Kafka era vegetariano y le tenía miedo al teléfono
Una lectura de Cartas a Felice
Miércoles 24 de febrero de 2016
Franz Kafka le escribió más de 500 cartas a Felice Bauer, la primera de las mujeres a las que le pidió la mano. La editorial Nordica las compiló en volumen que muestra toda la intensidad del autor de La metamorfosis.
Por Valeria Tentoni.
Franz Kafka no podía llorar, le tenía miedo al teléfono y era vegetariano, como lo eran Newton, Tolstoi, Da Vinci y Einstein –a quien conoció, de hecho, en una cena–. Su padre no toleraba esa opción alimenticia: y es que él era, después de todo, hijo de un carnicero. En su presencia, Kafka comía poco, y acostumbraba a escribir después de levantados los platos en la sobremesa de la cena, mientras ese hombre al que le tenía temor y ante quien se sentía en una inferioridad abrasiva jugaba a las cartas con su madre.
Se había graduado como abogado, trabajaba en una compañía de seguros, un empleo que le dejaba las tardes libres para escribir. Tenía un solo traje decente. Dormía en un cuarto de paso en la casa familiar, ubicado entre la sala de estar y el dormitorio matrimonial, así que todos lo atravesaban como a un pasillo.
Sufría de insomnios y cefaleas. Se pasaba horas quieto, con los ojos abiertos, en la cama: “El mejor lugar para la tristeza y la meditación”. Cumplía, religiosamente, una rutina diaria de gimnasia. Lo hacía desnudo, frente a la ventana abierta, flaco como un alambre. También nadaba y observaba las recomendaciones de la medicina naturista.
Le gustaban las habitaciones de hoteles, las largas caminatas y el silencio. Apenas soportaba los ruidos: en una oportunidad tuvo que mudarse a lo de su hermana porque no toleraba el barullo de sus vecinos. Llegó a escribir líneas de este calibre: “El diminuto y jovencísimo gato que oigo lloriquear en la cocina parece que está en mi corazón”. Llegó a redactar un relato en el que describía absolutamente todos los ruidos de su casa. “A veces casi creo oír el ruido de mi trituración”.
No quería tener hijos y tardaba 20 cartas en advertírselo a una novia. “No hay nada de lo que no pueda quejarme”, escribiría. “También soy capaz de reír, no lo dudes”, acto seguido. Y, más allá:
“Nunca puede estar uno lo bastante solo cuando escribe, nunca puede uno rodearse de bastante silencio cuando escribe, la noche resulta poco nocturna, incluso. (…) Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Ir a buscarla, en camisón, a través de todas las bóvedas, sería mi único paseo”.
De todas estas cosas nos informamos leyendo la riquísima correspondencia que mantuvo entre 1912 y 1917 con Felice Bauer, su primera novia, editada por Nórdica en un tomo exquisito; un ladrillo de intensidad que nadie debería dejar pasar si se le pone delante, que se puede consumir como una tabla de chocolate en la heladera. Cuadradito a cuadradito, en la esperanza de que nunca se termine: más de 800 páginas de genio y neurosis.
Después de unos minutos de corrido de lectura, diríase que comienza la metamorfosis: uno empieza a respirar como Kafka, a sufrir y a pensar como Kafka, a maniobrar las posibilidades con los criterios lógicos de su mente perturbada, y hasta lo que a Kafka le parece un problema y en su sano juicio cualquiera pondría en segundo plano se vuelve una amenaza, un monstruo de tentáculos que se estiran hasta acariciarnos el mentón. “No hay que postrarse ante los imposibles de poca envergadura, de lo contrario los de mucha nos pasarían desapercibidos”, consejo que el escritor envía con estampillas desde Praga a Berlín, pero no sabe darse para sí.
