Borges
Martes 12 de abril de 2011
¿Estaba enamorado Borges de María Kodama?
Por Juan Martini.
Foto: Jorge Luis Borges y María Kodama circa 1975
¿Estaba enamorado Borges de María Kodama? El testamento y las decisiones que ha tomado Kodama desde 1986 sobre su obra han despertado polémicas y desatado injurias como si ella se hubiese aprovechado de su vínculo con Borges para actuar en provecho exclusivamente propio. Pero lo cierto es que en los últimos 15 años de vida de Borges nadie lo atendió y cuidó como Kodama, y nadie tuvo posibilidad de escuchar sus deseos como ella. Poco importa hoy entonces que a alguien la parezca mal o bien que la obra de Borges pase mediante un contrato de dos millones de euros de Emecé a Random House, que se reediten libros que Borges no quiso reeditar en vida, o que siga enterrado en el cementerio Plain Palais de Ginebra.
Cuando caminaban juntos, es decir casi siempre que Borges caminaba, era él el que la llevaba del brazo. Y entonces era visible que el gesto de Borges, antes que el de un ciego, era el gesto de un compadrito: el gesto firme y orgulloso del hombre que no sólo está con la mujer que quiere estar sino que dice Esta mujer es mía.
Desde que la conoció hasta el fin de sus días Borges hablaba para ella, recitaba para ella y escribía para ella. No sólo le dio forma excelente a un texto confesional y demasiado célebre (“El amenazado”, en El oro de los tigres, 1972): también le dedicó por lo menos cuatro libros: Historia de la noche (1977), La cifra (1981), Atlas (1984) y Los conjurados (1985). La dedicatoria de La cifra, bajo el título de “Inscripción”, es quizás una de las más bellas que se han escrito nunca. Cito sólo las últimas líneas:
Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre. Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines del Oriente, cuánto Virgilio.
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Borges llegó a Bercelona en abril de 1980 después de recibir en Madrid el Premio Cervantes correspondiente a 1979. Pocos meses más adelante lo recibiría Juan Carlos Onetti que acababa de publicar Dejemos hablar al viento, la novela en la que se incendia Santa María. Borges llegó con Kodama y la editorial Bruguera los hospedó en el hotel Princesa Sofía (después Reina Sofía): una suite con dos dormitorios, rosas para María y la edición de la Prosa Completa en dos tomos que acababa de salir. Se les había alquilado para sus traslados y paseos un Mercedes con chofer y Borges debía dar una conferencia en un ciclo organizado por la editorial en el que también participaban Onetti, Arreola, Semprún, Calvino, Soriano, Valverde (traductor del Ulises), Alberti, Sciascia y otros. Borges no quiso descansar. Subió apenas unos minutos y bajó en seguida para tomar un té. Sus primeras palabras entonces fueron: ¡Qué linda edición. Y que buena tipografía, bien legible! A veces era difícil saber cuándo hablaba en serio y cuándo lo hacía con sentido del humor o ironías.
Pero antes, a la salida del aeropuerto, ni bien nos acomodamos en el asiento trasero del auto, Borges en el medio, María a la derecha y yo a la izquierda, con las dos manos apoyadas en lo alto de su bastón, dijo: É arrivato il fascista Borges. No fui capaz de decir una sola palabra. Se hizo un silencio breve. Y entonces María Kodama me explicó que ese había sido el título del diario comunista italiano L’Unitá, unos días atrás, cuando Borges llegó para recibir un premio. Y Borges repitió: É arrivato il fascista Borges. Estaba molesto, herido, y avergonzado.
Después del té salimos del hotel para dar un paseo corto por la Diagonal. En la puerta había un grupo de argentinos y catalanes que lo esperaban. Uno de ellos se le acercó, le dio un libro y le dijo: Borges, soy un escritor argentino. Borges se detuvo, giró la cabeza y le contestó: ¡Que casualidad. Yo también!
Abril de 1980: Borges llega a Barcelona
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La ceguera de Borges producía efectos inesperados: a veces uno se olvidaba que era ciego; a veces no se podía dejar de pensar que lo era. Pero siempre daba la impresión de que no le importaba nada, ser ciego, e incluso -en ocasiones- que se sentía cómodo siéndolo, como si ser ciego fuese otro don que lo libraba de algo indeseable. En algunas oportunidades la tentación era pensar que, consciente de la grandeza de su obra, y ciego, sin ver, hablaba para la historia: no miraba a nadie, la mirada parecía elevada hacia un punto ligeramente por encima de su interlocutor o del público, al frente, y aferrado al bastón o con los brazos apoyados en una mesa, hablaba. Borges no dejaba de hablar. Citaba todo el tiempo poetas conocidos y desconocidos, relataba leyendas, se detenía -siempre se detenía- en etimologías y apellidos. Jamás se detenía en asuntos personales y sólo era decididamente irónico para hablar de algunos libros o autores. Por otro lado, no era del todo cierto que se jactaba de lo que había leído y no de lo que había escrito. Sabía que su obra era tan original y trascendente que no necesitaba jactarse de ella ni escuchar opiniones o elogios. En este punto Borges no necesitaba consuelo. Sí, es más que probable, en la región más despoblada de su ser: la de los sentimientos.
