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Napoleón y el espectro: un cuento de Charlotte Brontë

Una historia de fantasmas

Nacida en Yorkshire en 1816, Charlotte fue la tercera de los seis hermanos Brontë. Además de Emily, Charlotte escribía poemas y relatos fantásticos, muchos de los cuales no serían publicados hasta después de su muerte. Firmado en 1833, aquí hay uno de sus cuentos, publicado entre los veinte cuentos de fantasmas escritos por algunas de las maestras victorianas del relato que acaba de publicar Impedimenta en Damas oscuras.

 

Por Charlotte Brontë.

 

Pues bien, como iba diciendo, el emperador se acostó.

—Chevalier, cierra los postigos y corre esas cortinas antes de retirarte —le ordenó a su ayuda de cámara.

Chevalier hizo lo que se le pedía. Luego tomó el candelabro y abandonó la habitación.

Poco después al emperador le pareció que la almohada estaba algo dura y se incorporó para ahuecarla. Entonces oyó un crujido junto a la cabecera de la cama. Su majestad aguzó el oído, pero todo estaba en silencio, de modo que volvió a tumbarse.

Justo cuando acababa de encontrar una postura cómoda, le importunó una sed repentina. Apoyándose en el codo, cogió una copa de limonada de la mesilla de noche y bebió un prolongado sorbo. Al devolver la copa a su sitio, oyó un grave gemido que provenía del ropero que ocupaba una de las esquinas del aposento.

—¿Quién anda ahí? —gritó el emperador, empuñando sus pistolas—. ¡Hable ahora, o le volaré la tapa de los sesos!

Su amenaza solo consiguió que se escuchara una risa breve y cortante, seguida del más absoluto silencio.

El emperador salió pues de la cama, se puso a toda prisa una robe-de-chambre que había dejado sobre el respaldo de una silla y se dirigió valerosamente hacia el misterioso armario embrujado. Al abrir la puerta, escuchó un roce en el interior del mueble. Así que, espada en mano, miró dentro. Como no descubrió allí alma ni sustancia alguna, acabó por concluir que el ruido debía de haber sido causado por un abrigo que se había resbalado del gancho de la puerta en el que estaba colgado.

Regresó al lecho levemente avergonzado.

Estaba ya a punto de volver a cerrar los ojos cuando la luz de tres velas que ardían en un candelabro de plata sobre la repisa de la chimenea se atenuó de pronto. El emperador levantó la vista y descubrió que una sombra negra y opaca se interponía entre él y el candelabro. Sudando de terror, alargó el brazo hacia el cordel de la campanilla, pero un ser invisible se lo arrebató, al mismo tiempo que la sombra amenazadora se desvanecía por completo.

—¡Bah! —exclamó Napoleón—. No ha sido más que una ilusión óptica.

—¿De veras? —le susurró misteriosamente al oído una voz grave y cavernosa—. ¿Ha sido solo una ilusión, emperador de Francia? ¡No! Todo lo que has visto y oído es la triste y profética realidad. ¡En pie, portador del águila imperial! ¡Despierta, señor del cetro de lis! ¡Sígueme, Napoleón, que todavía te queda mucho por ver!

En cuanto la voz dejó de oírse, una forma se materializó ante sus asombrados ojos. Era la figura de un hombre alto y delgado, ataviado con una levita azul con galones dorados. Llevaba un pañuelo negro muy ceñido al cuello, sujeto con dos pequeñas agujas detrás de cada una de sus orejas. Su tez estaba lívida, la lengua le asomaba entre los dientes, y los ojos, vidriosos y enrojecidos, sobresalían aterradoramente de las cuencas.

Mon Dieu! ¿Qué es lo que veo? ¿De dónde vienes, espectro? —preguntó el emperador.

La aparición no habló, pero levantó un dedo para indicarle al emperador que la siguiera.

Víctima de un misterioso influjo que le impedía pensar o actuar por voluntad propia, el emperador obedeció en silencio.

La sólida pared de la estancia se abrió a su paso y volvió a cerrarse con un ruido atronador tras él.

