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Ficción traducida

Novelita de verano: leé un cuento de Stefan Zweig

Edhasa publica una selección de cuentos del escritor austríaco, a cargo de Pablo Gianera.


Por Stefan Zweig. Traducción de Pablo Gianera.




Pasé el mes de agosto del verano último en Cadenabbia, uno de esos lugarcitos del lago de Como encantadoramente escondido entre la blancura de las villas y la tenebrosidad del bosque. Silenciosa y serena aun en los días más animados de la primavera, cuando los turistas de Bellagio y Menaggio se apiñan en la playa exigua, esta ciudad minúscula seguía siendo una soledad perfumada y bañada por el sol. El hotel estaba casi vacío: apenas un par de huéspedes, cada uno de los cuales encontraba insólito el hecho de que el otro hubiera optado para pasar el verano por un lugar tan perdido en el mapa, y cada mañana se asombraban mutuamente de que el otro estuviera todavía ahí. A mí me resultó esto particularmente sorprendente en el caso de un señor ya entrado en años, muy elegante y muy culto —por su aspecto, un tipo intermedio entre un atildado político inglés y un coureur parisino— que, sin practicar ningún deporte acuático, dedicaba el día a contemplar pensativo cómo el humo del cigarrillo se disolvía en el aire, o a hojear distraído un libro. El aislamiento opresivo de dos días lluviosos y la naturalidad con la que vino a mi encuentro le confirieron a nuestro trato una cordialidad que desmentía la diferencia de edad. Había nacido en Livonia y se había educado primero en Francia y después en Inglaterra, no tenía profesión ni tampoco, desde hacía años, residencia fija; era un apátrida en el noble sentido de la palabra tiene para los vikingos y piratas de la belleza, que reunieron en ellos los tesoros mayores de las ciudades depredadas. Era un diletante de todas las artes, pero más fuerte que su pasión amorosa era el distinguido desdén para convertirse en siervo de ellas. Les agradecía miles de horas de genuina belleza, aunque no les daba a cambio ni un solo afán creativo. Vivía una de esas vidas que parecen superfluas, porque las innumerables y valiosísimas vivencias personales se deshacen en el aire con el último aliento, sin dejar nada a nadie.

Le hablé de esto una noche cuando, sentados en la entrada del hotel después de cenar, mirábamos cómo se apagaban en el lago los últimos reflejos de luz. Él sonrió.

—Tal vez tenga usted razón. No creo en los recuerdos: lo vivido se vive en el instante, y desaparece. Y la poesía misma, ¿no muere también veinte, cincuenta o cien años después de nacida?

Pero quiero hoy contarle algo que supongo sería una linda novela. Vamos. Estas cosas se hablan mejor caminando.

Y empezamos a caminar por la maravillosa rambla del lago, a la sombra de cipreses eternos y de intrincados castaños entre cuyas ramas brillaba el reflejo inquieto del agua. Más arriba, era Bellagio una nube blanca teñida con los colores del crepúsculo, y más allá de la colina oscura, ceñida por rayos diamantinos, resplandecían las almenas de la Villa Serbelloni. El calor era ligeramente bochornoso, aunque no agobiante, y la atmósfera húmeda, como la ternura de un abrazo femenino, envolvía las sombras y colmaba el aire con el perfume de flores invisibles.

Empezó:

