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Proust, Ferreyra, Kafka

Una escena proustiana de La familia, de Gustavo Ferreyra (Alfaguara), da cuenta de cuánto de atroz y pesadilla hay en la sociedad.

Por Martín Kohan.

Es difícil concebir una escena tan perfectamente compuesta de cobijo y desamparo, de seguridad y de zozobra, de ilusión y de fragilidad, como aquella que describió Marcel Proust en el comienzo de En busca del tiempo perdido. Esa en la que ese niño solo, que también se llama Marcel, espera en vilo, ya en su cama, a la hora de dormirse, a ver si su madre sube o no sube a darle el beso de las buenas noches. Porque ella, que es toda suya siempre, a veces no es toda suya; por ejemplo, cuando hay reuniones sociales en la casa, ese murmullo que llega al cuarto desde afuera y desde abajo, esa otra cosa y esa otra gente que la ocupan y se la llevan, aun al precio de que tal vez hasta llegue ella a olvidarse (si es que, en efecto, se olvida) de acudir a dar su acostumbrado beso al hijo. El cuarto propio, arropado en la tibieza más mullida, paradigma por excelencia del espacio protegido y cierto, admite de pronto verse convertido en un cuadro de posible desolación, orilla de la incertidumbre. La madre, la familia, la sociabilidad, el niño, ¿podrán integrarse en una complementariedad segura, en un todo sin amenaza ni contradicción? Esa es la duda que al niño literalmente lo desvela.

 

Deslumbrado página a página por la lectura de La familia de Gustavo Ferreyra, encuentro de pronto esta versión, esta especie de reescritura si se quiere, pero en clave de desintegración:

Me acuerdo de que mamá a veces nos despertaba en plena noche porque se había olvidado de darnos un beso antes de dormir (…). Nos despertaba para que supiéramos que finalmente se había acordado.

Esta madre terrible que concibe Gustavo Ferreyra no se acuerda ni se olvida: se olvida y después se acuerda; no deja de venir ni viene: viene después de que dejó de venir; no alberga el sueño ni tampoco lo impide: lo interrumpe una vez que existe; no decide el dormir ni tampoco el desvelarse: decide el despertar “en plena noche”, es decir el incordio, la perturbación, la molestia. Y todo eso bajo la apariencia perversa del don.

Esta madre que concibe Ferreyra no protege ni desprotege; más bien exhibe, en su brutal vanidad de madre, todo lo que de desprotección pueden tener cierto tipo de protecciones. ¿Primero se olvida de los hijos y después, “finalmente”, se acuerda? En verdad, no: se olvida de ellos dos veces, los pasa dos veces por alto, cuando omite dar el beso y cuando decide venir a darlo. Lo que la trae a ellos no es el amor, sino la culpa, y es culpa lo que viene a traerles, no amor. Y así es como Gustavo Ferreyra, en este episodio y en la novela entera, entiende y plasma su idea de la desintegración de la familia. Que no es nunca la que la familia padece, sino siempre la que la familia produce. La familia es siempre la que desintegra y nunca lo que se desintegra. Daña todo lo que toca y no hay nada que no alcance a tocar.

Si la familia es, en efecto, tal como suele decirse, el núcleo de la sociedad, lo es en Ferreyra (como lo es en Kafka) tan sólo para evidenciar cuánto hay en la sociedad de atroz y de inhumano, de siniestro y de pesadilla. No la pesadilla de la que no podemos despertar, como escribió Joyce de la historia, sino la pesadilla de un despertar, la pesadilla de una madre que a mitad de la noche nos despierta, y nos despierta para darnos ese beso que en realidad ya no esperábamos y que tampoco, por eso mismo, ya queríamos.

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