Se habrían encontrado sumidos en la más completa oscuridad de no haber sido por el tenue halo de luz que rodeaba al espectro, que reveló los muros húmedos de un largo pasadizo abovedado que recorrieron juntos con silenciosa celeridad. Poco después, una brisa fresca que ascendía hacia el techo y obligó al emperador a ceñirse el camisón al cuerpo anunció que se acercaban al exterior.

Al salir del pasadizo, Napoleón se descubrió en una de las principales calles de París.

—Venerable espíritu —dijo el emperador, tiritando a causa del gélido aire nocturno—, permite que regrese para abrigarme un poco. Volveré enseguida a tu lado.

—¡Sigue adelante! —repuso su acompañante con severidad. Pese a la creciente indignación que le embargaba, el emperador no tuvo más remedio que obedecer.

Acompañado por el espectro, recorrió las calles desiertas hasta llegar a una mansión que se alzaba a orillas del Sena. Una vez allí, su guía se detuvo, y cuando las puertas se abrieron para recibirlos, entraron en un amplio vestíbulo de mármol que ocultaba parcialmente una cortina, por cuyos pliegues transparentes penetraba una intensa luz que ardía con un brillo cegador. Una hilera de figuras femeninas fastuosamente vestidas y tocadas con guirnaldas de las flores más hermosas, aunque con los rostros ocultos por unas espantosas máscaras de calavera, se alineaba ante el cortinaje.

—¿Qué significa toda esta mascarada? —gritó el emperador, esforzándose por librarse de los grilletes mentales que lo retenían en contra de su voluntad—. ¿Se puede saber dónde me hallo? ¿Por qué se me ha traído aquí?

—¡Silencio! —ordenó el guía, sacando todavía más la lengua negra y ensangrentada—. Si quieres librarte de una pronta muerte, guarda silencio.

El emperador, imbuido de un coraje innato que superaba al temor transitorio que lo había sometido inicialmente, estaba a punto de responder cuando empezó a oírse una música extravagante y sobrenatural que procedía de detrás del cortinaje, que se hinchó y ondeó como si un tumulto interno o una batalla de vendavales estuviera teniendo lugar al otro lado. Acto seguido, una mezcla abrumadora de hedor a putrefacción, combinado con los más suntuosos aromas orientales, inundó el salón embrujado.

En ese momento el emperador alcanzó a oír un murmullo de voces distantes, y de pronto alguien le sujetó el brazo por detrás.

Napoleón se volvió apresuradamente para encontrarse con el semblante familiar de María Luisa.

—¿Qué ocurre? ¿Has venido tú también a este lugar infernal? ¿Qué te ha traído hasta aquí?

—¿Me permite su majestad que le haga la misma pregunta? ¿Qué le ha traído hasta aquí? —repuso la emperatriz, sonriendo.

Napoleón no respondió, mudo de asombro.

Ningún cortinaje se interponía ahora entre el emperador y la luz. Este se había esfumado como por arte de magia, y un espléndido candelabro de cristal colgaba ahora por encima de su cabeza. Una multitud de damas, elegantemente vestidas pero sin las máscaras de calavera, ocupaban la sala acompañadas por la proporción adecuada de desenfadados caballeros. Seguía sonando la música, pero era evidente que provenía de una banda de intérpretes mortales reunidos en una orquesta cercana. Todavía se percibía cierto aroma a incienso, pero en absoluto contaminado por hedor alguno.

Mon Dieu! —exclamó el emperador—. ¿Qué sucede aquí? ¿Dónde diablos está Piche?

—¿Piche? ¿A qué se refiere su majestad? ¿No será mejor que abandone este lugar y se retire a descansar?

—¿Abandonar este lugar? ¿Por qué? ¿Dónde estoy?

—En mi salón privado, rodeado por varios cortesanos a los que he invitado a un baile esta noche. Ha entrado usted hace unos instantes, en camisón, con la mirada perdida y los ojos como platos. En vista de su desconcierto, supongo que ha llegado hasta aquí caminando dormido.

De inmediato, el emperador se sumió en un estado de catalepsia que se prolongó durante toda la noche y gran parte del día siguiente

 

 

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