De repente, la desesperación de Kafka comienza a ser la nuestra, y si pasaron dos días sin respuesta de Felice también nosotros empezamos a golpear el escritorio y a disparar frases como “daría mi vida por ti pero no puedo dejar de torturarte”. Aunque por la tarde llegue un telegrama urgente. Aunque ella responda con paciencia y piedad a los incesantes ruegos de Kafka (que parecen, antes, manipulaciones que confesiones) de que se dé cuenta al fin de cuán horrible es el engendro con el que cree querer casarse. Aunque insista ella en que sí, que sí, que sí quiere casarse con él. Hasta que, al fin, ya no quiere.
Una vez, dos veces.
Pero antes de eso, ambos quisieron. Y él le escribía así: “Me entró tal deseo de verla que hubiese querido apoyar la cara sobre la mesa para sentirme sostenido de algún modo”. Así: “No quiero saber cómo estás vestida, pues me alteraría de tal forma que no puedo vivir”. Le mandó un ramo de rosas con una tarjeta que decía: “Para aquello que encuentra lugar en un solo individuo, el mundo exterior es demasiado pequeño, demasiado unívoco, demasiado veraz”. O le ponía, al final: “¡Mi amor, mi amor! Me gustaría alinear esta palabra una tras otra a lo largo de páginas enteras, si no fuera porque temo que, en caso que alguien entrara en tu habitación mientras estudiabas las páginas tan uniformemente escritas, no podrías ocultarlas”.
Felice, para Kafka, surgía del sobre al igual que un buen día.
En la mañana de su cumpleaños número 30, Kafka le contó a su mamá que estaba de novio. Sus hermanas, Valli, Elli y Ottla, ya estaban casadas. Franz era el mayor. Para entonces, hacía un año que se escribía regularmente –con frecuencias de hasta una carta por día– con Felice, a quien había conocido en casa del padre de Max Brod, en Praga.
En total le mandó más de 500 sobres. Uno de ellos tenía, por caso, una carta de 40 páginas de extensión. En el origen de esa catarata, esa noche inaugural, le mostró fotos de un verano en Weimar y le tomó, por primera vez, la mano: fue para cerrar el acuerdo fantasioso de un viaje juntos a Palestina. Con la excusa de ese periplo futuro es que le escribe la primera carta, casi un mes después. “Quizás me haya presentado como mucho más complicado de lo que soy”, leemos, promediando la página.
¡Qué esperanza, Franz! “Allí donde yo me hallo no hay claridad”, se sinceraría, tiempo después. “Ojalá poseas el don de no decepcionarte”, cerca de esa línea, en otra carta, ya en confianza. La ascensión de esa confianza es lenta. Pasa del “Señorita”, al “Querida Señora”, al “Querida señorita Felice”, al “Queridísima señorita Felice”, al “Queridísima señorita”. Pasa después a comenzar sin encabezado, despegando su escritura sin mayor trámite, con un “Mi amor”. Después con un “Amor mío, ¡pobrecita tu!”. Ahí estaciona: el humor de todas las cartas venideras podría resumirse en esa manera de dirigírsele.
Cuando se piensa en cómo es posible un personaje como Bartleby, fuerza ocupar rápidamente la cabeza en la figura de su jefe, el abogado que consiente sus desmanes invisibles. Cuando se piensa en cómo son posibles cartas como las que redacta este Kafka enamorado del modo más encarajinado que a alguien se le pueda ocurrir, lo mismo: sin Felice del otro lado, insistiendo donde más de una hubiese huído, nada de todo eso hubiese sido posible. Felice, esa chica sana y alegre que en su tiempo libre bailaba tango –danza que Kafka confunde con una mejicana.
Durante el primer año de carteo, según le dice a su amada, apenas logra escribir “una línea que se sostenga en pie”. Refiere insomnios, dolores de cabeza que lo hacen retorcerse en el piso, cansancio, agotamiento, locura. Pero no es correcto decir que no escribe: Kafka escribe, sí. Cartas. Y cuando Felice deja de responderle un poco –quizás porque él le cuenta (como quien dice algo tan diurno y nada dramático como “vengo de pagar las cuentas” o “quizás mañana llueva”) que, en su estadía en un sanatorio, tiene un affaire de diez días con una joven suiza– Kafka empieza a escribirle a una amiga de Felice, Grete Bloch. Cartas y cartas. Le escribe para pedirle interceda por él ante su amiga, quien ya está al fin viendo erosionada su paciencia y comienza a alejarse.
