Las paredes
Un cuento de M. John Harrison
Miércoles 18 de setiembre de 2019
Es uno de los invitados al Filba Internacional, y aquí va uno de sus relatos inquietantes con tradución de Laura Wittner, parte del libro La invocación y otras historias (Edhasa).
Por M. John Harrison. Tradución de Laura Wittner.
Vemos a un hombre, llamémoslo D, abriendo un boquete en la pared de su celda.
Para este proyecto, D cuenta sólo con las herramientas más endebles y menos confiables: dos cucharas de postre (una de acero inoxidable, una de alpaca); media tijerita de uñas; algunos cuchillos domésticos sin mango, y así. La pared de la celda, hecha de bloques de hormigón grises y más o menos cuadrados de unos treinta centímetros de lado, ha sido cementada al descuido y levantada sin mucha atención al detalle. Pero esta falta de artificio no hace diferencia; ninguno de los cuchillos es lo suficientemente largo para llegar al último centímetro de cemento al fondo de cada bloque, y cuanto más los usa más cortos van quedando. A la larga tiene que aflojar y quitar a mano cada bloque, tarea que puede llevarle varios meses y que lo deja exhausto.
Sus manos se deforman y se hinchan. Tras una década de cavar sale del otro lado, para encontrar no el exterior sino un compartimento de menos de un metro de profundidad, lleno de polvo, excremento de ratón y pilas de diarios viejos atados con una cuerda. Desplomado contra su pared externa encuentra el cadáver disecado de otro hombre, rodeado de pinchos metálicos gastados, hojas de cuchillo dobladas y un ingenioso aparato hecho con una vieja taza de metal cortada y extendida. Este hombre está acurrucado con un hombro y una mejilla contra la pared como si en sus últimos momentos hubiera estado tratando de derribarla; o como si hubiera apretado la cara contra ella para tratar de mirar por alguna grieta diminuta, resultado del esfuerzo de toda una vida. La piel, que tiene un aspecto paciente, está tan amarillenta como los diarios.
Tomando el cuerpo por debajo de las axilas, D lo arrastra respetuosamente a un costado, selecciona las mejores herramientas y se pone a raspar donde el hombre se detuvo.
Pasan años. En general está lleno de energía; pero a veces, cuando se despierta demasiado cansado o deprimido como para trabajar, lee durante medio día. Bajo la fuerte luz del sol, el papel de diario puede ponerse amarillo y quebradizo en una hora, dando la inquietante sensación de que la noticia ya es vieja. Los hechos registrados –algunos partidos de tenis, un bombardeo, un falso suicidio– parecen históricos y pintorescos; la gente usa ropa rara, y sus formas de hablar son tan difíciles de apreciar como sus valores. Después de algunas horas, piensa D, todo el papel de diario y por lo tanto, en un sentido, todas las noticias lucen igual. Lucen como el papel con el que alguien forró un cajón años atrás. Por la misma razón, las noticias de generaciones anteriores, la clase de noticias que ahora se ve forzado a leer, parecen tener seis horas de antigüedad.
Una década de intenso esfuerzo y gran concentración le permite a D atravesar la segunda pared. Decepcionado por descubrir otro compartimento mohoso, otro cadáver de expresión perpleja y una colección de herramientas caseras, se pone a trabajar en la tercera pared; sólo para revelar un tercer compartimento; después, tras una década más, otro, y otro: hasta que ha atravesado seis paredes y dejado atrás los seis muertos que de algún modo puede decirse que lo precedieron. Como D, todos estos hombres tienen puesta la camisa gris de civil con la que fueron arrestados sobre pantalones de un hermoso, aunque bastante descolorido, estampado camuflado en azules y marrones. Sus manos están tan sucias y lastimadas, y sus uñas tan rotas como las de D. El pelo y la ropa están igualmente impregnados de polvo. Pero a D le alegra ver que cada uno hizo un aporte individual al set de herramientas básico –una pala cortada proveniente del jardín de la cárcel, una hoja de sierra arrancada, un pedazo corto de metal grueso que sospecha que en un principio fue un atizador en la habitación del director de la prisión– y aunque están muertos, algunos de ellos tienen una expresión muy satisfecha.
Murieron, piensa, haciendo lo que querían hacer.
Antes de atravesar la séptima pared, D decide ver cómo avanza su escape, de manera que vuelve a cruzar compartimiento tras compartimento hasta la celda donde comenzó. Acostumbrado a vivir en el espacio entre paredes, ha olvidado lo relativamente cómoda que era, con su pintura blanca, su cama de metal, su letrina y su ventana enrejada (por la cual puede escuchar, todavía retumbando, el final de la tormenta de la tarde). ¡Incluso hay un pequeño estante con libros!
D se detiene a tocar el lomo de la gran obra de Dino Buzzati, El desierto de los tártaros. Lo saca del estante y hace pasar las hojas, buscando las líneas subrayadas que se sabe de memoria: “El caso es que ahora, al final de su vida, Filimore veía repentinamente llegar la fortuna con coraza de plata y espada teñida de sangre; él (que ya casi no pensaba en ella) la veía aproximarse extrañamente, con rostro amigable. Y Filimore, ésa es la verdad, no se atrevía a moverse hacia ella; se había engañado demasiadas veces, ya estaba bien”. Después abre la puerta de la celda y sale a la luz cegadora del recinto central. La lluvia ya se evaporó de la tierra desnuda y rojiza. Bien en lo alto, un milano brahmán patrulla el aire, con toda la atención puesta en algo que D no puede ver.
Lleva sólo un momento recorrer el pabellón hasta el lugar donde tiene intención de escaparse. Aunque golpea la pared aquí y allá, y se agacha una vez para tocar el cemento, no encuentra señales de su propio trabajo; sin embargo, sigue siendo optimista. Antes de volver a entrar, mira la pared del recinto mismo. Tiene seis o siete metros de alto y es toda pareja salvo por algunas manchas negras. Una vez que salga del pabellón, piensa, tendrá que empezar con eso. Será un nuevo desafío. D está muy entusiasmado con la idea, de modo que vuelve a entrar y empieza a cavar otra vez con renovado entusiasmo.