Sonetos visibles
Martes 01 de noviembre de 2011
Sobre El amante del amor, una obra de Helena Tritek basada en sonetos de William Shakespeare que está en cartel en el teatro El extranjero.
Por Florencia Parodi.
La primera obra de Helena Tritek que fui a ver fue Pessoa a persona. Tenía quince años, una edición bilingüe de Tabaquería y otros poemas, y a pesar de haber estado en contacto con el teatro desde antes, antes incluso de hacer uso de razón, me encontré en El camarín de las musas con algo que no había visto nunca sobre el escenario: una secuencia de cuadros o una articulación de movimientos sobre las palabras que armaban y desarmaban, en canon, la poesía de Fernando Pessoa. Su voz múltiple estaba puesta en secuencias de escenas, livianas pero muy potentes; varios actores eran a la vez Pessoa y todos sus heterónimos, se sacaban y se ponían el sombrero uno al lado del otro a un destiempo calculado, y cada gesto estaba enmarcado en una puesta que no paraba de potenciar los significados, de hacer oír la poesía, algo difícil de hacer oír y de hacer ver. Pero no para Tritek: es como su lengua madre.
No es el único poeta o escritor del que ha hecho un espectáculo, la plataforma creativa más natural para ella es un espacio intermedio entre la literatura y el teatro, que por la combinación de los rasgos de una y otro compone un mundo de sueño en donde las palabras además de enunciarse se recrean, toman una forma concreta, para después desaparecer por las bambalinas, y antes de que hayamos tenido tiempo para exhalar, volver a aparecer, como si tuviéramos el privilegio de Kublai Khan frente a los relatos de Marco Polo sobre las ciudades invisibles. De hecho Calvino es otro de los autores a los que Tritek dio voz, pasó también por Konstandinos Kavafis, Silvina Ocampo, Anna Ajmátova, Clarice Lispector y Vladimir Maiakovski.
En El amante del amor se ocupa nada menos que de Shakespeare, pero como la familiaridad con el lenguaje poético tiene que ver con la irreverencia y no con la intelectualidad ni con el canon, los textos que eligió para componer esta obra no son teatrales (aunque también haya ecos de La tempestad, Venus y Adonis y Cuento de invierno), lo principal son los sonetos, de los cuales leyó nueve traducciones y elaboró una décima.
Desde la primera escena los cinco actores se desplazan por todo el escenario, a lo largo de la obra Victoria Almeida (El trompo metálico), Alejandro Viola (Karabalí, el Chino de Los Amados), Stella Brandolín, Mariano Gladic y Roberto Romano encarnan tanto a hombres como mujeres, especies de duendes y de demonios, ancianos, emperatrices, nodrizas y pastores, que además de actuar, bailan, tocan instrumentos y cantan con una habilidad que no deja descansar al espectador durante noventa minutos. Vemos lenguas afuera, suena una melodía de la danza oriental de Enrique Granados, fuera de los textos y de la música el idioma en el que hablan los personajes no es exactamente inteligible, pero es claro, una imagen que se reitera es la de la distancia (giratoria) que separa a dos personas que se están por dar un beso o que bailan, el dibujo en el medio de los cuerpos.
El tema principal de la obra es el amor, pero al abordarlo aparecen la vida y la muerte, la juventud y la vejez, lo femenino y lo masculino, el erotismo, las penas, la belleza, lo miserable. El amor se presenta como lo único capaz de hacernos avanzar desde el principio hasta el final de la vida, como combustible de todo lo que se intercambia en un continuo generar de pulsiones que hace que las palabras del Bardo estén hoy como nuevas y cumplan hasta con el efecto de advertir: “Escucha, juventud, antes de tu nacer murió lo bello” o, como dictamina Almeida con una galera, frac y un látigo en la mano para dar comienzo a la obra, “todos los placeres del amor no compensarán su sufrimiento”.
En una entrevista a propósito del estreno, Helena decía: “Encontré un libro de Max Ernst y vi una pintura que seguramente tenía en la cabeza cuando armé una de la escenas de esta obra, donde una mujer arrastra con una cuerda a un hombre que parece enjaulado. Creo que un director tiene que saber de todo, tiene que tener todas las imágenes en la cabeza. Después van surgiendo, depende del momento”. En la escena a la que se refiere, el cuerpo de Victoria Almeida parece un holograma bellísimo y tira de una soga atada a un banco de madera alto dentro del cual Alejandro Viola esconde la cabeza, preso de esta criatura. Se vale de elementos mínimos: bancos, escaleras, máscaras, un ventilador viejo, pero los resultados siempre son inéditos.
“El teatro es un acto de fe, de entrega. Yo intento llegar a la emoción todo el tiempo. No siempre se logra. En algunas funciones, me escondo a ver cómo reacciona el público: si se siente tocado por lo que sucede o si se duerme”. Si espió a los espectadores en la función de El amante del amor del domingo pasado, la tercera a la que asistí desde que está en cartel, me descubrió tan emocionada como hace diez años con Pessoa.