La correspondencia entonces se divide en dos direcciones, y hasta queda sugerida la paternidad de Kafka de un hijo de esta mujer en algunas versiones de la biografía, que los editores dejan asentadas al comienzo de este bloque bifurcado. También dicen los editores que les parece poco probable una cosa así. Lo cierto es que la técnica emocional con que Kafka se dirige a Bloch –dejándole sembrados extractos de sus sueños, enviándole inclusive los mismos cuentos suyos que a la otra, flagelándose a sí mismo durante párrafos y párrafos, en ese show de masoquismo que tenía, parece, por estrategia de seducción predilecta– se parece bastante a la que usó para conseguir la mano de Felice. Y también es cierto que a mitad del tráfico epistolar con Bloch, Felice lo rechaza como marido por primera vez cuando la visita, por sorpresa, en su oficina. Y que Kafka le escribe a Grete cosas como: “Usted es demasiado importante para mí”, “Si hay algo que me haya hecho bien en los últimos dos días ha sido pensar en usted”, “No quiero ya ninguna ayuda, lo único que quiero es saber qué tal le va”, o cierra sus cartas preguntándole “¿Pero qué soy yo de usted?”.
Felice, de hecho, se da cuenta: la vez que la visita le deja, en el aire, el siguiente comentario (del que nos enteramos porque Kafka se lo transcribe a Grete): “Parece que la señorita Bloch te importa mucho”. No eran buenos tiempos para la pareja de novios, que sin embargo ya estaban presentándose familiares. Por esos días, Kafka le escribe a Felice: “Entre nosotros las cosas se han puesto actualmente de tal manera que incluso el peor de los azares es incapaz de empeorarla más”.
Y si al ingresar en estos detalles de la vida privada del autor de El Proceso nos da algo de inquietud, sepamos que Kafka, por su parte, también consultaba, como queda asentado en estas cartas, las biografías de sus referentes. Por caso, le escribre en cierto momento a Felice:
“De los cuatro seres a los que (sin pretender equipararme a ellos en cuanto a fuerza y amplitud) siento com parientes consanguíneos míos, es decir, Grillparzer, Dostoyevski, Kleist y Flaubert, solamente Dostoyevski se casó, y quizás solo Kleist, cuando, bajo la presión de aflicciones externas e internas, se pegó un pistoletazo junto al Wannsee, encontró la salida que necesitaba”.
“Únicamente hay una salida: arrojar la pluma lejos de nosotros y correr a encontrarnos”, le propone a Felice. Pero no toma esa salida. El problema, en total, que se presenta para Kafka –eso cree– es que optar por casarse con Felice sería optar, a su vez, por resignarse a no escribir. Por lo menos no sin culpa, y él ya sabe que “todo culpable se hunde cada vez más en su culpa”. Los requerimientos matrimoniales morderían del poco tiempo y energía de que disponía para sus cuentos y novelas. Eso, para él, era una amenaza peor que la muerte. “A mí no se me puede arrojar de la literatura por completo, toda vez que me he creído ya en varias ocasiones instalado en su centro, envuelto en su mejor calor”, escribió. “Es posible que mi literatura sea una nulidad, pero igualmente seguro e indudable es, en tal caso, que yo no soy absolutamente nada”, escribió. “Cuando no escribo siento como si una mano inflexible me arrojara de la vida a empujones”, escribió.
Dos veces se suspendieron las nupcias con Felice Bauer. Uno de esos compromisos se llegó hasta a publicar en la sección de sociales del diario. No fue la última mujer de la que Kafka se enamoró. No fue la última mujer a la que Kafka le enviaría líneas de esta naturaleza: “Si ha sido una estupidez, perdóname, si ha sido correcto, no es mérito mío”.