» — sin reprobación, sino dicho al pasar, como para marcar una etapa más en el camino que va de la dacha de Pesóchnaia a Tarusa: «Hemos dejado atrás la capilla… Ahí se ve el pozo, es decir, mitad de camino… Y ahí está el…».
El nido de las flagelantes era, en rigor, la entrada a la ciudad de Tarusa. La última —¿después de cuántas?— pendientes, una oscuridad absoluta (absoluta en un primer momento, pero enseguida verde) después de tanta luz, una frescura súbita después de aquel calor, humedad después de la sequía, y, por un tronco bifurcado que se hundía profundamente en la tierra y parecía crecer de ella, a través del arroyo, frío, negro, estrepitoso y rápido, detrás del primer seto de sauce a mano izquierda, invisible tras los sauces y los saúcos — «el nido de las flagelantes». Precisamente un nido y no una casa, porque la casa, detrás de toda aquella maleza, era completamente invisible, y si la tranquera se entreabría alguna que otra vez, el ojo, pasmado por aquella belleza y aquel destello rojo, sobre todo el de las grosellas, no notaba el cobertizo grisáceo que había por allí, no lo incluía en su visión, así como no se advierte el propio ceño. De la casa de las Kiríllovnas no se hablaba nunca — solo del jardín. El jardín devoraba la casa. Si entonces me hubieran preguntado qué hacían las flagelantes, yo, sin vacilar: «Pasean en el jardín y comen bayas».
Pero algo más sobre la entrada. Era la entrada a otro reino, la propia entrada era otro reino que se extendía por toda la calle, si así podía llamársela, pero no se la podía llamar así, porque a la izquierda, además de su interminable seto, no había nada, y a la derecha — bardana, arenas, aquella misma «Ekaterina»… No era una entrada, sino un paso: de nuestra casa (una casa solitaria en una naturaleza solitaria) — allí (a la gente, al correo, a la feria, al muelle, al puesto de Natkin, y posteriormente al bulevar de la ciudad) — un alto, un interregno, una zona intermedia. Y, de pronto, una iluminación: no era una entrada ni un paso , ¡sino una salida! (¡Porque la primera casa es siempre la última casa!). Y no solo la salida de la ciudad de Tarusa, ¡sino de todas las ciudades! De todas las Tarusa, de las paredes, de las ataduras, del propio nombre, de la propia piel —¡una salida! De cualquier cuerpo — hacia la inmensidad.
De toda Tarusa, mejor dicho, de todos los «huéspedes», es decir, de todas las golosinas, de todos los otros niños… lo que más me gustaba era ese instante de bajada, de entrada, de descenso — hacia la verde y fría oscuridad del arroyo, el paso por delante de aquel interminable seto gris de sauces y saúcos, tras el cual —así es como se ha grabado en mí— todas las bayas maduran a la vez: las frutillas, por ejemplo, junto con las serbas; tras el cual siempre es verano, todo el verano a la vez, con todo lo que hay en él de rojo y de dulce, en el que basta solo con entrar (¡pero nosotros nunca entrábamos!) para recibir en tu mano todo de golpe: frutillas, guindas, grosellas y, sobre todo, ¡saúco!
Manzanas no recuerdo. Solo recuerdo las bayas. Manzanas, por extraño que pareciera en una ciudad como Tarusa, donde en un año de buena cosecha —¡y todos lo eran!— las llevaban al mercado en cestas para la ropa blanca y ya ni los cerdos las comían, manzanas las Kiríllovnas no tenían, porque venían a buscarlas a nuestra casa, a nuestro «viejo jardín», es decir, envejecido y abandonado por nosotros, con valiosas variedades silvestres, semicomestibles, que solo servían para preparar pasas. Pero no eran ellas las que venían a buscarlas, no aquellas aplomadas, con la mirada baja, sino ellos, es decir, su Virgen y su Cristo, pelirrojo, flaco, con barba dividida en dos y ojos, diría ahora, ebrios de agua, vestido con harapos y descalzo, su Cristo — con su Virgen, vieja, ya no ambarina, sino curtida, de cuero, y, aunque no andrajosa, sí bastante espantosa. La actitud de mis padres hacia esas incursiones era… fatalista. «Otra vez Cristo ha venido a buscar manzanas…» u «Otra vez la Virgen y Cristo andan cerca…». Aquellos no preguntaban, estos no prohibían. La Virgen y Cristo eran una especie de desgracia doméstica, de adversidad impuesta, de un sino heredado junto con la casa, porque las Kiríllovnas vivían en Tarusa antes que nosotros, antes que todos, quizás incluso antes que los propios tártaros, cuyas balas de cañón herrumbrosas encontrábamos en el arroyo. Aquello no era una incursión, sino una exacción. Sin embargo, hay que añadir que cuando nosotros, los niños, los sorprendíamos in fraganti, ellos, sobre todo Cristo, se apartaban, se escondían, se retiraban detrás de otro manzano, en el que la Virgen, ahora aprisa, terminaba de llenar un gran saco de lienzo. En esos momentos no intercambiaban palabra entre ellos, y a nosotros no se nos hubiera ocurrido confirmar con la voz nuestra presencia; había como un acuerdo tácito: ellos — no hacían nada, nosotros — no veíamos nada, ellos o nosotros, o acaso ellos y nosotros, no existíamos, y todo eso — era normal…
—¡Papá! ¡Hemos visto a Cristo!
