¿Quién fue Goethe?
Por Thomas De Quincey
Jueves 14 de setiembre de 2017
Thomas De Quincey, el autor de libros tan célebres como Confesiones de un opiómano inglés, fue también, y acaso por encima de todo, un magnífico creador de "bosquejos biográficos", como a él mismo le gustaba llamar a estas piezas. Aquí compartimos el arranque de su perfil nada más y nada menos que del autor del Fausto.
Por Thomas de Quincey.
John Wolfgang von Goethe, el hombre que durante la segunda parte de su larga vida se convirtió en el autor más influyente de la literatura alemana, reclama nuestra atención por dos motivos distintos: el primero, por su incuestionable talento; el segundo, y mucho más importante aunque menos directo, por el lugar que ha ocupado y por las extravagantes polémicas partidistas que se han producido en su nombre durante los últimos cuarenta años. En todos los países, y por causas fundadas en bases más sólidas que los simples celos privados, el mundo literario se ha mostrado siempre propenso a aplicar una simplicidad republicana en lo referente a las categorías y a las pretensiones de cada individuo. Valeat quantum valere potest1 ha sido la fórmula que se ha aplicado normalmente no sólo a la ambición de cada hombre, sino también a su prudencia. Dejemos que la influencia y el poder de cada hombre se midan tan sólo con su valor probado, y ya que nadie puede aspirar en la actual infinidad de especulaciones y habilidades humanas más que a una modesta superioridad, no tardaremos en llegar al fin de todas las dictaduras absolutas. No es menos cierto que las dictaduras sólo pueden ser relativas y circunscritas a un único ámbito artístico o área de conocimiento por una razón todavía más legítima que las anteriores, a saber: la enorme extensión del campo al que ha sido invitada a emplearse la inteligencia. Suele suponerse que, como este razonamiento se aplica sólo al grado de la dificultad, podría superarse con el equivalente grado de fuerza mental, pero entonces surge otra dificultad de carácter aún más profundo que no se puede eludir con tanta facilidad.
Quienes han reflexionado un poco sobre las bellas artes saben que la fuerza en un ámbito resulta por lo general inconsistente, cuando no directamente incompatible, con la fuerza en otro. Por poner un caso: la mentalidad dramática es incompatible con la épica. Y aunque debemos estar abiertos a la posibilidad de que surja algún intelecto dotado de una capacidad de comprensión angelical y capaz de vibrar de la misma manera en los dos ámbitos sin diferenciarlos, seguirá siendo casi imposible que en el ejercicio y cultivo de ambos no surja alguna preferencia que otorgue ventajas a un terreno sobre el otro, igual que la mano derecha suele aventajar a la izquierda. Se trata de una suposición que, aplicada al caso que nos concierne, carece de fundamento y precedentes. A pesar de todo lo expuesto, y considerando además el estado de una literatura conmocionada hasta un punto cercano al de una anarquía total, resulta verdaderamente notorio para quienes se interesan por Alemania y sus preocupaciones encontrarse con un caso como el de Goethe, un hombre que logró instaurar una hegemonía de influencia nunca vista a lo largo y ancho de ese enorme país; una hegemonía que habría resultado peligrosa en cualquier otro hombre un poco menos honrado, no sólo porque habría podido aplicarla sobre las personas a las que odiaba, sino también –y mucho más funestamente– porque podría haberse tratado de favorecer a sí mismo, ya que le otorgaba a cada palabra que salía de su pluma una especie de indulgencia papal, una inmunidad total ante la crítica o incluso ante el sentido común muy poco saludable.
Repetimos que la literatura alemana se encontraba entonces y se sigue encontrando hoy en estado de anarquía total. Con la única excepción de Goethe, no ha habido ningún otro nombre, ni siquiera en el área más pequeña de conocimiento o poder, que haya sido capaz de ostentar una reverencia incondicional cuando tanto en Francia como en Inglaterra basta mencionar cualquier ciencia o disciplina artística para que respondamos nombrando al especialista más destacado. La diferencia estriba en que tanto en Inglaterra como en Francia las opiniones se forman fundamentalmente en dos o tres ciudades importantes, mientras que en Alemania se pretende el liderazgo de todas las ciudades en las que hay Residenzen y universidades. El pequeño territorio con el que estuvo relacionado Goethe contaba por lo menos con dos luminarias públicas: Weimar, la Residenz o domicilio privilegiado del Gran Duque, y Jena, la universidad fundada por dicha casa. Se trata, aun así, de una diferencia que también puede explicarse debido al nerviosismo natural de la mente alemana y a su mayor energía para la especulación pura, aunque, más allá del origen o de la interpretación que se haga de él, el hecho es como lo hemos descrito: la absoluta confusión –como dijo el “viejo anarquista” de Milton– es la deidad cuyo cetro se reverencia en ese país, y fue allí, en el reino mismo del caos, donde Goethe construyó su trono. Cabe suponer que él mismo contemplaba con temor y perplejidad aquel salvaje imperio de “oscuros cimientos”. La permanencia en su posición le resultaba incierta y misteriosa en cuanto a su origen y nos lo sigue resultando hoy a nosotros, pero el simple hecho de que existiera, en contraste con la tendencia general del mundo literario alemán, ya es motivo suficiente como para justificar una reseña medianamente detallada de este hombre que –ya sea de forma natural debido a la fuerza de su ingenio o de forma accidental debido a la confabulación general– consiguió provocar ese efecto sin precedentes.
