La hermandad de la noche
Jueves 29 de diciembre de 2011
El último cuento elegido por Vera Giaconi por su carácter de inolvidable es “La hermandad de la noche”, de Steven Millhauser, ganador del Premio Pulitzer en 1997.
Por Steven Millhauser.
Lo que sabemos
En una atmósfera de acusaciones furibundas y rumores histéricos, una atmósfera donde las habladurías y rumores han reemplazado totalmente la atenta evaluación de las pruebas, al punto de que la imparcialidad misma parece estar de parte del diablo, será útil adoptar un tono más sereno y declarar qué sabemos en realidad. Sabemos que las jóvenes tienen entre doce y quince años. Sabemos que viajan en grupos de cinco o seis, aunque en ocasiones se han avistado grupos más pequeños y más grandes, de dos a nueve. Sabemos que solo salen y regresan de noche. Sabemos que buscan lugares oscuros y secretos, como casas abandonadas, sótanos de iglesias, cementerios y el bosque del norte de la ciudad. Sabemos, o creemos saber, que han hecho un voto de silencio.
Lo que decimos
Se dice que las muchachas se quitan la camisa y bailan frenéticamente bajo la luna estival. Se dice que las muchachas se pintan los senos con serpientes y símbolos extraños. También se dice que se excitan rozando sus pechos contra los pechos de otras muchachas. Hemos oído decir que beben la sangre caliente de animales sacrificados. La gente dice que las muchachas practican la brujería, actos sexuales contra natura, tortura, magia negra, repulsivos actos de sacrilegio. Se cuenta que las muchachas mayores inducen a las más jóvenes a unirse a la Hermandad para corromperlas. Corre el rumor de que las muchachas reciben órdenes de portar armas: alfileres, tijeras, navajas, agujas, cuchillos de trinchar. Se dice que las muchachas han jurado matar a cualquier integrante de la Hermandad que intente marcharse. Hemos oído decir que beben un líquido blancuzco que las sume en un delirio erótico.
La confesión de Emily Gehring
En ocasiones habíamos oído rumores sobre una sociedad secreta, pero les prestamos poca atención hasta que Emily Gehring, de trece años, escribió una confesión que el 2 de junio envió al Town Reporter en una carta perturbadora. Allí declaraba que el 14 de mayo a las 16:00, en el patio de la escuela secundaria David Johnson, se le había aproximado Mary Warren, una estudiante que a veces jugaba al baloncesto con las muchachas menores. Mary Warren le deslizó en la mano un papel blanco plegado por la mitad. Cuando Emily Gehring lo abrió, vio que una de las caras internas era totalmente negra. Emily sintió un hormigueo de miedo, pues éste era el signo de la Hermandad de la Noche, una oscura e impenetrable sociedad secreta muy comentada en los patios, los vestuarios y los baños de la escuela secundaria David Johnson. Le decían que no hablara con nadie y se presentara sola, a medianoche, en el aparcamiento que está detrás de la iglesia presbiteriana. Emily Gehring declaró que se presentó en el aparcamiento y al principio no vio a nadie, pero luego la recibieron tres muchachas que salieron de sus escondrijos: Mary Warren, Isabel Robbins y Laura Lindberg. Atravesando el aparcamiento, caminos silenciosos y patios, las muchachas la condujeron hasta el bosque del norte de la ciudad, donde las recibieron otras tres muchachas: Catherine Anderson, Hilda Meyer y Lavinia Hall. Mary Warren le preguntó si le gustaban los chicos. Cuando ella dijo que sí, las muchachas se burlaron y se rieron de ella, como si hubiera dicho una tontería. Mary Warren le pidió que se quitara la camisa. Cuando ella se negó, las muchachas amenazaron con atarla a un árbol y clavarle alfileres. Se quitó la camisa y las muchachas le acariciaron los senos, palpándolos y besándolos. Luego la invitaron a tocar los senos de las demás; cuando se negó, le aferraron las manos y la obligaron a tocarlas. Algunas muchachas también la tocaron "en otro lugar". Mary Warren le advirtió que sería castigada si contaba esto a alguien, y le mostró un cuchillo de cocina con mango de hueso. Emily Gehring declaró que las muchachas se reunían todas las noches, a diferentes horas y en diferentes lugares, en grupos de cinco, seis o siete; también declaró que las integrantes del grupo variaban continuamente, y que le hablaron de otros grupos que se reunían en otros sitios. Las muchachas siempre se quitaban la camisa, se acariciaban y se besaban; a veces se pintaban los senos con serpientes y símbolos extraños, e iniciaban a otras en sus prácticas secretas. Emily Gehring recordaba, y mencionaba, el nombre de dieciséis muchachas. A fines de mayo, según su declaración, ya no podía estar en paz consigo misma, y dos días después presentó al Town Reporter su confesión escrita y urgió a las autoridades a disolver la Hermandad, que se propagaba entre las estudiantes de la secundaria David Johnson como una enfermedad.