—¿Otra vez ha venido?
—Sí.
—Bueno, ¡que Cristo lo ampare!...
Sobre las manzanas robadas nuestros padres no preguntaban, y nosotros no decíamos nada. A veces al pelirrojo Cristo lo sorprendíamos durmiendo ahí mismo, sobre un almiar. La vieja Virgen estaba sentada a su lado y le ahuyentaba las moscas. Entonces nosotros, sin decir palabra, en puntas de pie, con las cejas bien levantadas y señalándonos con los ojos aquel «hallazgo», salíamos y nos retirábamos a nuestro «foso», donde, sacudiendo las piernas, mirábamos de soslayo a él que no paraba de dormir y a ella que no paraba de ahuyentar. A veces la niñera, no a nosotros, pero en presencia nuestra, decía a la institutriz que ese Cristo era un amargo borracho y que otra vez lo habían recogido de la zanja, pero, como nosotros mismos nos metíamos en la zanja, eso no nos asombraba, mientras que la palabra amargo para nosotros explicaba al borracho, suscitando en nuestra boca el sabor del ajenjo (comíamos permanentemente de todo), después del cual es posible beber un balde entero.
A veces Cristo cantaba y la Virgen lo secundaba, y no nos sorprendía en absoluto que ella tuviera una vez más masculina y él, más femenina, aguda, y no nos sorprendía, primero, porque a los niños Tsvietáiev nada nos sorprendía, y, segundo, porque ella era morena y fuerte, y él, rubio y débil, y resultaba que cada uno cantaba precisamente con su voz, según su especie y su fuerza — como el mosquito, por ejemplo, y el abejorro. Y hasta nuestra verde zanja llegaba desde el salvaje y verde manzanal una canción sobre unos jardines verdes… Ni siquiera se nos ocurrió pensar (y tampoco lo sé ahora) si serían madre e hijo, como tampoco nunca preguntamos no solo a nuestros padres, sino siquiera a la niñera, a la que no temíamos, por qué Virgen y Cristo, y no porque creyéramos que se tratara de aquellos, los del ícono (aquellos estaban en el ícono, y, además, después de todo, lo de las manzanas…) — no eran aquellos, pero tampoco no aquellos. Quizás los nombres en sí mismos nos infundieran temor — ¡no cualquiera puede llamarse Virgen y Cristo!— y nos hicieran colocarlos, de alguna manera, fuera de toda duda y juicio. Nuestro sentimiento en aquel entonces razonaba más o menos así: «Si roban manzanas, no son del todo Cristo y la Virgen, pero, como de todas formas son Cristo y la Virgen, significa que no roban del todo». Y es que no robaban — tomaban, y se escondían, ahora lo veo, no de nosotros (los niños de por sí son mendigos y ladrones), sino de las miradas. De igual modo que las fieras y los niños (¡y no solo los niños y las fieras, les pido que me crean!) no soportan que se los mire. En una palabra, para nosotros esa pareja errante no eran simplemente — personas, y, aunque no eran verdaderamente aquellos, de algún modo también lo eran. Vivían (es decir, andaban — de su vida no sé nada) Cristo y la Virgen apartados de todos, y siempre estaban juntos, nunca separados, y yo solía pensar al verlos: «Así, por lo visto, aquella Virgen seguía a aquel Cristo», porque ella precisamente lo seguía, lo seguía bien de cerca, alejándose apenas lo suficiente para no pisarle los talones (descalzos). Ella caminaba y, con el cuerpo, era como si lo sostuviera: él estaba todo debilitado, todo quebrantado, como si marchara no adonde él mismo quería, sino adonde querían sus piernas, y sus piernas tampoco sabían muy bien adónde iban: ora hacia un sendero, ora contra una piedra, ora sobre un montículo de tierra, ora sin sentido alguno — de través. Así los encontrábamos en el mercado, en los caminos, en los campos de bardana, a orillas del Oká… Pero, así como aquellas, las hermanas, nunca venían a buscar manzanas, estos, la madre y el hijo, nunca traían bayas, e incluso habría sido absurdo pensar que, de pronto, ¡Cristo trajera fresones! Y, así como las Kiríllovnas hacían una profunda reverencia cuando se encontraban con nosotros, la Virgen nunca la hacía, y Cristo ni que decir tiene — ¡no solo con su mirada, sino también con todo su cuerpo nos ignoraba!