—Primero una confesión. No le conté que estuve ya aquí, en Cadenabbia, el año pasado, en la misma estación del año y en el mismo hotel. Puede ser que esto lo sorprenda, dado que yo le dije que evito en mi vida cualquier repetición. Pero présteme atención. Naturalmente, todo era tan solitario entonces como ahora. Estaba el hombre milanés que pescaba el día entero, devolvía a la noche los peces al agua, y los pescaba de nuevo la mañana siguiente; dos viejas inglesas cuya existencia vegetativa resultaba casi imperceptible; un muchacho de buena presencia con una chica muy pálida, que no me convenzo de que fuera su mujer porque parecían quererse mucho. Finalmente, una familia alemana, alemanes del norte, del tipo más campesino. Una mujer madura, huesuda, de movimientos agresivos, ojos acerados, y boca áspera, como cortada a cuchillo. Con ella una hermana, inconfundible, de facciones idénticas, pero derretidas, con pliegues, inseparables conversadoras las dos, inclinadas sobre el bordado en el que parecían tejer su irreflexión, parcas implacables de un mundo de tedio y estrechez. Y había entre ellas una joven, la hija de alguna de las dos, no sé de cuál, porque la dura inconclusión de sus rasgos se confundía ya con la suave redondez de una mujer. No era particularmente linda, demasiado flaca, no desarrollada del todo, mal vestida, claro está, y aun así había algo conmovedor en el desamparo de su anhelo. Tenía ojos grandes y probablemente iluminados por un sol negro, esquivos, de un brillo titilante, tembloroso. También ella estaba siempre atareada, pero cada tanto las manos se movían con lentitud, se le dormían los dedos, entonces se quedaba quieta, con la mirada fija en el lago, como en una ensoñación. No sé qué cosa me resultaba tan extraña en su aspecto. ¿Habrá sido el pensamiento tan banal, aunque tan ineludible, que se le viene a uno a la cabeza cuando ve a la madre que se marchita y a la hija que florece, la sombra detrás de la figura, esa ocurrencia de que en la mejilla se esconde ya la arruga, en la risa, la fatiga, en el sueño, la desilusión? ¿O era ese anhelo salvaje, manifiesto, sin meta que delataba toda ella, ese minuto único, milagroso, en la vida de las chicas en el que miran ansiosamente el Todo porque no tienen todavía el Uno al que después se aferrarán y del que terminarán colgando como algas en una madera que flota? Era para mí apasionante observarla; esa mirada húmeda de la ensoñación, la compulsión que tenía de acariciar a cada perro y a cada gato, la inquietud que la impelía a empezar muchas cosas y a no concluir ninguna. Y además la ferviente precipitación con la que inspeccionaba los volúmenes escasos y descabalados de la biblioteca del hotel, o releía los libros de poemas que había traído consigo, su Goethe y su Baumbach… ¿De qué se ríe?

Tuve que pedirle disculpas.

—De la contigüidad de Goethe y Baumbach.

—¡Claro! Eso es cómico, por supuesto. Pero no tanto.

Créame que a las chicas de esa edad les da lo mismo si el poema que leen es bueno o malo, verdadero o falso. Los versos son para ellas meros vasos para calmar la sed, y no les importa la calidad del vino porque llevan la embriaguez adentro antes de haber bebido. Y así estaba esta chica, tan desbordante de anhelo que le brillaban los ojos, le temblaban las manos y caminaba tambaleante, y no obstante decidida, entre la fuga y el miedo.

Se veía que estaba hambrienta de hablar con alguien, de compartir una parte de su abundancia, pero no había nadie: soledad, el golpeteo de las agujas y las miradas glaciales, severas, de las dos señoras. Me asaltó una compasión infinita. Sin embargo, no podía acercarme a ella, primero porque en momentos así un hombre de mi edad no existe para una chica, y también porque soy alérgico a trabar nuevas relaciones, relaciones de familiaridad, sobre todo con viejas burguesas. Cualquier posibilidad parecía estrangulada. Entonces se me ocurrió intentar algo diferente. Yo pensé: es una chica joven, no emancipada, inexperta, acaso por primera vez en Italia, que gracias al inglés

Shakespeare, que no estuvo nunca aquí, pasa para los alemanes como la patria del amor romántico, de los Romeos, de las aventuras furtivas, de los abanicos caídos, del lustre del puñal, de las máscaras, las damas de compañía y las esquelas cariñosas.

También ella, seguramente, acariciaba el sueño de una aventura, ¿y quién conoce las ensoñaciones de una chica, esas nubes blancas que se amontonan, que vagan sin rumbo en el azul, y que como cualquier nube adoptan al caer la tarde colores más cálidos, el rosa subido y el rojo escarlata? Nada en esta tierra puede parecerle a ella improbable o imposible. Así que resolví inventarle un amante misterioso.

”Y esa misma noche le escribí una extensa carta cargada de ternura, humildad y respeto, repleta de insinuaciones extravagantes y sin firma. Una carta que no exigía nada, no prometía nada, desmedida y reticente a la vez, en suma: una carta de amor romántica como extraída de un libro de poemas. Y como sabía que ella, movida por su excitación, era la primera en aparecer para el desayuno, dejé la carta doblada en el pliegue de la servilleta. Llegó la mañana. Me puse a observarla desde el jardín: vi su sorpresa incrédula, su terror súbito, vi la llama encarnada que subió a la palidez de sus mejillas y se extendió enseguida al cuello. Vi la mirada de desesperación, el espasmo, el gesto de ladrón con el que ocultó la carta, y vi después también su nerviosismo durante el desayuno, que apenas probó, apurada por recluirse en un rincón sombrío y poco transitado del pasillo para descifrar esas palabras secretas… ¿Quería usted decir algo?

