Ensayos

¿Tiene sentido hablar de música?

Por Julio Mendívil

Directo desde nuestra sección de música, a la que adoramos, en la librería, viene este libro de Gourmet Musical muy recomendado: En contra de la música. Herramientas para pensar, comprender y vivir las músicas. Compartimos un fragmento.

Por Julio Mendívil.

 

 

Hace algunos años, un colega especialista en música nigeriana me comentó con resignación que ya bastante conseguía si lograba convencer a sus informantes para que le explicaran verbalmente sus principios musicales. Para ellos la música se hacía, no se discutía.

Efectivamente, en muchas sociedades está extendida la idea de que hablar de música es empresa baladí. No es del todo descabellado el recelo, pues si bien, desde tiempos inmemorables, la música ha sido un vehículo sumamente productivo para expresar ideas, emociones e incluso saberes, esta siempre ha puesto en evidencia que su lenguaje es ajeno al del habla. ¿Cómo verter en palabras las tempestades que nos invaden al oír la Eroica de Ludwig van Beethoven o la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler? O ¿cómo expresar la congoja que nos producen los cantos fúnebres de los dogones de Mali, el cante flamenco o la voz dolorosa de John Lennon evocando a su perdida madre? La música como sistema comunicacional difiere tanto del idioma hablado, que Charles Seeger –uno de los más grandes investigadores de la música del siglo xx– ha sugerido que el gran dilema musicológico radica justamente en la imposibilidad de traducir discursivamente un sistema que se las arregla para expresarse sin la injerencia de los signos lingüísticos.

¿Es justificable platicar sobre música? Los músicos han objetado a menudo que lo suyo no es el orden del discurso lingüístico sino el mundo de los sonidos organizado de manera sutil y complaciente para el oyente, desautorizando con ello la retórica del filósofo melómano o la del sesudo crítico. Ciertamente, la destreza verbal de Friedrich Nietzsche para despotricar de la obra de Robert Schumann o ridiculizar la de Richard Wagner, al igual que la intrincada prosa de Adorno para menospreciar las dotes creativas de Piotr Ilich Tchaikovski o el valor artístico del swing americano, pierden brillo y contundencia, puesta en evidencia su poca fortuna como creadores. El saber musical, según esta lógica, se haría manifiesto en el dominio de la composición o la interpretación. Hablar de música sería, por tanto, como reza un dicho estadounidense, tan burdo como intentar bailar arquitectura.

La frase es ingeniosa, aunque en el fondo, sea inapropiada. Y es que la música no solo es estructuras sonoras. Ella también comprende patrones de comportamientos e ideas concretas sobre lo que es musical o no. Y puesto que es a través del habla que trasmitimos conceptos y nuestras aspiraciones, el comportamiento verbal resulta ser una parte fundamental de toda conducta relacionada con la música y su consumo. Aunque a menudo se piense lo contrario, vivimos hablando de música. Lo hacemos, como consumidores, cuando comentamos con conocidos nuestras recientes adquisiciones y cuando celebramos nuestros gustos. O cuando discutimos sobre la calidad estética de lo que hemos oído; cuando expresamos nuestra

extrañeza frente a lo inédito y nuestra complacencia frente a lo familiar; así como cuando comentamos las emociones que despiertan en nosotros una melodía o el timbre de voz de una cantante a quien admiramos profundamente. Es decir, siempre. También la práctica musical implica hablar de música. Y es que la música requiere de un previo acuerdo sobre lo que se persigue. El antropólogo estadounidense Michael Tomasello sostiene que los humanos difieren de los animales en cuanto los primeros poseen la capacidad de coordinar intenciones comunes y, sobre la base de ello, de moldear resultados futuros, aun aquellos de carácter abstracto.

Según Tomasello, esta intencionalidad compartida se funda justamente en la habilidad humana de explicar y comprender, lo cual es posible solamente por medio del lenguaje. Y puesto que la música es una actividad colectiva que requiere de acuerdos y compromisos, ella sería impensable sin el uso de una intencionalidad compartida al momento de pensarla o producirla. Realmente, ningún conjunto musical sería posible sin que mediara entre los participantes un sistema de comunicación que permita entenderse a unos y a otros. Es mediante el habla que el dirigente comunica a los miembros de una orquesta sinfónica sus expectativas musicales y que el guía de los sikuris altiplánicos en los Andes comparte sus composiciones con la tropa toda, así como es mediante el habla que los miembros de una banda pop o de jazz negocian sonoridades y comportamientos dentro y fuera del escenario. El habla es de una importancia tal al momento de hacer música que cada cultura musical ha desarrollado un argot especial para expresar sus principios de valoración y sus técnicas de ejecución. Así conceptos como fat bass, riff, sabor, offbeat o groove son aplicables al hip hop, al rock, a la salsa o al jazz, respectivamente, pero, de seguro, no a la música de manera indistinta. Esto demuestra que la palabra es un factor vital para poder trasmitir saberes musicales, aunque a menudo los mismos músicos afirmen lo contrario. El dominio de  una jerga musical específica es, dicho sea de paso, primordial para ser considerados expertos en una cultura musical. El concepto “bello”, por ejemplo, podría corresponder tan poco a una expresión de calidad aplicado al heavy metal como la noción de “duro” aplicada a la voluptuosidad instrumental y armónica de la obra del gran compositor de Renania. Es por eso que no dominar las categorías verbales de una cultura musical suele acarrear tristes malentendidos. Mientras que para un payador argentino el contrapunto implica un duelo musical con un contrincante, en la música erudita denota la concordancia armoniosa de dos voces contrapuestas; mientras que el ligado en esta se refiere a la ejecución ininterrumpida de una serie de notas, en la música andina referirá el arrastre de una nota hacia otra contingente. ¿Cómo esclarecer todas estas diferenciaciones capitales sin recurrir al lenguaje?

Hablar de música es tarea indispensable, aunque músicos y compositores famosos digan lo contrario. Hagámoslo. ¿No decía Isadora Duncan que sería capaz de “danzar una silla”? Por lo demás, como ha afirmado el musicólogo estadounidense Robert Walser, bailar arquitectura puede ser un acto sumamente creativo.

 

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