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La bebedora de sangre

Un cuento de Rachilde

Rachilde, seudónimo de la escritora francesa nacida en 1860 Marguerite Vallette-Eymery, se vestía como por entonces solo los varones y se presentaba con unas tarjetas que decían: Rachilde – Hombre de Letras. Tomado de la edición de Overol, uno de sus cuentos hasta ahora inéditos en español.

Por Rachilde. Traducción de Claudio Iglesias.

A Jean Lorrain

I

Completamente sola, completamente roja, como ebria, rostro circular de una eternidad de terror motivado en un misterio que quizás no es más que la infinita desesperación de su propia quimera, la Luna rueda sobre un cielo inmenso cuya extensión parece doblada todavía por la inmensa extensión del monte.

Y desierto, y pardo, ahora, de rosa que es durante el día, como golpeado de muerte por el terror de su propio silencio, el monte despliega su cabellera inculta, cortada al medio por la raya lívida de un camino que va a juntarse con el cielo, muy lejos, allá arriba, en el horizonte.

Es una bella noche, pasiblemente extraordinaria, donde nada hay que no sea suave y perturbador.

Cerca, lejos: nadie. Ni grandes sombreros, ni techos de casas. Nadie... Pero la Luna parece ser alguien...

Despótica y arrogante, abierta en círculo como un pozo de oro, aspirando todos los aromas y todos los alientos, la Luna avanza, un poco de costado, titubeando de una enorme ebriedad tranquila, sorbiendo las cosas o los seres cuyas múltiples vidas estranguladas generan ese silencio mortal colmado de vértigo.

Los pájaros, despertados por su luz de incendio, permanecen inmóviles entre los brezales, con las alas palpitantes, los ojos fijos contemplándola con estupor.

En el camino, las esbeltas culebras de la arena dispersas en el suelo se detienen, enderezan la cabeza, golpean la tierra con su cola escuálida y observan, también fascinadas, el brillo nuevo de este hocico de hidra.

Miríadas de insectos lúgubres salen sin ruido de sus agujeros y algunos, para verla mejor, se ponen lentes de esmeralda.

Una hora solemne transcurre mientras nada se mueve, pero arriba, lenta e insensiblemente, el rostro de la Muerta de espanto avanza con su vuelo mudo de vampiro y busca...

...Busca, porque está como tendida sobre el monte. Se inclina, ya muy borracha, deseosa de beber aun más; aspira, succiona, atrae a su boca abierta como un pozo de oro todo lo que es espíritu o sangre.

Entonces, a lo lejos, por el camino lívido, se acerca una pequeña forma negra. Es primero un insecto, una hormiga erguida sobre sus patas; luego una culebra ondulando sobre su cola; enseguida un pájaro, arrastrando las alas; por fin, es una mujer. Es muy joven, de rostro macilento y redondeado enmarcado en una gorra circular, un pañuelo de terciopelo a la cabeza como lo llevan las religiosas de los hospicios pobres, del que salen mechas rubias en forma de rayos resbaladizos. Trajina una pollera con pliegues ajustados a su talle; sus zuecos son redondos, de punta chata, y sus manos, pequeños astros satelitales, se balancean sobre el delantal largo. Es una bella muchacha de Bretaña, de ojos claros, ojos abiertos que no ven nada.

Y camina sin rumbo, titubeando un poco con las piernas entumecidas, presa de una infinita lasitud. Observa la Luna, la Luna que ya debe haberla visto; su cara transparente de víctima fatal de la tuberculosis deviene aun más sombría, más roja de sangre corrupta, y se adivina que una oscura especulación entenebrece la lontananza del monstruo de oro.

La pequeña paisana se sienta en los brezales, exhausta, con los senos atenazados por dolores ligeros como las ásperas caricias de la hierba que cosquillea. ¿No hay entonces remedio para su mal? La abuela anciana que le dijo: “¡camina!”, ¿sabe con certeza si ayuda caminar? ¡Se dormiría tan bien sobre el monte a esta hora en la que el grillo ya no canta! Se dormiría tan bien... y ella se extiende, cansada a tal punto que sus ojos se cierran a pesar de su voluntad de mantenerlos abiertos, por obra de los ángeles malvados...