Había hecho yo un movimiento involuntario que ahora estaba en la obligación de explicar.

—Me parece una jugada muy audaz. ¿No se le ocurrió que ella podría hacer alguna investigación, o por lo menos, lo más sencillo, preguntarle al camarero cómo llegó la carta a la servilleta? ¿O mostrársela a su madre?

—Desde luego que pensé en eso. Pero tendría usted que haber visto a la chica, esa criatura tímida, asustadiza, adorable, que miraba angustiosamente para todos lados si se le escapaba una palabra en voz más alta; si hubiera visto esto, se habría despreocupado. Hay muchachas con un pudor tan acentuado, que con ellas uno puede animarse a llegar a los extremos, porque son tan indefensas que prefieren soportar lo peor antes que confiar su secreto a un tercero. Sonreí mientras ella se alejaba y me alegró el éxito de mi plan. De pronto se dio vuelta. Sentí que la sangre me congestionaba la cabeza: era otra chica, con un paso diferente. Se acercó inquieta y confundida, una ola ardiente le había bañado el rostro, y una dulce turbación la volvía atolondrada. Y fue así el día entero. Su mirada volaba hacia las ventanas, como si fuera allí donde pudiera atrapar el secreto, envolvía a todos, y cayó también sobre mí, que la evité para que ni siquiera un parpadeo me delatara. Pero aun en ese segundo, fugaz como relámpago, me quemó el fuego de una pregunta que casi me espantó, y después de tantos años sentí también de nuevo que no hay lascivia más peligrosa, tentadora y perversa que la de encender esa chispa en los ojos de una chica. Más tarde, la veía sentada entre las otras dos, con los dedos entumecidos, y veía cómo cada tanto se palpaba un sector del vestido, donde seguramente llevaba escondida la carta. Ahora el juego me seducía. Y esa noche le escribí una segunda carta, y lo mismo hice los días siguientes. Era apasionante poner por escrito en mis cartas los sentimientos de un joven enamorado, darles cuerpo, se diría, imaginar las escalas de la pasión, todo invención pura… Esto se convirtió en un deporte fascinante, algo semejante a lo que ha de sentir el cazador cuando pone trampas o señuelos. Y el éxito que obtuve fue indescriptible, casi aterrador incluso para mí mismo, tanto que consideré la posibilidad de no seguir, pero el ardor del juego me tenía ya enganchado. Una ligereza, un embrollo de danza regía su paso, una belleza febril modelaba sus facciones; sus horas de sueño debían ser una espera, la espera de la carta de la mañana: temprano tenía los ojos apagados, inconstantes en su fuego. Empezó a fijarse en sí misma, llevaba flores en el pelo, una dulzura prodigiosa le apaciguaba las manos, una pregunta incesante pendía de su mirada, porque por las mil minucias que yo le revelaba en las cartas intuía ella que el autor estaba cerca, un Ariel que llena de música el aire y, flotando, ausculta a escondidas las acciones más íntimas, sin hacerse jamás visible. Ni siquiera las dos señoras apáticas dejaron de notar su alegría: seguían la figura urgente, las mejillas en flor y se miraban en silencio con sonrisas disimuladas. Su voz ganó un timbre más brillante y más claro, era más atrevida, y le conmovía la garganta un temblor y se henchía, como si quisiera salir de ella un canto con trinos de gozo… ¿Pero qué pasa, se ríe usted de nuevo?


—No, no; siga, por favor. Lo único que quiero decir es que usted es un narrador muy bueno. Tiene, disculpe usted la opinión, talento, y estoy seguro de que escribiría la historia tan bien como cualquiera de nuestros novelistas.

—Quiere usted darme a entender, con enorme cortesía y tacto, que yo narro con los atributos de esos novelistas alemanes suyos: lirismo exagerado, sentimentalismo, pesadez y aburrimiento. Abreviaré el asunto. La marioneta bailaba; yo movía los hilos. Y para desviar de mí toda sospecha —advertí que sus ojos inquisidores buscaban hacer contacto con los míos— le había sugerido en las cartas la posibilidad de que quien las escribía no estuviera allí, sino en alguno de los balnearios cercanos, y que fuera y viniera todos los días en un bote o un barco a vapor. Y ahora, apenas oía la campana de un barco, pretextaba cualquier cosa para eludir la vigilancia de la madre, y correr a una punta del amarradero para observar a los recién llegados.