La defensa de Mary Warren
En respuesta a estas acusaciones, que escandalizaron a nuestra comunidad, Mary Warren presentó una refutación detallada que se publicó el 4 de junio en el Town Reporter. Comenzaba diciendo que el silencio absoluto era la norma de la Hermandad y que cualquier declaración sobre el grupo era castigada con la expulsión instantánea. No obstante, el ataque de Emily Gehring la había convencido de que debía hablar en defensa de la Hermandad, aun a costa de la expulsión. Admitía que había abordado a Emily Gehring, a quien un grupo de "investigadoras" cuyo nombre se negaba a dar había seleccionado para la iniciación; que había entregado a Emily Gehring el papel ennegrecido, y que la había recibido detrás de la iglesia presbiteriana a medianoche, en presencia de otras dos integrantes cuyo nombre también se negaba a dar, y la había conducido al bosque. A partir de aquí, declaraba Mary Warren, el informe de Emily Gehring era totalmente falso, un pérfido y ponzoñoso ataque cuyo motivo era evidente. Pues Emily Gehring no había aclarado que el 30 de mayo la habían expulsado de la hermandad por romper su voto de silencio. En la defensa de Mary Warren no queda claro qué exigía ese voto de silencio ni por qué Emily Gehring lo había roto, pero en su declaración es manifiesto que Emily Gehring estaba profundamente irritada por la expulsión y amenazó con vengarse. Mary Warren repetía que la confesión de Emily Gehring solo consistía en pérfidas mentiras, y se negaba, dado su voto, a describir la Hermandad, salvo para decir que era una sociedad noble y pura consagrada al silencio. Temía que las calumnias de Emily Gehring hubieran causado daño, y terminaba con la ferviente súplica de que los padres de nuestra ciudad desoyeran las mentiras de Emily Gehring y confiaran en sus hijas.
Angustias nocturnas
La negación de Mary Warren nos provocó una reacción ambigua, pues aunque nos impresionaba su inteligencia y le agradecíamos que nos permitiera dudar de la confesión de Emily Gehring, su silencio sobre la Hermandad despertaba otras dudas y atentaba contra el argumento que procuraba exponer. Reparamos con preocupación en la existencia del grupo de "investigadoras", el rito del papel ennegrecido, la reunión secreta en el bosque, el voto riguroso; nos preguntábamos qué habían jurado no revelar las muchachas, si eran inocentes. Comenzamos a despertar por la noche, preguntándonos en qué les habíamos fallado a nuestras hijas. Empezaron a circular informes sobre grupos de muchachas que recorrían la noche, cruzando patios, moviéndose en la oscuridad; y empezamos a oír rumores sobre extraños gritos, pechos pintados, danzas frenéticas bajo la luna estival.