Goethe nació en el mediodía del 28 de agosto de 1749 en la casa de su padre, en Frankfurt. Las circunstancias de su nacimiento fueron hasta tal punto notables que, a menos que a Goethe le engañara su propia vanidad, provocaron una feliz revolución que hasta entonces había quedado retrasada a causa de cierta delicadeza femenina. Por algún error de la matrona que atendía a su madre, se pensó que el pequeño Goethe había nacido muerto. Era el primer hijo del matrimonio, todo el mundo estaba muy pendiente del nacimiento del pequeño y el pánico que se provocó en con- secuencia, superada ya la instancia del parto, impulsó la re- solución gubernamental (que sin duda ya reclamaba la so- ciedad) de establecer a partir de ese momento algún curso de instrucción pública para quienes se dedicaban profesio- nalmente a las delicadas tareas de comadrona.
Hemos mencionado la casa en la que nació Goethe y también la ciudad. Ambas eran extraordinarias, capaces de dejar marcas perdurables en cualquier joven medianamente sensible. En cuanto a la ciudad, su antigüedad no sólo era respetable sino incluso enigmática. En aquella época las torres se encontraban casi desmoronadas hasta unos antiguos cimientos que se remontaban a la época de Carlomagno o incluso antes, y las almenas habían sido adaptadas a las prácticas de guerra anteriores al período feudal o romance. Los usos, costumbres y privilegios locales tanto de Frankfurt como de los distritos rurales colindantes eran de la misma época. Una vez al año se celebraban muy cerca de la muralla fiestas que provenían de una antigüedad in- calculable. Todo lo que alcanzaban a ver los ojos hablaba el idioma de unos tiempos remotos; el río sobre el que había sido asentada la ciudad, su gran feria –que todavía entonces conservaba el rango de ser la más grande de la cristiandad–, su relación con el trono de César y su fundación... todo le otorgaba a Frankfurt un interés y un carácter público que superaba a todas las ciudades de Alemania y legitimaba, a través de la autoridad del Estado, una importancia que la ciudad ya tenía por sus distinciones ancestrales. La casa del padre de Goethe estaba a la altura de semejante ciudad y en armonía con el paisaje general. Estaba formada por dos casas contiguas unidas entre sí, lo que la volvía tan espaciosa como poco sólida. Con el tiempo fue creciendo un desnivel que había entre ambas debido a la diferencia entre sus plantas, con lo que se hizo necesario conectar los cuartos de un mismo espacio con varios escalones. Muchos de estos rasgos desaparecieron más tarde en la reestructuración que ordenó su padre bajo el nombre de “reparaciones” (con el objetivo de evadir una ordenanza municipal), pero durante la infancia Goethe fueron también muy antiguos la decoración y el estilo de sus muebles. No se podía esperar un gran despliegue de altas costumbres en la sociedad de Frankfurt, porque no tenía corte, universidad, instituciones cultas ni nobles que hubiesen fijado su residencia en sus alrededores. Por otra parte, como ciudad autónoma, gobernada por sus propias leyes y tribunales (un privilegio otorgado por esa autonomía tan valorada por los antiguos griegos), poseía un importante grupo de juristas y agentes de distintos rangos capaces de velar por los intereses del emperador alemán y de otros príncipes. Frankfurt contaba con los medios para garantizar el tono liberal necesario para los intereses de sus ciudadanos más ilustres y de acompañar de forma nada desdeñable tanto los movimientos políticos como los intelectuales de su tiempo. Bastan las Memorias del propio Goethe, sobre todo las fotografías que incluye de su familia y otros atisbos que se puedan tener de la sociedad doméstica alemana de la época, para darse cuenta de que el conocimiento, la verdadera cultura intelectual y el buen gusto estaban bastante asentados en la clase media alemana. Con esta vaga expresión de “clase media” me refiero a la clase que en Frankfurt componía la aristocracia, es decir, todos los que tenían acceso diario al ocio y a los ingresos regulares que facilitaban la inversión. No es necesario aclarar, ya que es un hecho aplicable a todas las clases de una sociedad, que Frankfurt ofrecía muchas y muy variadas muestras de talento en todos los ámbitos de la especulación humana.