”Y una vez —era un mediodía encapotado en el que a mí no se me ocurría nada mejor que observarla— sucedió algo muy curioso. Había entre los pasajeros un muchacho muy gallardo, con esa elegancia pintoresca que define el atavío de los jóvenes italianos, y mientras recorría el lugar con la mirada, se detuvo en los ojos desesperados, interrogativos, absorbentes de la chica, que, igual que él, parecía estar buscando algo. La sonrisa quedó enseguida anegada por una ola sonrosada de pudor que se generalizó a todo el rostro. El muchacho vaciló, prestó atención —como es comprensible al ser objeto de una mirada tan febril y llena de mil cosas calladas—, sonrió y se decidió a ir detrás de ella. Pero ella, por su parte, huyó, confundida por la certeza de que estaba ahí aquel a quien había buscado tanto tiempo. Era el juego eterno entre el deseo y el temor, entre el anhelo y el pudor, ese juego en el que en la debilidad, en la dulce debilidad, reside la fuerza. Él, visiblemente envalentonado, aunque no menos pasmado, corrió para alcanzarla, y estaba ya cerca, y yo sentí con horror la proximidad de un caos alarmante… Entonces salieron al cruce las dos señoras. La chica fue volando hacia ellas como un pájaro asustado, el joven se replegó cautelosamente, pero las miradas volvieron a encontrarse y se fundieron como al fuego. Este acontecimiento me advirtió que era necesario poner fin al jueguito, pero la tentación era demasiado fuerte, y decidí usar esta casualidad como un auxilio servicial. Así, le escribí esa noche una carta infrecuentemente extensa, destinada a confirmar sus presunciones. Me atraía ahora influir sobre dos personas.

”A la mañana siguiente, me atemorizó la confusión trémula de su rostro. La bellísima agitación había cedido ante un nerviosismo incomprensible, tenía los ojos húmedos y enrojecidos por el llanto, parecía transida de dolor. Todo su silencio tendía al grito, tenía la frente ensombrecida, y una desesperación acerba en la mirada; yo, en cambio, estaba esperando la claridad de la alegría. Tuve miedo. Se interponía por primera vez algo extraño, la marioneta no obedecía y bailaba al compás de una música que no era la mía. Examiné todas las posibilidades y no llegué a ninguna conclusión. Empecé a asustarme de mi propio juego, y no volví al hotel hasta la noche para evitar la acusación que yo veía en sus ojos. Cuando volví, entendí todo. La mesa no estaba puesta, la familia se había ido, sin que ella tuviera tiempo de decirle a él una palabra y sin poder tampoco confiarles a los suyos que su corazón seguía pendiente de un solo día, de una sola hora. Fue arrancada de su sueño para ser llevada a alguna lamentable ciudad de provincia. Yo había olvidado esa eventualidad. Y siento todavía como una acusación esa mirada última, esa fuerza temible de la ira, del tormento, del desaliento, del dolor más cruel, con los que yo, quién sabe hasta dónde, contaminé su vida.

Se quedó en silencio. La noche nos había acompañado, y de la luna, velada por las nubes, emanaba una luz rara y trémula. Parecía que de los árboles colgaban brasas y estrellas y la superficie pálida del lago. Caminábamos sin decirnos una palabra. Por fin, mi acompañante rompió el silencio.

—Esta era la historia. ¿No podría ser una novelita?

—No sé. Es en todo caso una historia que voy a conservar con las demás que me contó. ¿Pero una novela? Una linda trama que podría interesarme, tal vez. Porque esas personas llegan apenas a tocarse, pero no entran en conflicto; son un asomo de destino, no un destino. Hay que llevar la ficción a su conclusión.

—Entiendo a qué se refiere. La vida de la chica, el regreso a la ciudad de provincia, la tragedia de la vida cotidiana…

—No, no tanto eso. En realidad, la chica ya no me interesa.

Las jóvenes no son nunca interesantes, por más raras que parezcan, porque sus vivencias son todas negativas y, en consecuencia, casi iguales. En este caso, cuando le llega la hora, la chica se casa con un joven de buena posición allá en su pueblo, y esta aventurita queda como una flor perenne de sus recuerdos. La chica no me interesa nada.