La muerte de Lavinia Hall
Las hijas de nuestra ciudad, muchas de ellas sospechosas de ser integrantes secretas de la Hermandad, empezaban a parecer adustas, inquietas, irritables. Se negaban a hablarnos, se encerraban en sus habitaciones, exigían que las dejáramos a solas. Estos huraños silencios nos parecían prueba de su pertenencia a la Hermandad; acechábamos, espiábamos, acosábamos. En esta atmósfera tensa y opresiva, el 12 de junio, diez días después de la confesión de Emily Gehring, Lavinia Hall, de catorce años, subió los dos tramos de escaleras que conducían a la sala de huéspedes del altillo de sus padres y allí, tendida en un mullido edredón cosido por su abuela, tragó veinte pildoras para dormir de su padre. No dejó ninguna nota, pero sabíamos que Emily Gehring había mencionado que Lavinia Hall era integrante de la Hermandad y participaba en sus ritos eróticos. Luego supimos por sus padres que la confesión de Gehring había destrozado a Lavinia, una muchacha tranquila y estudiosa que practicaba ejercicios de Czerny y sonatas de Mozart en el piano dos horas por día después de la escuela, escribía un diario y se quedaba leyendo, hasta altas horas de la noche, trilogías fantásticas con viñetas intrincadas en las cubiertas. Después de la confesión de Emily Gehring, Lavinia se había negado a responder preguntas sobre la Hermandad y había comenzado a actuar extrañamente, encerrándose en su habitación durante horas y recorriendo incesantemente la casa por la noche. Una noche, a las dos de la mañana, sus padres oyeron pasos en el altillo que estaba encima de su dormitorio. Subieron por la crujiente escalera y encontraron a Lavinia en su pijama celeste, sentada en el piso bañado por la luna, frente a su vieja casa de muñecas, que habían trasladado al altillo cuando ella terminó el sexto grado y que aún contenía ocho habitaciones llenas de muebles en miniatura.
Lavinia estaba allí encogida, con los brazos rodeando sus rodillas. Estaba descalza. Guardaba un extraño silencio. Su madre recordaba un detalle: el largo antebrazo, revelado por el pijama arremangado. Dentro de la casa de muñecas había tres muñecos polvorientos sentados rígidamente en la sala bañada por la luna: el hijo en un diván lleno de telarañas, la madre en la mecedora, el padre en un sillón con diminutas carpetas de encaje. Los padres se culparon por no haber reconocido la gravedad del estado de su hija, y afirmaron que la Hermandad era una banda de asesinas.
La segunda confesión de Emily Gehring
Apenas habíamos comenzado a sufrir con la ingrata noticia de la muerte de Lavinia Hall cuando Emily Gehring presentó al Town Reporter una segunda confesión que nos sacó de quicio y llenó de confusión. Pues en ella repudiaba su confesión anterior y, uniéndose a Mary Warren contra sí misma, se acusaba de haber inventado la primera confesión para vengarse de la Hermandad, que la había expulsado. Emily Gehring confesaba ahora que en la noche del 14 de mayo Mary Warren y otras dos muchachas la habían conducido al bosque, como ella había informado verazmente el 2 de junio, pero que allí no había pasado "nada en absoluto". De su iniciación solo decía que consistía en "silencio"; durante las dos semanas siguientes se había reunido todas las noches con pequeños grupos de integrantes de la Hermandad, durante lo cual nadie decía "una sola palabra" y no sucedía "nada en absoluto". El 30 de mayo la expulsaron de la Hermandad por romper sus votos: había hablado de la sociedad secreta con su amiga Susannah Mason, quien a su vez había hablado con Bernice Thurman, sin saber que Bernice era integrante de la Hermandad. Emily Gehring ahora afirmaba que había lamentado su falsa confesión desde el momento en que la había enviado al Town Reporter, pero había sentido vergüenza de admitir que había mentido. La muerte de Lavinia Hall la había conmovido tanto que quiso confesar la verdad. Se culpaba por la muerte de Lavinia Hall, pedía perdón a los doloridos padres y hablaba fervientemente de la Hermandad como una asociación pura y noble que había dado sentido a su vida; esperaba que la gloriosa Hermandad se difundiera de ciudad en ciudad y un día se apoderase del mundo.
Respuesta a la segunda confesión
Como cabía esperar, la segunda confesión desbarató por completo la credibilidad de Emily Gehring como testigo, pero nuestras dudas, que al principio se centraban en la confesión del 2 de junio, pronto se centraron en la segunda confesión. Notamos que Emily Gehring usaba las mismas palabras de Mary Warren para describir la Hermandad; esta coincidencia indujo a algunos de nosotros a argumentar que Mary Warren había convencido a Emily Gehring de retractarse de su confesión y culparse por todo a cambio de su reingreso en la Hermandad u otra recompensa que desconocíamos. Otros señalaron con disgusto el ferviente giro del final, y argumentaron que si ahora Emily Gehring decía la verdad, entonces la verdad era incompleta y perturbadora. Pues si las muchachas eran inocentes de las acusaciones originales, la naturaleza de la Hermandad permanecía cuidadosamente oculta, al tiempo que el fervor de Emily Gehring revelaba el poder alarmante de la sociedad secreta. La segunda confesión, pues, aunque aparentemente absolvía a la Hermandad y testimoniaba su inocencia, demostraba una verdad aún más temible acerca de la sociedad secreta: su inmenso influjo sobre las muchachas, la terrible lealtad que les exigía.
