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Ficción traducida

La dimensión poética de la desmesura

Lée a la sueca Dorothee Elmiger y visitá las primeras páginas de la novedad de Serapis, Desde el ingenio azucarero.


Por Dorothee Elmiger. Traducción de Carolina Previderé





—Más o menos así: camino por el matorral enmarañado. También se oyen pájaros.

—¿Y qué más?

—Eso nada más, así todo el tiempo.

—Pero te gusta esa maraña.

—Qué decirte.

—Si te gusta la maraña, eso podés decir; tus expectativas, qué te parece que hay adentro.

—Es que, sin ir más lejos, yo misma estoy adentro, se nota que no tenés ni la más remota idea de cómo es.

—Me lo imagino muy desordenado, digo, sin orden ni criterio. Y bello, porque puede haber de todo y porque la luz pega en distintos ángulos dependiendo de la hora del día; a veces está nevado, y supongo también que será molesto engancharse a cada rato con las ramas, sobre todo si los arbustos tienen espinas y encima a vos que te encanta usar ese pantalón de terciopelo.

—Mm, ponele...

—Deambulás entonces por ese matorral enmarañado, ¿o qué hacés?

—Nada de nada. Bueno, sí, por ahí camino unos pasos y después a veces paro y fumo un cigarrillo.

—¿Y los pájaros?

—Me gustan, sí.


Plaisir


Cuando me despierto ya hay sol. 

Un documental en la tele sobre la producción de ananá en una estancia cerca de Santo Domingo. De fondo, cielo con nubes blancas. En la plantación, los trabajadores haitianos se pasan en cadena los frutos maduros.

Después entra en escena el rey del ananá, está metido en el cultivo y le habla a la cámara. Antes de adquirir las 180 hectáreas en la década del ochenta, fue horticultor en las tierras bajas de Zúrich.

Los sembradores trabajan a destajo colocando los plantines en la tierra.

El rey del ananá mide en cámara la concentración de azúcar de sus frutos.

Más tarde les paga el salario.

La remera de uno de los trabajadores dice: MIS HABILIDADES NO TIENEN FIN.



Un segundo documental: se lo ve a Karl Feierabend, el destilador suizo oriundo de Rotkreuz que emigró a los trópicos para hacerse terrateniente, arreando a caballo cuatro gansos por un paisaje verde. Pasto, yuyos, palmeras. Cielo palidísimo.

Mensaje desde Francia: quieren que vaya a hablar de mi trabajo en una escuela de las afueras de París. Según me informan, la directora me pasaría a buscar por el barrio latino y me llevaría hasta Plaisir, donde está el Collège Guillaume Apollinaire, y después de vuelta al hotel.

Las explicaciones provisorias cuando alguien me pregunta en qué estoy trabajando.

La playa de estacionamiento de Filadelfia (NEW WORLD PLAZA)

El deseo

azúcar, LOTERÍA, ultramar

Annette cuenta en la cena: hace dos años leyó la novela de un escritor australiano donde se describe una larga serie de imágenes que iban apareciendo espontáneamente generándose unas a otras, o sea, imágenes con al menos una vaga vinculación y cuya sucesión conformaba una especie de sendero, un sendero luminoso que pasaba por entre las cosas.

Cuando hojeo las ilustraciones, esquemas y fotografías de mis cuadernos y copias, o cuando abro en la computadora los archivos creados en los últimos meses, no veo que haya un sendero hecho de imágenes mutuamente sugerentes superpuestas borde con borde, revelaciones, sino que veo un lugar, el punto de partida que tomé hará cuatro o cinco años; desde entonces, fui poniendo y dejando provisionalmente en ese sitio espacioso todo lo que caía en mis manos, todo lo que veía y me parecía relacionado con ese lugar primero.

Como fue el caso de los árboles tejo que hay en el parque del castillo de Plaisir, todos podados como terrones de azúcar en forma de cono. El centro comercial en la zona norte de la ciudad (GRAND PLAISIR), la mezquita de Plaisir.

