Desatanudos
Giorgio de Chirico
Martes 29 de julio de 2014
Una lectura de Hebdómeros, novela del pintor italiano que fue traducida por César Aira y acaba de publicar Mansalva.
Por Valeria Tentoni.
Fechado en 1929, París, Hebdómeros es, según indica César Aira en el prólogo, una “inesperada obra maestra”. Su aparición en la producción del italiano nacido en Grecia parece clausurar una etapa creativa venida de una “genuina inmersión en el mundo de los sueños y del inconsciente”.
“Hebdómeros es incomparable en su aliento y belleza” prosigue, antes de dar sala a su traducción, recién publicada por Mansalva. Una traducción exquisita que no debe haber sido simple de enfrentar, porque la pluma del italiano es zigzagueante y recargada y viene en velocidad, como si empujada por la previsión del desenlace. El personaje principal, que da nombre al libro, es el “espectro luminoso de Giorgio de Chirico”, como dijo Henri Parissot, y es él quien está a cargo de alimentar la combustión de imágenes con su recorrido.
La escritura, aunque resulte una obviedad indicarlo, es a pinceladas: hay por caso la descripción de la barba de un anciano como “fluvial”, hay sobre un personaje dicho: “Este hombre singular tenía un aspecto más bien petrificado”. Y es así, inclusive, para aludir al movimiento: “Tristes sapos se desplazaban con saltos fláccidos en el jardincito”. El ritmo ligero también es producto de cierta obstinación; y es que hay un par de ojos que ven más de lo que pueden pintar (o escribir), y esas visiones producen, de algún modo, una desesperación majestuosa. Para saltar de un episodio al otro, como puente, utiliza los recuerdos y las conversaciones. Falsos pasadizos a propósito de nada que lo hubiese podido, en realidad, trasladar a uno de una cosa a la otra más que por su capricho. Y cierta nostalgia que, con el final se verá, no responde tanto a la añoranza del pasado como a la imposibilidad de producir un pasado interminable. La nostalgia del infinito.
“El decorado vuelve a cambiar”, una y otra vez, y podría aplicarse aquí lo mismo que Strafacce indica para Levrero en ese prólogo delicioso que redactó para Nuestro iglú en el ártico: la preocupación capital es la del “progreso incesante del relato”. El infinito no es para nadie, pero quizás sean los artistas los únicos capaces de pretenderlo con ese tipo de resolución testaruda que ostentan quienes se saben vencidos aun ganando. Y aunque las prosas de uno y otro sean tan disímiles, sí se emparentan en esa suerte de urgencia que maravilla. El lector, con de Chirico, también pierde el aliento: no tiene tiempo para preguntarse qué va a pasar, pero lo cierto es que, en este caso, tampoco interesa. Uno deja de esperar linealidad a la tercera o cuarta página y, junto con esa rescisión, se produce un efecto de entrega feliz en quien continúa pasando las páginas (algo que convendría no interrumpir hasta el final porque este no es, justamente por eso, un libro que tolere demasiado bien un señalador o un doblez en la punta de sus hojas hasta el día siguiente).
Hebdómeros funciona como una gran barca en la que nos acuna el curioso océano virulento del pintor y, como todos sabemos, despertar en medio de un sueño no produce otra cosa que la terrible sensación de haber sido atacados a piedrazos por la realidad. “Una experiencia de lectura que desafía la atención, entre la alucinación y la amnesia, modelo de libertad, de rara elegancia, de triunfo donde casi todos fracasan: en el uso literario del material onírico”, explica Aira. John Ashbery, por su parte, se refiere a su “calidad hipnótica”.
Al estadounidense se lo cita, en la contratapa, también aludiendo a los “pronunciamientos” de Hebdómeros, para referirse a los largos despachos de reflexión de este personaje, a los que no puede resistirse cuando siente “nacer en él la elocuencia”. Uno, por bellísimo, poderoso y pataleador, voy a transcribirlo aquí para terminar, muy segura de que no me ha sido posible hacer con solvencia una lectura de este libro, demasiado hermoso y extraño y por tanto distante como para que pueda tocarlo con algún adjetivo y, por eso, a salvo de que pueda contaminarlo. Aunque, me parece, no hay nada que distinga mejor la calidad de un libro que la imposibilidad de referírsele del todo, si bien mi incapacidad no necesita de tanto para quedar en evidencia.
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Y si a veces Hebdómeros se dejaba llevar por una confianza excesiva, no significaba que fuera un ingenuo o un exaltado; quería creer, se obligaba a creer que tal o cual hombre era inteligente; y entonces lo afirmaba con toda su voz entre amigos y conocidos, y trataba de engañarse a sí mismo; y sin embargo sabía que en el fondo no era realmente así; en esa gente de mirada inquieta e irritada, en esos intelectuales impotentes y resentidos que temían y odiaban la ironía y el verdadero talento y frecuentaban ciertos cafés a los que llegaban trayendo bajo el brazo, como una reliquia, el último volumen de su poeta preferido, que fatalmente era como ellos un impotente y un estéril constipado con el que se identificaban perfectamente, pero que el azar benigno y una combinación de circunstancias había hecho famoso, dándole así la dulce ilusión de la gloria, en esa gente que posaba entonces sobre la mesa, junto a su café con crema, el volumen adorado, en edición de pocos ejemplares numerados, con cada página de papel Japón manchada en el centro con dos o tres breves líneas de tonterías seudo herméticas y pamplinas pretenciosas, en toda esa gente que reconocía de inmediato por ciertos signos externos que no engañaban nunca, en todas esas vergüenzas del arte y la literatura, hombres de mirada suspicaz, cuya boca no había reído jamás con franqueza, Hebdómeros sentía algo atado, sentía que un nudo les impedía mover libremente los brazos y las piernas, correr, saltar, nadar y zambullirse, contar algo con ingenio, escribir y pintar, en una palabra, comprender. (…) Los hombres-nudo, como los llamaba, eran para Hebdómeros el símbolo vivo y ambulante de la estupidez humana”.
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Notas relacionadas
Máquina sobrehumana de narrar, prólogo de César Aira
El viejo sabor de la aventura literaria en la garganta, el prólogo de Strafacce a Levrero citado en la nota