El testimonio del doctor Robert Meyer
Durante esta época de incertidumbre y angustia, surgió nueva información donde menos lo esperábamos. El doctor Robert Meyer, un dermatólogo que tenía su consulta en Broad Street, quedó profundamente perturbado cuando Emily Gehring nombró a su hija Hilda en la confesión del 2 de junio. Decía que su hija afirmaba que Emily Gehring era una embustera pero se negaba a hablar de la Hermandad; después de la primera confesión se tornó melancólica e irritable, y él la oía caminar de noche. Al cabo de tres noches de terrible insomnio, Robert Meyer tomó una dura decisión: decidió seguir a su hija e interrumpir sus experimentos sexuales. A la medianoche de ese día oyó sus pasos en el pasillo. Saltó de la cama, se puso ropa deportiva y zapatillas y la siguió en la fresca noche estival. A una manzana de la casa Hilda se encontró con otras dos muchachas que Meyer no conocía. Las tres vestían jeans, camisetas y cortavientos de nailon sujetos a la cintura, y marcharon hacia el bosque del norte de la ciudad. Meyer, un hombre profundamente moral, se sentía inmensamente abochornado mientras perseguía a las tres muchachas en la noche, ocultándose detrás de los árboles como el espía de una mala película de televisión y deslizándose por los patios traseros entre columpios, redes de bádminton y gruesos bates de plástico. Tenía la sensación de estar haciendo algo absurdo y de mal gusto. No sabía qué haría al llegar al bosque, pero de algo estaba seguro: llevaría a su hija a casa. Una vez en el bosque, tuvo que avanzar con redoblada cautela, pues el chasquido de una rama bastaría para delatarlo; recordó caminatas de su infancia por senderos de agujas de pino, las que confundió con ensoñaciones infantiles sobre indios en bosques silenciosos. Las muchachas cruzaron un arroyo y llegaron a un pequeño claro iluminado por la luna y bien protegido por pinos. Ya había otras cuatro muchachas en el claro. Oculto detrás de un grueso roble, a siete metros del grupo, Meyer experimentó, además de su náusea, un intenso temor ante lo que estaba por presenciar. Las siete muchachas se saludaron con cabeceos, sin decir palabra. Siguiendo lo que parecía un plan convenido, las muchachas formaron un estrecho círculo y alzaron los brazos de tal modo que cruzaron todos los antebrazos. Después de esta seña silenciosa, se separaron y adoptaron posiciones aisladas, sentándose contra los árboles o tendiéndose con los brazos entrelazados detrás de la nuca. No se pronunció una sola palabra. No sucedió nada. Al cabo de treinta y cinco minutos, según su reloj, Meyer dio la vuelta y se marchó, agazapado.
Respuesta al testimonio de Meyer
El testimonio de Meyer, lejos de resolver el problema de la Hermandad, nos sumió en una controversia más profunda. Los enemigos de la Hermandad comentaban con desprecio el informe de Meyer, aunque disentían en cuanto a la naturaleza de su falta de credibilidad. Algunos sostenían que Meyer había inventado esa historia en un burdo intento de proteger a su hija; otros afirmaban que la astuta Hilda Meyer había planeado todo el episodio, guiando arteramente a su padre al bosque para hacerle presenciar una escena preparada: las Inocentes Doncellas en Reposo. Pero, aunque no mediara ningún engaño de Robert Meyer ni de su hija, señalaban otros, el testimonio no era decisivo: como Meyer mismo admitía, no se quedó durante toda la reunión, observó a las muchachas una sola vez, y observó a un solo grupo de muchachas, cuando existían varios. Parecía improbable que muchachas de doce a quince años salieran sigilosamente de su casa noche tras noche, arriesgándose a la reprobación de sus padres e incluso a un castigo, para reunirse con otras muchachas en lugares apartados y posiblemente peligrosos, solo con el propósito de no hacer nada. Esto no significaba necesariamente que las muchachas se dedicaran a actos prohibidos, aunque dichos actos nunca podían descartarse, pero nos recordaba que ignorábamos por completo lo que hacían. Incluso era posible que las muchachas, en el momento en que eran observadas por Meyer, hubieran celebrado prácticas secretas que él no había reconocido; quizás habían desarrollado un sistema de signos y señales que Meyer no había sabido interpretar.
