Me gusta mentir
Por Marcos López
Martes 30 de mayo de 2017
"Si tengo que mentir, exagerar, dar datos erróneos, en función de la contundencia y la emotividad del relato, no me importa. Me da un poco de culpa, pero sigo adelante". Dice aquí el fotógrafo y artista plástico, gran cultor de la puesta en escena. Uno de los textos de Verdad/Consecuencia, que acaba de publicar Interzona.
Por Marcos López.
Me gusta mentir. Si tengo que mentir, exagerar, dar datos erróneos, en función de la contundencia y la emotividad del relato, no me importa. Me da un poco de culpa, pero sigo adelante.
Mi madre es la única persona que se da cuenta: cuando me hacen entrevistas hablo del río Paraná, de la humedad del campo en mis pies de infancia, de mis lecturas de Juan L. Ortiz junto al río Colastiné mientras los otros niños jugaban a la pelota y yo ya iba construyendo mi paisaje interno, impregnaba mi disco duro emocional del color marrón del Paraná, el barro, los sauces…
Ella me retira la mirada y mira fijo a mi esposa para decir: “Marcos miente en las entrevistas. A él no le gustaba el río, nunca fue, y jamás en nuestra casa vi un libro de Juan L. Ortiz. Él se pasaba todo el día mirando las revistas Gente y 7 Días tirado en la cama”.
En ese tono, hace unos seis meses, escribí en Facebook que ya me estaba cansando del poplatino y que ahora me iba a poner a hacer fotos directas, en blanco y negro, sutiles, sin flash, con la Leica que me había regalado Sara Facio.
Obviamente un invento. Se me ocurría que Sara Facio nunca lo leería.
Parece que la noticia le llegó.
Ayer, cuando con varios colegas fuimos a la Alianza Francesa a una mesa redonda para festejar los cuarenta años de Editorial La Azotea, apenas llega Sara me recibe súper elegante, con su pelo blanco y su hermoso bastón de plata, me agarra del brazo y me lleva a un costado de la gente.
Hace mucho que no nos veíamos. “Vení, querido, te quiero decir algo en privado. ¿Vos andás diciendo que yo te regalé mi Leica?”. El pánico y el frío corrieron por mis venas. Comencé una explicación tartamuda tratando de decir que me había tomado una licencia poética, y me corta las excusas para decir: “Bueno, tomá. Te regalo mi Leica favorita”.
Say no more. Emoción total.
El psicólogo me dice: “Marcos, afloja con la neura, que sos un hombre de suerte, sos un hombre rico”.
Tendré que empezar a hacerle caso, relajar un poco, disfrutar la vida, y ponerme a tomar fotos con la Leica de Sara.
A mí lo que más me gusta es ir al Ejército de Salvación.
El que está en Nueva Pompeya, en la avenida Sáez. Una avenida ancha, empedrada, hermosa. No sé si será por el entusiasmo que tengo cuando voy –en general los sábados a la mañana, que hay poco tránsito, y desde mi casa de Barracas se llega en quince minutos– pero Nueva Pompeya me resulta uno de los lugares más hermosos de Buenos Aires. El espacio. Las casitas. La sensación de barrio.
Me provoca una excitación parecida a la que tengo viendo una muestra de arte que me gusta, como la gran exhibición de David Hockney que vi el año pasado en el Guggenheim de Bilbao y la película Post Tenebras Lux de Carlos Reygadas que vi en el Festival de Mar del Plata.
Después de ver la película del mexicano, salí del cine mudo. No lo podía creer. Quedé tan impresionado que no quise ver ninguna película más (salvo la mía sobre Ramón Ayala, que estaba obligado a ver porque tengo que terminar de hacer la corrección de color que, aunque si es por mí, le diría al técnico operador de video: “Arreglá el color como te parezca: con sentido común. El cielo celeste, las caras color piel, y los arboles bien verdes. El que sabe sos vos”).
La muestra de Hockney me partió la cabeza. Es mi artista favorito. Más que Berni. Creo que después de ver esa muestra y sus videos, me puse a pintar con más entusiasmo. Yo diría desborde emocional. Sobre todo cuando pinté sobre los collages de posters de museos. En formato grande.
Me acostaba a las diez y media, después de cenar con los niños, ver algo de televisión con mi esposa, como un padre de familia normal, digamos, me despertaba a las 4 de la mañana y me iba a pintar a la sala de delante de mi casa como un lobo estepario desenfrenado/empastillado. En el piso. Muchas veces pintando en calzoncillos.
Luego me volvía a acostar a las seis, para despertarme a las siete y media, cuando los niños van al colegio, como si nada hubiese pasado.
El secreto es aprender a aceptar las dualidades. Bipolaridades: yo puedo hacer un muñequito con plastilina con mi hija siguiendo las instrucciones del programa Art Attack, con absoluta ternura, placer, y agradeciendo al cielo y a la virgen de Guadalupe ese momento, y después hacer una foto de una carnicera envuelta en morcillas como si fuera una bufanda, con un cuchillo de 40 centímetros en la mano.
En el Ejército de Salvación siento algo parecido: la vibración constante de estar ante un hecho creativo, algo viviente... mirando los objetos, las acciones de la gente: una mujer sentada en el piso probándose chancletas, un padre comprando un juguete viejo para su hijo, la dinámica que tienen los empleados para llevar y traer los muebles, colchones, computadoras y apilarlos según algún criterio.
Últimamente fui muchas veces a comprar tapados de piel para colgarlos de un alambre y pinturas al óleo. Para hacer una obra en relación con la pintura, el pop art y un retrato violeta de Nicolino Locche de Martha Peluffo que desde que lo vi hace varios años no me lo puedo sacar de la cabeza.
Las ofrendas del Ekeko también las compré allí. Perritos de porcelana. Trajes.
Creo que ese recorrido comprando y eligiendo objetos, es esencial en lo que se da por llamar “el momento creativo”. Después de comprar, me vuelvo tan contento a mi casa, que me la paso conversando con el chofer del taxi flete.
Hay algo raro con los olores de segunda mano. Me da placer lo visual, lo táctil, la obsesión de la gente por comprar; pero el olor es asqueroso. Me gusta mucho más el olor del Easy de Barracas. Otro lugar que para mí es un templo de la creación. Más que inspirarme, el Easy es el lugar donde converso con los duendes internos que guían en la creación de imágenes.
En realidad lo que hago es esperar a que bajen los duendes. Que vengan las imágenes. Sin que nadie me hable, ni me pregunte nada.
Además en el verano está fresquito.
Miro los colores del plástico nuevo, las mangueras color naranja flúo, los enchapados en madera, y trato de situarme en el equilibrio exacto entre el Easy, la suciedad, pobreza y basurales que hay en Constitución, Barracas y San Telmo, y la estética del desamparo del Ejército de Salvación y del Cotolengo Don Orione. No me gusta el cambalache. Busco la sutileza. Lo mismo que me dijo una maestra de yoga: “Traten de quedarse en el instante que hay entre un pensamiento y otro”. Algo comparable a la acción de meditar: para encontrar la felicidad, hay que transitar, sentir, aceptar, tomar consciencia de que somos esa nada.
Del catálogo de la muestra “Debut y Despedida”. Buenos Aires, febrero de 2013.