—¡Señora! Las Kiríllovnas han traído fresones… ¿Quiere que tomemos?
Estamos en el zaguán; mi madre, delante; nosotros, por cobardía, para no mostrar la súbita avidez en nuestros rostros (¡lo inconsciente era lo que más perseguía mi madre!), detrás, estirando apenas el cuello por detrás de ella. En cuanto, por fin, apartas la vista de aquel mar de fresones, te encuentras con la mirada apenas levantada del suelo (¡éramos tan pequeñas!) de una flagelante, y con su comprensiva sonrisa irónica. Y mientras vierten del cesto a la escudilla las bayas, Kiríllovna (¿cuál de ellas?, ¡si son todas la misma!, ¡una misma en treinta rostros, bajo treinta pañuelos!), sin perder de vista con sus ojos siempre agachados la espalda de mi madre que se aleja, con calma y sin prisa — a la boca más próxima, más audaz, más ávida (¡a menudo — la mía!) una baya tras otra, como en un abismo. ¿Cómo sabía que mi madre no nos permitía comer así, antes del almuerzo, muchas de una vez, y en general mostrarnos ávidas? Del mismo modo como lo sabíamos también nosotros: nuestra madre nunca nos prohibía nada con palabras. Con los ojos — todo.
Las Kiríllovnas, lo certifico con placer, me querían más que a nadie, acaso justamente por esa avidez mía, por mi lozanía, por mi fortaleza —Andriusha era alto y flaco, Asia era pequeña y flaca—, porque justamente una hija así habrían querido ellas, sin hijos, ¡una — para todas!
«¡Pues a mí me quieren más las flagelantes! —con ese pensamiento yo, ofendida, me quedaba dormida—. A Asia la quieren más mamá, Avgusta Ivánova y la niñera (papá, de bueno que era, «quería más» — a todos); a mí, en cambio, ¡me quieren más el abuelo y las flagelantes!». ¡Cómo me habría agradecido mi ceremonioso abuelo oriundo del Báltico esa unión!
De todas las visiones que conservo del paradisíaco jardín de Tarusa hay una que es la más paradisíaca, porque es — la única. Las flagelantes nos invitaron con toda la familia a la siega del heno, y, oh, sorpresa, oh, asombro (mi madre no soportaba los paseos familiares, en general ninguna actividad conjunta, sobre todo a sus hijos en presencia de otros), oh, conmoción total — nos llevaron. Insistió, por supuesto, mi padre.
—Esta tendrá náuseas —repuso mi madre por encima de mi cabeza culpable de antemano—, sin falta se mareará en el coche y sentirá náuseas. Siempre le dan náuseas, en todas partes; no termino de entender a quién sale. A papi (así llamaba ella a aquel «abuelo») no le dan náuseas, a mí tampoco, a ti tampoco, ni a Liora, ni a Andriusha, ni a Asia, pero ella con solo ver las ruedas ya siente náuseas.
—Bueno, que le den náuseas… —acepta dócil mi padre—, que le den, ¿cuál es el problema?... —Y, claramente pensando ya en otra cosa—: Que le den, ¡maravilloso! —Y, volviendo en sí—: A lo mejor no le dan al aire libre…
—¿Qué tiene que ver el aire libre? —se enardece mi madre, ultrajada de antemano por el espectáculo del camino—. No importa si es un vagón, una carreta, un bote, un landó, un carro con ballestas o sin ballestas, una balsa, un ascenseur: siempre le dan náuseas, en todas partes, ¡y la llamamos marina!
—Cuando camino no siento náuseas —intercalo tímida y arrebatada, envalentonada por la presencia de mi padre.