—Qué raro. Porque no se me ocurre qué podría encontrar usted en el muchacho. Miradas como esas, el fuego de una paseante, son frecuentes, la mayoría ni las nota y los demás las olvidan enseguida. Hay que llegar a viejo para saber que esto es lo más noble y lo más profundo que nos está destinado, la prerrogativa sagrada de la juventud.

—Tampoco es el muchacho quien me interesa…

—¿Y entonces?

—Me dedicaría a transformar en personaje al hombre mayor, al autor de las cartas. Yo creo que a ninguna edad se escriben cartas inflamadas ni se simulan sentimientos de un amor verdadero impunemente. Trataría de mostrar cómo el juego se vuelve cosa seria, cómo creía él controlar el juego, cuando lo cierto era que el juego lo dominaba ya a él. Esa belleza recién florecida de la chica, que él supone contemplar como mero observador, lo excitaba y lo esclavizaba. Y en el momento en que todo se le va de las manos, emerge en él una nostalgia indomable por el juego… y por el juguete. Me atrae esa inversión amorosa, que torna parecidas la pasión de un viejo y la pasión de un niño, porque ninguno de los dos se siente seguro de sí mismo. Lo sometería al desasosiego y a la esperanza. Lo presentaría voluble, y lo haría correr detrás de ella nada más que para verla, y sin embargo, en el último segundo lo privaría de acercársele, lo haría regresar al mismo lugar con la esperanza de volver a encontrarla, a conjurar el azar, que suele ser cruel. En esa línea planearía yo la novela, y entonces sería…

—¡Mentirosa, falsa, imposible!

Las palabras me sobresaltaron. La voz era áspera, ronca, tremolante, al borde de la injuria. No había visto nunca tan irritado a mi interlocutor. Entendí instantáneamente que había tocado sin querer un nervio muy sensible. Y cuando se paró de pronto, noté, con penosa vergüenza ajena, el brillo plateado de las canas. 

Quise cambiar rápidamente de tema, darle un vuelco a la conversación. Pero el otro seguía ya hablando, aunque ahora en una entonación amable y oscura, una voz serena y profunda, de un color melancólico.

—Puede ser que tenga usted razón. Así es más interesante.

L’amour coûte cher aux vieillards fue el título que le puso, creo que Balzac, a uno de sus relatos más conmovedores, y podrían escribirse muchos otros con ese mismo título. Lo que pasa es que los viejos, que conocen los secretos mejor guardados, prefieren hablar de sus éxitos y no de sus debilidades. Les da miedo hacer el ridículo en asuntos que son algo así como el péndulo de lo eterno. ¿Piensa usted realmente que es obra de la casualidad que los capítulos de las Memorias de Casanova que “se perdieron” fueran precisamente aquellos que corresponden a su vejez, aquellos en los que el que mete los cuernos se convierte en cornudo, y el burlador en burlado? Acaso la mano se le volvió torpe y el corazón, estrecho.

Me dio la mano. Su voz era ahora fría, tranquila, impasible.

—Buenas noches. Veo que es peligroso contarle historias a la gente joven en las noches de verano. Da lugar a ideas disparatadas y a ensoñaciones inconducentes. ¡Buenas noches!

Y se perdió en la oscuridad con su paso elástico, al que los años habían vuelto ya más cansino. Era tarde. Pero el cansancio que solía invadirme temprano en el calor blando de las noches se disipó esta vez por la excitación que hacer hervir la sangre cuando le pasa a uno algo extraordinario, o cuando algo ajeno parece, en el lapso de un instante, propio. Caminé por la avenida que lleva a Villa Carlotta, que muere en las escaleras de mármol que dan al lago, y me senté un buen rato en los escalones. La noche era soberbia. Las luces de Bellagio, que antes chispeaban entre los árboles cercanas como luciérnagas, parecían ahora infinitamente lejanas sobre la superficie del agua, y una por una fueron hundiéndose en la tiniebla. El lago en silencio brillaba como una piedra preciosa negra con un fulgor que tendía a deshilacharse en los bordes. Y como manos blancas en teclas claras, las olas subían y bajaban por los escalones macilentos. El cielo -parecía más alto que nunca, abarrotado de estrellas inmóviles. Pacíficas, en una quietud rutilante, callaban; de vez en cuando alguna se desprendía de la danza diamantina y se desplomaba en la noche de verano, allá abajo, en la oscuridad del valle, en quebradas, montañas, en aguas distantes, desprevenidas, arrojadas por una fuerza ciega, igual que puede serlo una vida en la hondura de un destino ignorado.  

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