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Los acordes, la luz, las cosas

Poesía reunida de Fondebrider

“La luz es algo blando que aceptamos sin muchas condiciones” se lee en La extraña trayectoria de la luz, de Jorge Fondebrider. Son sus poemas reunidos, los escritos entre 1982 y 2012, publicados por Bajo la luna.

Por Edgardo Scott.

Acorralado, cuestionado, Onetti siempre explicaba que la suya era una literatura de bondad. No indiferente. No pesimista. Para nada nihilista. Con la poesía de Jorge Fondebrider, La extraña trayectoria de la luz (Poemas reunidos: 1983-2013) ocurre lo mismo. Porque frente al diagnóstico inapelable de lo real, frente al diagnóstico sin piedad ni exageración, sin alarde ni lástima, qué otra cosa sino bondad y alabanza. Los versos finales del Yeats de Auden: “En la prisión de sus días, enseña al hombre libre a alabar”. 

“Hoy tengo pésimas noticias […] / La lógica del hueso es un misterio / El mundo sigue andando. Lo de siempre”. Sí: sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando (un día habría que hacer la carta astral, la genealogía de los versos de los poetas argentinos con su ascendente tanguero). Pero en las vueltas y vueltas de la vida, también está la luna, también están las ventanas, que siempre dejan ver del otro lado. La luna y las ventanas son motivos que se reiteran en los poemas de Fondebrider. “La luna es lo que veo, / la piedra al final de la avenida, / lo blanco y lo real de cada noche.”  

Lírica, a veces lo olvidamos, viene de lira. Lira, cuerdas, sonido, música. En el excelente prólogo de Fabio Morábito, está señalada la relación directa, evidente, de Fondebrider con la música. Más allá de que se manifieste como inspiración (su poemario Standards), más allá de su oído para la traducción (Fondebrider es uno de los grandes traductores argentinos), más allá de que haya escrito infinidad de artículos críticos sobre música. ¿Cuál es la dimensión musical de su poesía? Porque en la poesía, la música puede estar en el ritmo, en el tono, en la melodía –esa huella, ese dibujo, esa línea única– que traza el verso. Morábito acierta en el prólogo: está en la manera de Fondebrider de respirar. Los cantantes saben de lo clave de la respiración, de la relación que hay entre respirar y entonar, intensidad y fraseo. “Como si el tiempo de una respiración fuera el único legítimo para el quehacer poético. Pareciera que a esta poesía la rigiera la superstición de que se empieza a mentir cuando se vuelve a tomar aire.” Un ejemplo, tomado de un poema de su primer libro, Elegías: “El mar es duro azul. / La tarde es larga. / No hay énfasis en nada. / No hablemos del tedio del verano.” Cada frase como una exhalación, como una sentencia. Cada frase como un acorde, cuatro acordes en tiempo de blancas. Una melodía puede ser sencilla, pero los acordes lo cambian todo. Modulan el tono de esa melodía, su profundidad, el color, en definitiva: la luz. Ese tipo de elegante dulzura y melancolía de una canción de Bill Evans. You must believe in spring o Turn out the stars.

“Digamos que la noche puede irse adonde quiera. / Digamos que fumar no me conviene. / El corazón me sobra. / La lógica no sirve para nada.” También escribe: “Persiste el corazón como las piedras.” El corazón, las piedras, la ventana, la luz: una poesía de elementos. La poesía de Fondebrider es una poesía de apariencia módica, concreta, austera. Alerta, también. No es una poesía conceptual ni tampoco prendida a los vicios y tics de la voz, o mejor, del timbre o aliento de la voz. “La luz es algo blando que aceptamos sin muchas condiciones”. Es que la luz es la condición de ver. Su extraña trayectoria, su velocidad dicta la ceguera o la penumbra, lo nítido y lo borroso. Fondebrider ha reunido sus poemas bajo una luz que nada tiene de crepuscular; el poeta que canta al imperio de la luna, o a la luna en la ventana, dispone el corazón como las piedras, y esas piedras como cosas o palabras. Palabras plenas, que parecen mirar de frente a su origen, de cara al sol.

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