Una vez aclaradas las posibilidades que ofrecía el lugar, resulta evidente que la mayor parte de ellas estaba sin desarrollar. Frankfurt se parecía en cierto sentido a cualquier ciudad inglesa con catedral de hace setenta años; no me re- fiero por tanto a una ciudad como Carlisle en la actualidad, donde se producen muchísimas manufacturas, sino a algo parecido a lo que hoy es Chester. El hecho de que haya una catedral, con eclesiásticos residentes que cumplen sus obligaciones hacia un establecimiento tan importante, garantiza la presencia de hombres siempre bien educados que por lo general viven con sus familias y forman el núcleo original en torno al cual no tarda en formarse una alta burguesía local que, ya sea por la educación de sus hijos o por entretenimiento social, acaba prefiriendo las ventajas de la ciudad. Allí se reúnen las tímidas y viejas damas que buscan conversación u otras formas de entretenimiento; los hipocondríacos, hombres o mujeres, que precisan el consejo de un médico a un precio que no les resulte ruinoso, y también las multitudes de bajos ingresos, para quienes esas ciudades resultan un refugio para un retiro tranquilo.
Desde cierto punto de vista, todo lo dicho es cierto, pero desde otro esas ciudades también tienen una naturaleza viciosa. Las ciudades con catedral en Inglaterra o las ciudades imperiales sin industria en Alemania se encuentran actualmente estancadas. En esos lugares los empleos públicos siguen siendo los mismos de generación en generación; la cantidad de familias de clase alta oscila un poco pero no cambia, o, lo que es igual, fluctúa dentro de límites muy pautados; el número de familias de clase más baja, compuestas en su mayoría por comerciantes o empleados, está determinado por la cantidad o –lo que en definitiva viene a ser lo mismo– por el poder económico de quienes los contratan. De todo esto se desprende que la única forma de que se genere espacio para la vida de un hombre, sea cual sea su nivel de dependencia, es la muerte de otro, y los constantes aumentos de la población deben ser asumidos por otras ciudades. Tampoco es menor la diferencia que existe entre las costumbres de las ciudades. ¡Qué notable es la diferencia entre el tono suave y urbano de las clases más bajas en las ciudades con catedral, o en un balneario lleno de damas, y la actitud atrevida y por lo general insolente de un trabajador o un obrero de Manchester o Glasgow!
Y sin embargo los niños siempre se interesan por la sociedad que los rodea, sobre todo en las cosas que afectan a sus padres. Los Goethe eran respetables y seguramente representativos de la condición general de su clase. En su libro Perfil de Goethe, una talentosa autora inglesa insiste en señalar que casi todo su desarrollo intelectual se lo debió fundamentalmente a su madre. No hay pruebas de ello, pero es cierto que la madre se gana la estima del lector por su alegría y su carácter sereno. Sale, desde luego, mucho mejor parada que ese marido mayor que ella, a quien las circunstancias convirtieron en un hombre malhumorado, inestable, por momentos caprichoso y obstinado de una forma que, señala Pope, está siempre relacionada con la insistencia en un error: “el hombre de opiniones inflexibles está siempre equivocado”, y que lastimosamente resulta tan frecuente en la actualidad que no deja demasiado margen de error al suponer que frente una cualidad ha de presumirse necesariamente la otra. El padre de Goethe era tan monótonamente obstinado al imponer sus opiniones sobre todos los que dependían de él, que si alguna vez cambiaba de actitud la familia se mostraba inmediatamente agradecida por la rareza del gesto. Por suerte para ellos, su pereza neutralizaba en parte su obstinación. En donde más se ponía de manifiesto su temperamento problemático era en todo lo referido a las lecturas religiosas de la familia. Desde que comenzaba la lectura, ya se tratara del peor libro o del mejor, del más largo o del más corto, tenían que llegar hasta la última palabra del último volumen. No había bostezo, por ostentoso que fuera, capaz de postergar la lectura, ni siquiera –agrega el hijo– cuando el que bostezaba era el propio padre. Menciona como ejemplo la Historia de los Papas, de Bowyer, cuya espantosa serie de registros, catacumbas del palacio de la Historia, tuvieron que ser enumerados de principio a fin en la desafortunada casa de Goethe.
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1 De Quincey cita la célebre frase legal latina de forma incompleta, por ser conocida por el lector de la época. Su versión completa sería: Quando res non valet ut ago, valeat quantum valere potest (‘Cuando las cosas no son necesariamente de la forma en la que se hacen, que perduren cuanto tengan que perdurar’). [Las notas con números árabes son del traductor; las con números romanos, de De Quincey.]