Tiene quince años y sueña, desde hace tres noches, que come tierra. Está poseída por un mal bizarro de nombre desconocido. La abuela anciana, idiota de gestos vagos, todo lo que le queda de familia, afirma que la Luna es la causa y repite, dirigiendo sus brazos en la dirección del Océano que comienza más allá de los montes desiertos:

—Sí, es ella que hace alejarse el mar, es ella que hace venir a las mujeres...

Como la vieja es sorda, no escucha la risa incrédula de la pequeña; sostiene rígidamente el brazo levantado, los ojos fijos, de pie frente al cristal en el que destella la Enemiga, la Cabeza Rubia cortada que busca eternamente toda la sangre dispersa de su cuerpo de antaño.

—¡Camina! ¡Camina! —grita la vieja—. ¡Anda! ¡La Luna es la causa de todo!

Muestra el puño, quizás a la Luna, quizás a la muchacha, que se aleja amedrentada y sin ánimo de reír, porque la hora de los duendes ha sonado en el monte.

... La niña no puede luchar contra el sueño que la asalta y se adormece. Esta vez, sueña que la Luna la abraza, que la Luna es una boca de miel.

—¡Es ella que hace alejarse al mar! ¡Compréndelo, Marivonnec!

Cuando la pobre niña se despierta, es noche cerrada; y llora, aislada en su vergüenza de virgen sorprendida, llora porque la Luna no ilumina ya su camino, porque se siente perdida en el mundo, y sobre todo porque nadie la ama.

Afligida, pequeña sombra dejando manchas de sombra sobre el camino lívido, vuelve llorando. Pero arriba, escondida en el duelo del cielo, debe burlarse la Luna, ¡la Luna, flor de fuego que vive de la sangre de las mujeres!...

 

II

—¡Ey! ¿Marivonnec?...

—¡Ey! ¿Jeanivon?...

Extienden sus brazos sin encontrar nada. Él está por cumplir dieciocho años. Ella lleva sus quince y su vestido redondo de pliegues ajustados alrededor del talle, con el orgullo de sentirse joven y bella. Él tiene puesto un sombrero que le vino de herencia, de alas grandes, y que le hace una cabeza muy pequeña de muñequito marrón con ojos vivientes.

Caminan siguiendo el recto camino del monte, escuchando los grillos. La Luna apenas se eleva. Desde el horizonte los observa, acurrucada al ras de los brezos, con ramitas como bigotes, acechándolos como la pupila de un gato enorme acecharía a dos ratones.

—¡Oh, la Luna! —dice Jeanivon.

—¡Sí, la Luna! —responde Marivonnec.

Ella queda pensativa. Hay un secreto entre ella y la Luna, pero eso no concierne a Jeanivon.

Y se columpian uno del otro, balanceando los brazos.

Una hora transcurre. La Luna sube, como un globo de ámbar conteniendo un corazón incendiado, como una urna de alabastro llena de cenizas calientes. Es ahora menos enorme y más pálida. Y tiene sus coqueterías: un echarpe de vapores blancos bajo el cual su tez se afina hasta adquirir los matices de la hortensia. Sube y resplandece de golpe, desprendida de sus vapores, bella como la cabeza de una recién casada de la que cae el velo.

—¡Sí, la Luna!... —dice Jeanivon, ahora pensativo.

—¡Oh, la Luna!... —responde dichosa Marivonnec, bruscamente.

Permanecen allí, en el medio del camino, tomándose las manos en un silencio que los emociona, y hasta los grillos respetan su éxtasis.

—¡Tus mejillas son como rosas! —arriesga Jeanivon, enternecido.

—Las tuyas son como el sol —responde Marivonnec—, ¡pero no tienes barba, y te pareces a nuestro cura!