Todas las veces que lo vi, todo el tiempo que compartimos en esos días, tuve un miedo infinito de que me reprochara algo imperdonable: yo me había olvidado de incluir “Evaristo Carriego” (1930) en la primera edición de su Prosa Completa que acababa de publicar Bruguera. No sé cómo, pero me olvidé de ese libro liminar que, en “Las misas herejes”, su tercer capítulo, dice:
Todo escritor empieza por un concepto ingenuamente físico de lo que es arte. Un libro, para él, no es una expresión o una concatenación de expresiones, sino literalmente un volumen, un prisma de seis caras rectangulares hecho de finas láminas de papel que deben presentar una carátula, una falsa carátula, un epígrafe en bastardilla, un prefacio en una cursiva mayor, nueve o diez partes con una versal al principio, un índice de materias, un ex libris con un relojito de arena y con un resuelto latín, una concisa fe de erratas, unas hojas en blanco, un colofón interlineado y un pie de imprenta: objetos que es sabido constituyen el arte de escribir.
Pero no me lo reprochó. Porque no se dio cuenta o porque su discreción se lo impidió. Nadie, por otro lado, nunca, allá o acá, me señaló la ausencia. Y sólo respiré con alivio cuando lo incluí en la segunda edición. En cualquier caso, Borges no se tomaba demasiado en serio y podía permitirse entonces gestos benovelentes o ironías también para consigo mismo: Existe una tradición nórdica -decía- que consiste en no darle el Premio Nobel a Borges.
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Las conferencias del ciclo que organizó Bruguera se daban en el auditorio de la Alianza Francesa, un salón con capacidad para 500 personas. Ya desde su paso por Madrid era palpable el interés que despertaba escucharlo y la editorial solicitó para su charla el salón de actos de la Universidad de Barcelona. Ese día 2.000 personas, estudiantes, profesores y público en general lo llenaron. No cabía un alma más. Borges habló de literatura, de poetas, citó a Hördelin, a Verlaine y a Samuel Johnson. Y habló de política. Hizo una pausa después de hablar de Johnson, y entonces dijo: É arrivato il fascista Borges. A continuación contó por qué L’Unitá lo había tratado así en Italia y declaró con tono emocionado que cerca ya de su muerte él regresaba a las ideas de su juventud, proclamó que detestaba todos los poderes, recordó los poemas de un libro escrito a los 17 años, Los himnos rojos, en el que elogiaba la Revolución de Octubre, y declaró su renovada inclinación hacia el anarquismo. El salón de actos de la Universidad de Barcelona explotó en una larga ovación y en un aplauso interminable. De vuelta en Buenos Aires Borges hizo una declaración pública en la que se retractó de sus declaraciones anteriores y manifestó su rechazo a la dictadura de Videla. Sus palabras fueron reproducidas por el diario El País, en España, y por otros diarios europeos.
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La última noche de Borges en Barcelona fuimos a comer a una buena parrilla argentina que, si no me equivoco, quedaba en la Diagonal no muy lejos del Paseo de Gracia. Éramos, por suerte, muy pocos. Borges, María Kodama, Onetti, Dolly Muhr, un ejecutivo de Bruguera, mi ex mujer y yo. Onetti, en su charla en la Alianza Francesa, había sido muy duro con Borges por las declaraciones que había hecho sobre la junta militar en Argentina y sobre Pinochet en Chile. Borges no había podido llegar a la charla de Onetti. Pero Onetti fue a esta cena. Me tocó sentarme a la izquierda de Borges. A su derecha, obvio, se sentó Kodama. Onetti se pasó toda la comida sin hablar. Sólo escuchaba. Y si se trataba de escuchar, el único que seguía hablando era Borges. Entonces vi cómo María Kodama cortaba en trozos pequeños el jamón crudo que había pedido Borges y cómo Borges tanteaba el plato con la mano derecha y se llevaba a la boca el jamón. Después comió un bife con papas fritas, cortado puntualmente por Kodama. Y para terminar pidió un flan con dulce de leche. Y hablaba, Borges, sin parar, de etimologías, de mitos escandinavos y de costumbres de sociedades remotas. A la hora del café Borges y Kodama protagonizaron un juego que parecía ensayado mil veces. Borges le pidió a Kodama que recitara en finlandés y le prometió que si lo hacía él recitaría después en inglés antiguo. Vi a Borges, de pronto, mientras conversábamos, sacar de un bolsillo del saco un alicate típico y cortarse una uña debajo de la mesa. Nadie se enteró. Él y Kodama recitaron, fueron cordiales y simpáticos, y por último Onetti, sorpresivamente, se aproximó y le habló: Usted no sabe cómo me llamo yo, le dijo con una sonrisa. Borges hizo como que lo miraba y se quedó callado un instante con la boca apenas entreabierta. Después le contestó: Discúlpeme, pero creo recordar que sí. No -insistió Onetti-. Fijesé, mi segundo apellido es Borges. Lo cual era rigurosamente cierto. Entonces Borges también sonrió. Y le dijo a Onetti: Yo sabía que le había copiado algo a usted.