—La sentaremos mirando hacia los caballos, llevaremos pastillas de menta —la persuade mi padre—, y una muda de ropa también…
—¡Pero yo no quiero sentarme a su lado! ¡Ni al lado, ni enfrente! —se irrita Andriusha, ya hace rato con expresión sombría—. Siempre me sientan con ella, como aquella vez en el vagón, ¿te acuerdas, mamá?, cuando…
—Llevaremos colonia —continúa mi padre—, y a su lado me sentaré yo. (Solo que tú, por favor, no te aguantes —en tono confidencial, a mí—. Si te mareas, dilo, que detendremos el coche, bajarás y tomarás aire. No vamos a apagar un incendio, después de todo… Aunque, en verdad, es extraño: ¿por qué siempre sientes náuseas? —Y, conciliador—: La naturaleza, la naturaleza, no hay nada que hacerle. Hasta puedes decirme: «¡Papá, quiero arrancar aquella amapola!». Bajas rápido y te alejas corriendo para que mamá no se haga mala sangre).
En una palabra, viajamos —y con esa misma amapola mía en la mano — llegamos — hasta la siega del heno de las flagelantes, lejos de Tarusa, en unos prados exuberantes que pertenecían a ellas.
—¡Ay, Marinita-frambuesita! ¿Por qué estás tan verde? ¿Te has levantado temprano, querida? ¿No has dormido bien, hermosa? —Las Kiríllovnas, rodeándome, envolviéndome, arrastrándome, pasándome de mano en mano, como metiéndome en una especie de ronda, todas de golpe y a la vez apoderándose de mí, como si fuera un tesoro común de las flagelantes. De los míos —ni de papá, ni de mamá, ni de la institutriz, ni de la niñera, ni de Liora, ni de Andriusha, ni de Asia— me acuerdo en aquel paraíso. Yo era — de ellas. Con ellas rastrillaba y desparramaba; entre ellas, que se movían, me tumbaba para recobrar fuerzas; con ellas me sumergía y volvía a emerger, como el perro de corral de aquellos versos inmortales («¡a toda prisa!»); con ellas iba al manantial; con ellas encendía una fogata; con ellas bebía té de una enorme taza de colores, mordisqueando como ellas el azúcar; con ellas habría…
«Marínushka, hermosa, quédate con nosotras, serás nuestra hijita, vivirás en el jardín con nosotras, cantarás nuestras canciones…». «Mamá no me dejará». «Pero ¿tú te quedarías?». Callo. «Bueno, claro que no se quedaría; le daría lástima de mamita. Ella seguramente te quiere mucho, ¿no?». Callo. «¿Verdad que ni por dinero nos la entregaría?». «¡Entonces no le preguntaremos a la mamá y nos la llevaremos por nuestra cuenta! —una más joven—. Nos la llevaremos, la encerraremos en nuestro jardín y no dejaremos entrar a nadie. Y así se quedará a vivir con nosotras detrás del seto. (En mi interior comienza a arder una salvaje, abrasadora, irrealizable y desesperanzada esperanza: ¿y si en una de esas…?). Recogerás guindas con nosotras, te llamaremos Masha…», la misma, con voz melodiosa. «No temas, querida —una mayor, tomando mi entusiasmo por susto—, nadie te llevará; vendrás a visitarnos a Tarusa con mami y papi, o con la niñera; igual, todos los domingos pasan por delante de nuestra puerta y nosotras los miramos; ustedes a nosotras no nos ven, pero nosotras lo vemos to-o-do y a todos… Vendrás con tu vestido blanco de piqué, de gala, con tus zapatitos de botoncitos…». «¡Y nosotras te vestiremos con nuestra ropa! —continúa aquella incansable de voz melodiosa—. So-ta-na ne-gra, pañuelito
blanco, y te dejaremos crecer el pelo, llevarás una trenza…». «¿Por qué la asustas, hermanita? ¡Se lo creerá todo! Cada cual tiene su destino. Ella igual será una de nosotras: será nuestra invitada soñada, nuestra hijita imaginaria…».
Y, luego de abrazarme, apretarme, levantarme y entregarme — ¡ay!, a la carreta, a la montaña, al mar, bajo el cielo, de donde todo se ve a la vez: papá con su saco de tusor, mamá con su pañuelo rojo, Avgusta Ivánovna con su pañoleta tirolesa, y la fogata amarilla, y las más remotas lenguas de arena en el Oká…
Quisiera descansar en el cementerio de las flagelantes de Tarusa, bajo un arbusto de saúco, en una de esas tumbas con una paloma de plata, en donde crecen las frutillas más rojas y grandes de nuestros pagos.
Pero, si eso es irrealizable, si no solo no se me concede descansar allí, sino que aquel cementerio ya tampoco existe, quisiera que en una de esas colinas por las cuales las Kiríllovnas venían a visitarnos a nosotros en Pesóchnaia y nosotros íbamos a visitarlas a ellas en Tarusa, colocaran una piedra de la cantera de Tarusa:
Aquí hubiera querido descansar
MARINA TSVIETÁIEVA