Ensayos

La realidad y la ficción

Por José Carlos Mariátegui

"Wilde afirmaba que la bruma de Londres había sido inventada por la pintura. No es cierto, decía, que el arte copia a la naturaleza". Leé un ensayo de 1926 por el escritor, periodista y pensador político peruano, incluido en la Antología de Siglo XXI Editores. 

Por José Carlos Mariátegui.

 

La fantasía recupera sus fueros y sus posiciones en la literatura occidental. Oscar Wilde resulta un maestro de la estética contemporánea. Su actual magisterio no depende de su obra ni de su vida, sino de su concepción de las cosas y del arte. Vivimos en una época propicia a sus paradojas. Wilde afirmaba que la bruma de Londres había sido inventada por la pintura. No es cierto, decía, que el arte copia a la naturaleza. Es la naturaleza la que copia al arte. Massimo Bontempelli, en nuestros días, extrema esta tesis. Según una bizarra teoría bontempelliana, sacada de una meditación de verano en una aldea de montaña, la tierra en su primera edad era casi exclusivamente mineral. No existían sino el hombre y la piedra. El hombre se alimentaba de sustancias minerales. Pero su imaginación descubrió los otros dos reinos de la naturaleza. Los árboles, los animales fueron imaginados por los artistas. Seres y plantas, después de haber existido idealmente en el arte, empezaron a existir realmente en la naturaleza. Amueblado así el planeta, la imaginación del hombre creó nuevas cosas. Aparecieron las máquinas. Nació la civilización mecánica. La tierra fue electrificada y mecanizada. Mas, después de que el maquinismo hubo alcanzado su plenitud, el proceso se repitió a la inversa. Minerales, vegetales, máquinas, etc., fueron reabsorbidos por la naturaleza. La tierra se petrificó, se mineralizó gradualmente hasta volver a su primitivo estado. Esta evolución se ha cumplido muchas veces. Hoy el mundo está una vez más en su período de mecánica y de maquinismo.

Bontempelli es uno de los literatos más en boga de la Italia contemporánea. Hace algunos años, cuando en la literatura italiana dominaba el verismo, su libro habría tenido una suerte distinta. Bontempelli, que en sus comienzos fue más o menos clasicista, no lo habría escrito. Hoy es un pirandelliano; ayer habría sido un dannunziano.

¿Un dannunziano? ¿Pero en D’Annunzio no encontramos también más ficción que realismo? La fantasia de D’Annunzio está más en lo externo que en lo interno de sus obras. D’Annunzio vestía fantástica, bizantinamente sus novelas; pero el esqueleto de estas no se diferenciaba mucho de las novelas naturalistas. D’Annunzio trataba de ser aristocrático; pero no se atrevía a ser inverosímil. Pirandello, en cambio, en una novela desnuda de decorado, sencilla de forma, como El difunto Matías Pascal, presentó un caso que la crítica tachó enseguida de extraordinario e inverosímil, pero que, años después, la vida reprodujo fielmente.

El realismo nos alejaba en la literatura de la realidad. La experiencia realista no nos ha servido sino para demostrarnos que solo podemos encontrar la realidad por los caminos de la fantasía. Y esto ha producido el suprarrealismo, que no es solo una escuela o un movimiento de la literatura francesa sino una tendencia, una vía de la literatura mundial. Suprarrealista es el italiano Pirandello. Suprarrealista es el norteamericano Waldo Frank, suprarrealista es el rumano Panait Istrati. Suprarrealista es el ruso Borís Pilniak. Nada importa que trabajen fuera y lejos del manípulo suprarrealista que acaudillan, en París, Aragon, Breton, Éluard y Soupault.

Pero la ficción no es libre. Más que descubrirnos lo maravilloso, parece destinada a revelarnos lo real. La fantasía, cuando no nos acerca a la realidad, nos sirve bien poco. Los filósofos se valen de conceptos falsos para arribar a la verdad. Los literatos usan la ficción con el mismo objeto. La fantasía no tiene valor sino cuando crea algo real. Esta es su limitación. Este es su drama.

La muerte del viejo realismo no ha perjudicado absolutamente el conocimiento de la realidad. Por el contrario, lo ha facilitado. Nos ha liberado de dogmas y de prejuicios que lo estrechaban. En lo inverosímil hay a veces más verdad, más humanidad que en lo verosímil. En el abismo del alma humana cala más hondo una farsa inverosímil de Pirandello que una comedia verosímil del señor Capus. Y El estupendo cornudo del genial Fernand Crommelynck1 vale, ciertamente, más que todo el mediocre teatro francés de adulterios y divorcios a que pertenecen El adversario y La Falena. 2

El prejuicio de lo verosímil aparece hoy como uno de los que más han estorbado al arte. Los artistas de espíritu más moderado se rebelan violentamente contra él. “La vida” –escribe Pirandello–,

para todas las descaradas absurdidades, pequeñas y grandes, de que está bellamente llena, tiene el inestimable privilegio de poder prescindir de aquella verosimilitud a la cual el arte se ve obligado a obedecer. Las absurdidades de la vida tienen necesidad de parecer verosímiles porque son verdaderas. Al contrario de las del arte, que para parecer verdaderas tienen necesidad de ser verosímiles.

Liberados de esta traba, los artistas pueden lanzarse a la conquista de nuevos horizontes. Se escriben, en nuestros días, obras que, sin esta libertad, no serían posibles. La Jeanne d’Arc de Joseph Delteil,3 por ejemplo. En esta novela, Delteil nos presenta a la Doncella de Domrémy dialogando, ingenua y naturalmente, como con dos muchachas de la campiña, con Santa Catalina y Santa Margarita. El milagro es narrado con la misma sencillez, con el mismo candor que en la fábula de los niños. Lo inverosímil de esta novela no pretende ser verosímil. Y es, así, admitiendo el milagro –esto es lo maravilloso– como nos aproximamos más a la verdad sobre la Doncella. El libro de Joseph Delteil nos ofrece una imagen más verídica y viviente de Juana de Arco que el libro de Anatole France. De este nuevo concepto de lo real extrae la literatura moderna una de sus mejores energías. Lo que la anarquiza no es la fantasía en sí misma. Es esa exasperación del individuo y del subjetivismo que constituye uno de los síntomas de la crisis de la civilización occidental. La raíz de su mal no hay que buscarla en su exceso de ficciones, sino en la falta de una gran ficción que pueda ser su mito y su estrella.

 

 

 

 

--

1 Le cocu magnifique, París, La Sirène, 1921. [N. de E.]

2 Muy probable alusión a L’Adversaire (de Alfred Capus y Emmanuel Arène) y a Le Phalène de Henry Bataille. [N. de E.]

3 Jeanne d’Arc, París, Grasset, 1925. Mariátegui escribe otro ensayo sobre este libro. [N. de E.]

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