Encuentro fortuito
Pequeños viajes, grandes travesías
Miércoles 18 de marzo de 2020
"En realidad, uno nunca sabe a qué lugar está yendo. La noción de itinerario altera indefectiblemente su sentido", escribe el autor de Tres monedas en esta, su primera entrega de una nueva serie de columnas.
Por Jorge Consiglio.
Un viaje corto, un recorrido de 7 kilómetros entre dos barrios de la ciudad —desde Once a Paternal, por ejemplo— abre paisajes inesperados. En realidad, uno nunca sabe a qué lugar está yendo. La noción de itinerario altera indefectiblemente su sentido. Es un hecho: la ruta modifica el punto de vista, lo encrespa. Esa es la resonancia. En el interior de los transportes públicos y privados se generan comunidades transitorias, fortuitas, con reglas propias; comunidades que, en algún punto, ponen en tensión la identidad.
Hay una historia. De taxis, esta vez. Una sola consonante en el apellido. Lo pronuncia y le preguntan si tiene antepasados japoneses. Dice que su abuelo paterno era italiano, que nació en Taormina, Sicilia; pero su cara redonda y los ojos rasgados discuten con lo que afirma. La mayoría de la gente cree que ella juega. Vive cerca de la estación Lanús y sale con el dueño de un restaurante del centro de la ciudad. Los dos toman mucho y la relación tiende a hacerse compleja. Discuten a los gritos, cualquier cosa los enciende, se tiran cosas. Una noche, llegaron a romper media docena de platos. Hoy, salen en el auto y se pelean en Constitución. Él clava los frenos en una esquina y le pide que se baje. Ella se resiste, quiere que la lleve hasta su casa y no hablarle en todo el viaje. Siente que él merece un castigo formidable, pero la discusión es tan desgastante —tan inconducente— que termina cediendo: lo deja con la palabra en la boca. Es un día de fines de febrero. La noche está pegajosa y ahora ella camina por la calle Salta. Está apenas borracha, se tomó algunos tragos con vodka. Por eso reacciona cuando se le acerca alguien e intenta robarle la cartera. La retiene con todas sus fuerzas. Ella y su agresor terminan en el piso. Pasan algunos minutos, pero como el escándalo no le conviene a nadie, las cosas entran en su cauce. Ella, entonces, se levanta y se apoya en una vidriera para reponerse del mal momento. Después, decide tomar un taxi.
*
Se sube a un Siena impecable. El tipo, un veterano de bigote color habano, la observa por el retrovisor y comprende enseguida la situación: alcohol, discusión, angustia. Ella le indica el destino, abraza la cartera y se queda dormida. El veterano baja la música, en la radio pasan un viejo tema de Stevie Wonder. Se concentra en la ruta. Avanza por Pavón y en la esquina de San José gira a la derecha. En Juan de Garay lo detiene el semáforo. Se fija en una Suzuki estacionada. La moto refracta la luz de mercurio: el carenado es gris metalizado. Por la ventanilla entra olor a panadería. El taxista carga aire en los pulmones y mira otra vez por el espejo. Ve que a ella le baja una lágrima por la mejilla. Es una reacción que, aparentemente, no depende de su ánimo, sino que, más bien, parece estar relacionada con una cuestión de gravedad; sin embargo, algo de la circunstancia hace que la mujer se despierte —sufra un leve escalofrío— y se entregue, de inmediato, a un llanto espasmódico y aliviador. El taxista para el auto, gira en el asiento y la consuela. Como no sabe qué decirle, empieza con un discurso escandalosamente trivial. Y cuando se queda sin palabras, la invita a tomar un café.
Encuentran un bar abierto en Avellaneda, a una cuadra de Mitre. Se ven las caras, pero los dos notan que se entendían mejor en el auto. Entonces, vuelven al taxi y se sientan uno junto a otro en los asientos de adelante. Están un rato en silencio y, como si fuera algo inesperado, se besan. La cabina del Siena es como un claro en el bosque, una luz amenazada por la oscuridad. Por la ventanilla izquierda, apenas abierta, entra una brisa fresca. Esa noche, él duerme en la casa de ella. A la mañana, comparten otro café, esta vez instantáneo y, después de eso, él se va. Esa es la secuencia, las cosas tal como ocurren. En adelante, sin proponérselo, empiezan una relación imprevisible. El vínculo, de alguna manera, se funda en el desplazamiento, acepta lo espontáneo y, por lo tanto, las frustraciones inmerecidas. Los dos forman parte de una escena incompleta, y esa condición los preserva. Parecen cómodos con esa dialéctica que, quizás, tenga que ver con el taxi como fundador del encuentro. Cada tanto, él la pasa a buscar en el auto, dan un par de vueltas por el barrio y toman la ruta. Pasan la noche en el hotel Mazzini de Chascomús. Mientras la mujer duerme, él le acaricia el pelo y la mira. Ella se despierta. Siente, entonces, que no conoce al hombre que la acompaña, que es alguien, a ciencia cierta, con quien no debería estar compartiendo tal grado de intimidad.