La ciudad
Noche tras noche las integrantes de la secreta Hermandad abandonaban sus cómodas y apacibles habitaciones, las habitaciones de su infancia, para buscar lugares oscuros y ocultos. A veces vemos, o creemos ver, a un grupo de ellas desapareciendo en las sombras de patios traseros iluminados por la ventana de la cocina, o deslizándose por un oscuro antejardín. Desdeñosas de nuestra voluntad, indiferentes a nuestra desdicha, parecen una raza aparte, salvajes criaturas de la noche con cabello ondeante y ojos de fuego, hasta que recordamos con un respingo que son nuestras hijas. ¿Qué haremos con nuestras hijas? Inquietamente las vigilamos, temiendo provocar su cólera. Algunos dicen que de noche deberíamos encerrarlas en su habitación, que deberíamos poner rejas en sus ventanas, que deberíamos castigarlas severamente, una y otra vez, hasta que agachen la cabeza con docilidad. Se dice que hay un padre que de noche amarra a su hija de trece años a la cama, con cuerda para tender ropa, y recompensa sus gritos azotándola con un cinturón de cuero. La mayoría deplora estas medidas, pero no sabe qué hacer. Entre tanto, nuestras hijas están inquietas; noche tras noche grupos de muchachas desaparecen en lugares oscuros adonde no llega la luz de los faroles. La Hermandad crece. Se habla de muchachas que atraviesan el aparcamiento que está detrás de la barraca, que se reúnen en el pequeño bosque detrás de las canchas de tenis de la escuela, que suben del sótano de casas a medio construir, que salen del galpón de botes en South Pond. Siempre se mueven de noche, como si buscaran algo que no pueden encontrar a la luz del sol; y los que nos quedamos en casa, despiertos en la oscuridad, creemos oír, como un distante rumor de camiones en la carretera, un continuo ruido de pisadas que se desplazan levemente por jardines oscuros y calles mal iluminadas, por calzadas de guijarros y por la arena, por las negras hojas de las sendas del bosque, un susurro incesante de pisadas tejiéndose y destejiéndose en la noche.
Explicaciones
Algunos dicen que las muchachas se reúnen en aquelarres para practicar el arte de la brujería bajo la guía de las chicas mayores; se habla de hechizos, pociones, una figura con pelo de cabra, ataques violentos y trances. Otros dicen que las muchachas forman una hermandad lunar: bailan para la antigua diosa de la luna, consagrándose a sus fríos y apasionados mis-terios. Algunos dicen que la Hermandad, acuciada por el tedio y el vacío de la vida de clase media, existe solo para la exploración erótica. Otros ven en esta explicación el afán de denigrar a las mujeres y sostienen que la Hermandad es una asociación intelectual y política consagrada al ideal de la libertad. Otros más rechazan estas explicaciones y sostienen que la Hermandad posee todas las características de un culto religioso: la iniciación, los votos, las reuniones secretas, la fanática lealtad, la negativa a romper el silencio. Las muchas explicaciones, lejos de arrojar rayos discretos de luz intensa sobre los recodos ocultos de la Hermandad, se han entremezclado gradualmente, espesándose hasta formar una nubosa oscuridad donde las muchachas se mueven sin ser vistas.