Y no puede evitar reír, desternillarse de risa, torciéndose, rodando y arrastrando a Jeanivon entre las hierbas. Jeanivon también ríe, a pesar de que no sea gracioso para él ser comparado con un señor clérigo.

La Luna, desde lo alto, parece gesticular la misma sonrisa forzada, de los extremos de sombra que nacen en su superficie como dos hojas de nenúfares en la piel de un lago amarillo.

Cuando han acabado de reír, Jeanivon y Marivonnec se abrazan mudos, se besan, se estrechan con toda su fuerza, a la bretona, sin reponer aliento, pico a pico como dos palomas, siguiendo uno los movimientos del otro, y hacen ondular sus cuellos hinchados de placer. Así se abrazan los novios más castos; desgraciadamente, esa noche la Luna ha reído... y Jeanivon sorprende a Marivonnec con un tierno movimiento de pelvis. Ella dice que no parece un hombre. ¿Se lo hará ver?

La inocente Marivonnec lanza un grito de dolor mientras la Luna todavía se burla... ¡la Luna, flor de fuego que vive de la sangre de las mujeres!

 

III

Nubes pasan galopando en ráfaga, y detrás de esos negros sementales del diablo se ve, por instantes, la Luna que relumbra en cuarto creciente, taconeando sus grupas como una espuela de oro. Están tan bajas, esas nubes, que parecen pender sobre los brezales, siempre marrones y sombríos como placas de sangre seca. El viento hace un ruido de mortajas que crujen. Todos los muertos deben agitarse, esta noche, y llorar a largos torrentes de lágrimas sus viejos crímenes.

Sin embargo, Marivonnec ha salido, porque la abuela le ha dicho, mostrando su puño al cielo:

—¡Anda, camina, camina; para curar tu mal hay que caminar!

Arrastrada a la puerta por la vieja idiota, Marivonnec se ha ido, ocultando su rostro bajo sus cabellos, que ya no quiere peinar.

¿Es bueno entonces, para todos los males, caminar? Ella siente que la han echado, pero quiere creer que es un remedio, ¡el eterno remedio, andar derecho! Y va. Las nubes van más rápido que ella. Se desordenan, trepan unas sobre otras, se encabritan, luego se dispersan en todas las direcciones. Sólo quedan algunos copos grises, briznas de lana, plumas, pelusas dando vueltas y en el centro del campo de batalla despejado, la Luna muy esbelta que parece detenerse, revelándose como el extremo saliente de un falso brillante bajo la mirada del segador.

Marivonnec solloza, abrumada. Siente como si alguien la tomara por el vientre, su vientre tan grande que siempre está un paso delante de ella en el camino. Hace tres días que sufre sin atreverse a gritar. ¡Ah! El brezal ya no es suave, en invierno; sin embargo, le gustaría dormir. Marivonnec termina por hallar un lecho, un pantano en el medio del monte donde la lluvia ha formado arroyos entretejidos de lodo, que la bruja ha de bendecir... ¡qué importa! Marivonnec se extiende, se revuelca, ríe, ríe hasta romperse los dientes, aúlla y convoca a los ángeles malvados. ¡Ah, todos los ángeles malvados para librarla de su peso! Y uno viene, y con su dedo puntiagudo le abre un tajo en el vientre. Ahora ella está furiosa, ebria de cólera. Lo toma de la garganta; él es pequeñito, pero los peores demonios son pequeñitos, y ella lo estrangula, sin darse cuenta, la pobre, de que estrangula a su propio hijo.

Sale de la ciénaga, llena de basura y de barro, curvada en dos. Súbitamente avejentada, imitando a su abuela, la idiota, muestra el puño al cielo, a la Luna.

Y la Luna, victoriosa sobre los escuadrones negros de las nubes mortuorias, centellea, se alarga en una llama blanca, pura como la luz de un cirio blanco. La Luna brilla; la Luna, flor de fuego que vive de la sangre de las mujeres...

 

 

 

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