“Mandarino inventa una lengua nueva hecha de la sintaxis de una lengua vieja”
Foto de Yanina Catellani
Jueves 20 de julio de 2023
Selva Almada presentó Mandarino, la novela de Ezequiel Pérez, junto a Julián López en la librería. Compartimos su lectura.
Por Selva Almada.
De un tiempo a esta parte lo que más me importa de una novela es que tenga música, que suene, que se pueda leer en voz alta y, entonces, que pueda oírse. Oír lo que escribe otro. Mandarino ya es puro sonido desde su título: una palabra que llena la boca, un estribillo que podría estar tarareando todo el día.
Mandarino inventa una lengua nueva hecha de la sintaxis de una lengua vieja para narrarse. En las primeras páginas la lengua órgano, la lengua músculo del lector, trastabilla, se enreda, resbala, balbucea, se incomoda con el artículo seguido del posesivo intercalados con algunas formas arcaicas del castellano. La lengua, el órgano, el músculo del lector empieza a bailar, sin saberlo, esa coreografía de la otra lengua, la que funda (o refunda) Mandarino para narrar la peripecia de un grupo de hambrientos que abandona la costa vacía de pescados y se trepa a las canoas que cabalgarán el lomo del río, del gran río, del hermoso río, del Paraná, ¡cuál otro va a ser!, en busca del dorado. No El Dorado, la mítica ciudad alucinada por los conquistadores, sino el dorado, otra vez el pescado, el magnífico animal, el rey del río, el carnudo, el que puede dar de comer a un montón de bocas al mismo tiempo.
Mandarino, el protagonista, el cronista mayor del desamparo, el lenguaraz entre ese universo y nosotros, los lectores, da cuenta de ese relato (de esa relación) en el brevísimo texto que abre la novela: “Quise guarecer de la humedad del Tiempo aquello que los mis ojos miraron y las mis orejas escucharon”. La escritura como un acto de fe. En una carta a su agente, Flannery O’Connor dice: “No sé muy bien lo que pienso, hasta que veo lo que digo; y entonces tengo que volver a decirlo otra vez”. En este sentido también Mandarino: la escritura como un intento de desentrañar el misterio. Como en las crónicas fundacionales: contar lo que se ve es una manera de explicárselo a uno mismo, de terminar de creerlo por más fabuloso que suene. Contar para ser oído, alrededor de una fogata, aun cuando alguno como el Loco Tréllez concluya: ¡Bolacero!
La materia de esta novela es la música de la lengua; la lengua extraviada, extrañada, los lujos que se da su narrador. Entonces la crónica, pero también la carta, pero también el poema, pero también el diario, pero también el cuaderno de navegación: Mandarino despliega un abanico de formas y cada una muestra su propio encanto.
Nueva y original es una novela que elige dentro de una tradición. Un rasgo propio en el que podemos percibir herencias familiares. Una cuando lee también elige una estirpe. Cuando leo Mandarino la leo en el resplandor de las crónicas de Lina Beck, de ese Paraná que ella descubre en el siglo XIX; de las aguafuertes de Roberto Arlt cuando lo remonta en un barco carguero en la década del 30; de los viajes de Rodolfo Walsh en los 60; de Los isleros, la gran película de Lucas Demare del 51; hay algo de La Carancha en esa hembra poderosa que es La Mansa, capitana de esta expedición de desarrapados; de la novela de Taborda, Las carnes se asan al aire libre; y por qué no de la canción de Rosario Bléfari y cómo no de las canciones de Ramona Galarza. Mandarino también es una novia arrobada que inventa otra vez el río, el gran río, el hermoso río, el Paraná, cuál va a ser si no.