Lo desconocido
Como otros ciudadanos preocupados, medito todas las noches sobre la Hermandad y la proliferación de explicaciones, hasta que la oscuridad se tiñe de gris frente a mi ventana. Me pregunto por qué no podemos descifrar su secreto, por qué no podemos sorprenderlas en el acto. Si creo que al fin he descubierto la auténtica explicación, la que deberíamos haber visto desde el principio, no es porque sepa algo que los demás no saben. Es porque mi explicación honra lo desconocido y lo invisible, lo tiene en cuenta como parte de lo que conocemos. Pues es precisamente el elemento de lo desconocido, que tanto peso tiene en este caso, el que debe formar parte de cualquier solución. Las muchachas, tal como tratamos de imaginarlas, siguen desapareciendo en lo desconocido. Son penetradas por lo desconocido como si de un fluido negro se tratase. ¿Es posible que nuestra búsqueda del secreto esté mal encaminada porque no incluimos lo desconocido como un elemento crucial de ese secreto? ¿Es posible que nuestro odio por lo desconocido, nuestra necesidad de diluirlo, de destruirlo, de profanarlo mediante agudos y brillantes actos de entendimiento, haga que lo desconocido se hinche con un poder oscuro, como una bestia que se alimentara de nuestra espada? ¿Buscamos quizás el secreto equivocado, el secreto que nosotros mismos anhelamos? Por decirlo de otra manera, ¿es posible que el secreto esté expuesto ante nosotros, que ya sepamos qué es?
El secreto de la Hermandad
Sostengo que sabemos todo lo que necesitamos saber para penetrar el misterio de la Hermandad de la Noche. El doctor Robert Meyer, único testigo de una reunión, informó que nada sucedió durante los treinta y cinco minutos en que observó a las muchachas. En su segunda confesión, Emily Gehring sostuvo que nada sucedió, que nunca sucedió nada en la oscuridad. Yo sugiero que estas descripciones son fidedignas. Sostengo que las muchachas no se reúnen de noche para practicar un rito trivial y titilante, un acto oculto y fácil de exponer, sino solo para practicar el retiro y el silencio. Las integrantes de la Hermandad desean ser inaccesibles. Desean eludir nuestra mirada, sustraerse a nuestra investigación. Desean, ante todo, no ser conocidas. En un mundo plagado de entendimiento, opresivo a fuerza de explicaciones, intuiciones y amor, las integrantes de esta hermandad silenciosa ansian evadir la definición, permanecer misteriosas e inasibles. ¡Contadnos!, gritamos con voz ronca de amor. ¡Contadnos todo! Entonces os perdonaremos. Pero las muchachas no desean contarnos nada, no desean ser oídas. Desean, de hecho, volverse invisibles. Precisamente por esta razón no pueden practicar ningún acto que las revele. De ahí su silencio, su amor por la soledad nocturna, su celebración ritual de la oscuridad. Se sumergen en el secreto como en humo negro: para desaparecer.
En la noche
Sostengo que la Hermandad de la Noche es una asociación de muchachas adolescentes consagrada a los misterios de la soledad y el silencio. Es una muralla, una puerta cerrada, un rostro que se aparta. La Hermandad es una sociedad secreta que nunca podremos desbaratar: aunque lográramos impedir que las muchachas se reunieran de noche, aunque las amarrásemos a la cama toda su vida, los oscuros propósitos de la asociación permanecerían intactos. No podemos disolver la Hermandad. Temerosos del misterio, recelosos del silencio, acusamos a sus integrantes de crímenes oscuros que secretamente nos tranquilizan, ya que entonces podremos conocerlos. Pues preferimos la brujería al silencio, las orgías impúdicas a la mudez nocturna. Pero las muchachas ansían encerrarse en el silencio, convertirse en pálidas estatuas de ojos inexpresivos y pechos de piedra. ¿Qué haremos con nuestras hijas? Noche a noche la hermandad secreta atraviesa nuestra ciudad. Se cuenta que se está propagando entre muchachas más jóvenes y entre las mayores; aun nuestras esposas parecen inquietas, esquivas. Ansiamos enfrentar a nuestras hijas silentes con discusiones, con violencia; de noche soñamos con animales sangrantes y despertamos sobresaltados. Algunos dicen que es preciso denunciar y castigar a la Hermandad, pues nadie podrá detenerla cuando esas ideas echen raíces. Los que aconsejamos paciencia somos acusados de cobardía. Ya se habla de grupos de jóvenes que recorren la ciudad de noche, armados con palos puntiagudos. ¿Qué haremos con nuestras hijas? De noche despertamos inquietos, caminamos de puntillas hasta sus puertas y nos detenemos con las manos tendidas, sin poder avanzar ni retroceder. Pensamos en los largos años de la infancia, en los vestidos de fiesta y las golosinas, en el resplandor de burbujas trémulas en el aire azul del estío. Soñamos con tiempos mejores.