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Ficción traducida

El laberinto: leé al escritor esloveno Aleš Šteger

El autor de Cuentos de la guerra (Gog & Magog) visitará Argentina para participar del Filba Internacional.



Por  Aleš Šteger. Traducción de Julia Sarachu.



La guerra había terminado. Fui enviado con mis unidades para anexar la ciudad de Sala al Estado recién formado. Estaba situada lejos de todas las rutas importantes, en un lugar sin valor económico ni estratégico. Los habitantes de Sala eran considerados tercos, arbitrarios y hostiles hacia los extranjeros. Nunca se trasladaban, hablaban un dialecto incomprensible y se casaban exclusivamente entre ellos. Bajo el dominio otomano, creció alrededor de la ciudad una poderosa muralla, a la que simplemente llamaban la segunda Muralla China, y cuyas ruinas todavía se pueden ver desde lejos hoy en día, lo que demuestra el deseo de los habitantes de la ciudad de permanecer separados del mundo exterior tanto como sea posible desde tiempo inmemorial. Incluso los gobernantes posteriores, ya fueran los del imperio o, luego, los del partido, no pudieron cambiar la naturaleza caprichosa de los habitantes de Sala. Al estallar la última guerra, los habitantes de la ciudad eligieron un camino totalmente diferente, distinto al resto del país donde la gente se definía por la adhesión a uno de los bandos en guerra. Colocaron un denso campo minado alrededor de las ruinas de la poderosa muralla, intercalado con cercos de alambre de púas y otras trampas militares, cortaron toda comunicación con el mundo exterior y se encerraron en su ciudad. Durante más de cuatro años, mientras la guerra fratricida y cruel se desataba por todas partes, Sala fue un mundo en sí mismo, nadie entró ni salió de la ciudad durante ese tiempo. Pero ahora, con nuestro arribo, finalmente ha llegado el momento de terminar con esa obstinación de los habitantes, el momento en que se restablecerá la comunicación con el resto del país al que Sala pertenecía, y, con esto, el orden militar y legal.


      Durante varios días, mis hombres desminaron la avenida principal que conducía directamente al centro de la ciudad, removiendo explosivos y varias trampas engañosas. Milagrosamente, nadie voló por los aires durante el peligroso trabajo. Todo ese tiempo no hubo nadie a la vista del lado de la ciudad. Debido al trabajo estresante, mis hombres se fueron poniendo cada vez más ansiosos. Tenía que estar constantemente entre ellos y asegurarme de que la moral no decayera demasiado. Después de seis días, la avenida finalmente estuvo desminada. Ordené el avance con todo el equipo de combate y la máxima cautela posible, porque no sabía qué sorpresas podían aguardarnos tras la muralla de la ciudad. Mis unidades avanzaron decidida y lentamente. Peinamos cada edificio a lo largo de la avenida, asegurando posiciones estratégicas y alerta ante posibles trampas adicionales en busca de los habitantes de la ciudad. La ciudad estaba completamente despoblada. En ninguna parte encontramos rastros de disturbios, lucha o migración. Todas las casas estaban habitables, pero sin gente, como si las hubiera abandonado alguien que se fue a trabajar por la mañana y nunca más volvió. Vimos cubiertos colocados sobre las mesas, libros abiertos sobre los sofás tapados de una gruesa capa de polvo, el lento girar de los molinitos de viento de juguete sobre las camas vacías y cosas por el estilo. Fue aterrador y diferente a todo lo que había experimentado en mis cuatro años de servicio militar. Y he pasado por mucho.

      A última hora de la tarde avanzamos hacia la plaza principal con tres fuentes en funcionamiento. Entramos en la municipalidad deshabitada y la registramos desde el techo hasta el piso. Hice colgar del mástil la bandera del nuevo Estado confederado. Entré en la plaza, me saqué el casco y encendí un cigarrillo. También mis hombres, cansados de la tensión y el trabajo duro, se sentaron junto a las fuentes. Noté algo inusual mientras fumaba. La avenida por la que habíamos entrado, que estaba seguro que salía de la ciudad en línea perfectamente recta, ahora terminaba a la distancia con una curva y una serie de fachadas de edificios que podría haber jurado que no estaban ahí un par de horas antes. Inmediatamente ordené a mis hombres que investigaran el asunto. Dos horas después regresaron muy agitados. Aún no reportaban persona alguna, pero no pudieron encontrar el camino por el que vinimos. La avenida se bifurcaba en un laberinto de calles y callejones cada vez más pequeños, que no conducían a ninguna parte o siempre volvían al punto de partida. Miré de cerca a los hombres, a cada uno individualmente, porque quería asegurarme de que no me tomaban por tonto o que no estuvieran bajo la influencia de alguna sustancia. Pero lo único que pude leer en sus ojos fue miedo. El temor aumentó frente al hecho de que todos los instrumentos de navegación dejaron de funcionar. Miré alrededor. El anochecer caía sobre la ciudad. Me parecía que las calles se movían imperceptiblemente a nuestro alrededor y nos abrazaban cada vez con más fuerza. Yo personalmente, junto con algunos hombres, fui a dar una ronda. Ya estaba oscuro cuando regresamos a la plaza. No importa lo increíble que fuera, yo mismo comencé a creer que la ciudad de Sala, este pueblucho apartado de Sala con nosotros adentro, se estaba convirtiendo en un laberinto cada vez más complicado y aparentemente sin salida. Miré a través de la ventana hacia el balcón de la municipalidad, donde ondeaba nuestra bandera a la luz de la luna creciente. La guerra estaba lejos de terminar. Para nosotros la guerra continuaba. Pero no en los campos de batalla, en las trincheras de primera línea o en diversas emboscadas militares, sino aquí, en la soledad aullante de una ciudad deshabitada.

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