Antes que termine el invierno
Philip Larkin
Una novela de Philip Larkin
Martes 06 de setiembre de 2016
Con traducción de Marcelo Cohen, editorial Impedimenta hace circular la última novela del poeta inglés Philip Larkin, quien trabajara durante más de 30 años como bibliotecario, al igual que su protagonista.
Por Valeria Tentoni.
“El mar estaba en calma y cuando se alzaba una ola la luz del sol la atravesaba como a una ventana verde y transparente”, se lee en el inicio de la segunda parte de Una chica en invierno, novela del inglés Philip Larkin, quien rechazara en 1984 el lugar de poeta laureado del Reino Unido —honor que sí aceptó, por caso, otro como Ted Hughes—.
Y es que la fama de Larkin se debe más a su poesía que a su narrativa, aunque fue la aparición de la segunda lo que habilitó la de la otra: “A punto de sacar a la luz su primera novela, Jill (1946), su editor le preguntó si también escribía poesía”, narra desde la solapa Impedimenta, su versión maravillosa en papel y en español. Fueron cinco en total las novelas que escribió el autor de Las bodas de pentecostés, y tres las que destruyó. Una chica en invierno salió originalmente por Faber & Faber y es la última que logró completar.
En esta edición, el traductor es nada más y nada menos que Marcelo Cohen, quien ya había trabajado a Larkin para Gog y Magog con Ventanas altas. Ese, grandísimo poemario acerca de la vejez y de cómo se abandonan al mundo y a la ansiedad de la vida, ese libro, ¡ese libro revelador! Dan ganas de llorar de pena y de piedad y de agradecimiento y de cierto pánico sereno al leerlo. También dan ganas de poner la mano en la hornalla antes de intentar escribir un verso.
Pues bien, no es menos conmocionante leer esta novela, aunque por otros motivos. De estructura simétrica, redacción elegantísima y una trama simple que desemboca en un final de acordes menores, su desarrollo de casi trescientas páginas sostiene la evolución de un personaje hacia el umbral de la soledad, ese territorio que Larkin dominaba tan bien. Por caso, en "Vers de societé". Por caso, en “Mr. Bleaney”, de su poemario más conocido, en el que alguien entra a la habitación alquilada en que vivía un recién muerto, y cuya última estrofa va, después de enunciar todo lo que el testigo sí sabía del ido:
“Mas si de pie miraba el viento gélido
deshacer nubes; si en la rancia cama
se decía que eso era el hogar
y estremecido y sin quitarse el miedo
de que somos la forma en que vivimos
y de que no contar más que, a su edad,
con un cuarto alquilado era la prueba
de no merecer más, ya no lo sé”.
En Una chica en invierno hay una soledad joven, forzada por el drama bélico también. No como la del señor Bleaney. No como la del hombre que en Ventanas altas está ante los “lobos del recuerdo”, ante el derrumbe de la fe en esa idea bruta y pueril y necesaria para mantenerse andando: “Las cosas son más duras que nosotros / y, por grande que sea el estropicio/ la tierra no dejará de responder; / tiremos, si hace falta, la basura al mar: / a lo lejos la marea sigue limpia”. La chica que está en el invierno de esta novela, sin embargo, todavía puede creer, por ejemplo, en cosas como esas. Aunque hay algo seguro: la duda comienza, sutilmente, al fin a aguijonearla.
“—Creo que ya podemos volver a casa, aunque nos empapemos los zapatos —dijo—. En alguna parte debería haber un arcoíris. —Oteó el cielo—. Pero no lo veo.” Así cierra uno de los capítulos donde se narran las vacaciones en que se conocen los dos adolescentes que eran, hasta entonces, amigos por carta: Katherine y Robin. Y en ese diálogo de dos personas que ignoran lo que la adultez hará con ellos hay algo que retorna al final de la historia. Una especie de vaticinio.
Katherine, la protagonista mencionada, trabaja en una biblioteca. Allí la encontramos al comenzar: ya no es la chica extranjera recibida alegremente por una familia en el campo para pasar unos días de intercambio. Ya no es tan joven, ya no es tan indudablemente más larga la sombra que el sol proyecta cuando está a sus espaldas que cuando lo tiene de frente. El futuro la recibe como refugiada en un escenario de guerra, donde también hay un jefe que la maltrata y la enloquece, algunas compañeras que ejercitan microtraiciones en su contra, un departamento en el que vive sola y hace casi tanto frío como afuera, y una línea de colectivo que la devuelve, de noche, al silencio espeso de la nieve.
Una chica en invierno es al fin la historia de un congelamiento privado. Con la misma delicadeza con que se tallan los hielos cristalinos, elabora el poeta el perfil de Katherine. Lo hace usando además de una gracia descriptiva arrolladora al resto de los personajes, elenco que dispone alrededor de la temperatura del corazón de esa bibliotecaria.
Bibliotecario también era Larkin, además de crítico de jazz. Se pasó casi treinta años metido en la Biblioteca Brynmor Jones de la Universidad de Hull, y fueron esos también sus años de mayor producción: escribía al volver del trabajo, en su casa. De su experiencia se habrá informado para componer las escenas y situaciones que se detallan en ese escenario tan particular. Uno en el que, por razones desconocidas, se desempeñan generalmente personas de excentricidades polvorientas y tristes. Y Katherine no es la excepción.
Como un puño, el primer párrafo de la novela rompe el silencio desde abajo. Queda acá, transcripto, a modo de incitación para los lectores que vendrán para este libro:
"Durante la noche había dejado de nevar, pero, como seguía helando y los copos no se derretían, la gente comentaba que aún nevaría más. E incluso cuando la nieve empezó a fundirse, no les quitó la razón, porque no se veía el sol sino una vasta y única capa de nubes sobre los bosques. En contraste con la nieve, el cielo era marrón. Sin la nieve, en realidad, la mañana habría parecido un anochecer de enero, pues la luz daba la impresión de surgir directamente de ella".