En ese lugar no hay un orden estable: cada vez que transito el caos las cosas parecen entablar nuevas relaciones entre sí –un caos que va de las plantaciones de ananá en Monte Plata (República Dominicana) a los suburbios parisinos o al patio de un sanatorio abandonado hace años, después pasa por las montañas sicilianas, por los baños rusos de Filadelfia y termina llegando a las orillas del río Swan en Australia.

A través de los paisajes, de esta disposición tentativa de las cosas, de este ensayo, vuelvo sistemáticamente a aquella única escena donde al verla por primera vez sentí que me mostraban algo que no pude formular sino, a lo sumo, reencontrar en relaciones de estructura análoga o similar, como parentescos, repeticiones, paralelismos.

1986: los hombres, amuchados de pie en el subsuelo de una fonda en la localidad de Spiez, en la costa sur del Lago de Thun; entre ellos sus hijos –chicos de unos doce, trece años– y algunas mujeres, esposas, madres. La luz cálida ilumina a la gente reunida en la sala y en el pasillo. Por último, aquel a quien en ese instante todos miran como si fuera el predicador de una misa vulgar: con las manos extendidas sobre las cabezas de los presentes, sostiene dos estatuillas femeninas de madera o piedra negra pulida de unos treinta centímetros de alto. Las dos figuras, resplandecientes bajo la luz, están desnudas, solo tienen puesto un pañuelo enrollado en la cabeza, caído suelto hasta la cintura, y una gargantilla dorada. Arrodilladas y aparentemente absortas. Entonces el subastador alza la voz: Quién ofrece Silencio por favor Veinte Veinte francos Más ofertas Cinco francos más Veinticinco Veinticinco Más ofertas Miren estos pechos lo que son Treinta y cinco Quién da más Treinta y cinco franquitos se ofrecen Treinta y cinco a la una Treinta y cinco a las dos y a las tres Se van también estas antiguas n_ _ _ _ _

Cuanto más frecuento ese salón –salón que nada más conozco por un documental filmado en los ochenta–, más claramente veo que mi afán de visitar ese lugar una y otra vez no tiene nada que ver con el hecho de que ahí se me muestre algo con especial nitidez. Por el contrario, ahora sospecho que lo que motiva esas visitas recurrentes, mis peregrinaciones neuróticas, es que se trata de una escena en cierto modo insoluble, de una fugaz convergencia de los más dispares hilos de la historia – como si diversos objetos rocosos, cuerpos celestes que al parecer pasaron largo tiempo orbitando el sol independientemente unos de otros ahora colisionaran y su impacto proporcionara durante escasos segundos una iluminación de las cosas, los guijarros y el polvo.

Un verso del Dream Song 311 de John Berryman: «El hambre era constitutivo en él, / mujeres, cigarrillos, licor, necesidad necesidad necesidad / hasta hacerse pedazos. / Los pedazos se levantaron y escribieron. No hicieron caso de su indolencia, sino que se quedaron en silencio / en el caos».

Colgarme mirando este extraño asentamiento, estos remiendos geográficos –más todos los testimonios, artefactos y fantasmas asociados a ellos– es algo que parece estar relacionado con ese hambre como disposición, con el «impulso de salirse de uno mismo» –según dice Ortega y Gasset– subyacente a todo lo orgiástico («embriaguez, mística, enamoramiento, etc.»): quizás sea acertado decir que ese hambre es el verdadero objeto de mi investigación, el sitio donde el trabajador haitiano (MIS HABILIDADES NO TIENEN FIN) duerme a la sombra de los árboles en el parque del castillo de Plaisir, etc., y al mismo tiempo es también el motivo de mi investigación, el resorte de esta pequeña producción.

Volví a casa en el último tren por entre las montañas del cantón de Valais. Las laderas todavía nevadas se veían claras en la noche, arriba en las alturas los picos oscuros, con el cielo azul profundo de fondo. Spiez, Thun, Berna. Dormí en el viaje, soñé que había publicado un libro con el título «La dimensión poética de la desmesura».

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