Bar & Librería
Martes 30 de agosto de 2011
El punto de intersección privilegiado del café con la literatura.
Por Juan Martini.
Me gusta ir a los bares. Me gusta ir a desayunar y a leer el diario a los bares. Me gusta mirar a la gente, escuchar los comentarios, oler el olor a café de las máquinas express. Después me voy, camino, me olvido de los bares. No escribo, en los bares, ni el cuento ni la novela que estoy escribiendo. Pero a veces voy a los bares y tomo notas para esta columna, o la pienso, o le busco las imágenes con la que subirá el martes siguiente al blog de Eterna Cadencia. Y a veces, muchas veces, los bares aparecen en mis libros.
Me gusta ir a los bares y encontrarme de casualidad con Martín Kohan que a veces amontona una pila de diarios sobre su mesa, los lee todos y yo pienso que lo hace para la columna que escribe en el diario Perfil y que es la única columna que leo de todas las columnas que aparecen en el diario Perfil. Un día de la semana pasada, creo que era el jueves, fui a Dain a tomar un café, a buscar fotos para El cronista accidental y a ver qué onda Dain, tan recién abierta, tan luminosa, tan 2.0 en la generación de librerías de Palermo, y Martín Kohan estaba leyendo el Martín Fierro. Charlamos un rato de un libro sobre sagas y épicas editado por la Facultad de Lenguas de la Universidad de Córdoba. El trabajo de Martín Kohan empieza por donde me gustó que empezara: La épica es ni más ni menos que el punto de intersección privilegiado de la guerra con la literatura, dice.
Me gusta ir a los bares de las librerías. También se pueden hojear libros. O espiar qué lee la gente. Por ejemplo, hace dos o tres meses, en Libros del Pasaje vi a una chica holandesa hojeando un libro que de inmediato me dio ganas de comprar y leer: Colocados / Lo que hay que saber sobre las drogas más consumidas, desde el alcohol hasta el éxtasis. Uno siempre desea, o yo siempre deseo o espero, que el libro en cuestión no tenga atrás al Office of National Drug Control Policy de los Estados Unicos, o a cualquier otra oficina de los Estados Unidos empezando por el Pentágono o el Departamento de Estado, y que sea, en rigor, un libro fundamentado y objetivo... Bueno, casi nunca lo es. Colocados ya no quedaba en Libros del Pasaje, la chica holandesa se había llevado el último. Lo conseguí dos días después en otra librería. No es un panfleto en contra de las drogas. Hay cosas que está bueno enterarse. Pero al final termina condenándolas a todas, incluso a las que no se ha logrado probarles efectos definitivamente malignos como a la marihuana.
Eso pasa, también, por entusiasmarse apresuradamente con cualquier cosa en los bares de las librerías que tienen bares.
Pero no todo son sinsabores cuando uno espía qué leen los otros. Una tarde, así, descubrí en Crack-Up que hay una nueva edición de La montaña mágica de Thomas Mann y se me antojó comprobar si esa nueva edición terminaba exactamente con la misma frase con que recordaba que terminaba la edición que leí hace no sé cuántos años. Fui a la mesa de novedades, busqué el libro, volví al bar con una inquietud que se parecía a los latidos de mi corazón pero más rápidos, me senté, terminé el último trago que me quedaba de café, busqué el final y sí, ahí estaba, palabra más o menos, la frase que recordaba. El final de La montaña mágica dice:
De esta fiesta mundial de la muerte, de este temible ardor febril que incendia el cielo lluvioso del crepúsculo, ¿se elevará algún día el amor?