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Prólogos

Fogwill

Por Arturo Carrera

"Su poética se expresa en una lengua 'vulgar', entendida por todos; es lírica y es incluso una actividad, para él, extraordinariamente digna y seria. Hacer un poema era como fabricar un lujoso mueble, una marquetería".

Por Arturo Carrera.

 

“Lo último que un autor preferiría que se dijese de

su obra es lo primero que me interesa en ella.”

FOGWILL

 

Conocí a Fogwill en los ochenta, en la época de la salida de su colección de libros de poesía Ediciones Tierra Baldía. Leí entonces El efecto de realidad. Me gustó mucho esa mezcla, esa fragmentación irónica de citas de la poesía argentina que ya daba lugar a una especie de punto de turn off o de leve vanguardia —si consideramos a ésta como la “parodia crítica de la tradición”.

Había, en la selección de aquellas citas, algo que Osvaldo Lamborghini llamó “conciencia sin piedad”. Refiriéndose al libro y a Fogwill mismo, escribió: “Liberal despiadado: admirable como la conciencia sin piedad que aparece en estos poemas, sin resignarse a ser solamente lúcida...”. Había algo de enigmático y al mismo tiempo tan cierto en aquellas palabras. Poco tiempo después, cuando en el 82 salió mi libro La partera canta, Fogwill, que lo había leído exhaustivamente, atinó —en el galpón de Miguel Briante donde hicimos la presentación y fue una fiesta— a subirse a una silla y rematar el libro ante la hilaridad de los amigos.

Pasado un año aceptó presentar mi libro Arturo y yo y viajó a Pringles, donde le advirtió al público desconcertado: “No soy amigo de Arturo Carrera, vengo solamente a presentar su libro…”. Mi permanencia en la provincia y mi deseo de llevar hacia allá a mis amigos poetas y pintores quedó registrado por el poeta Fogwill así (se refería al librito Palacio de los aplausos, que con Osvaldo Lamborghini escribimos para parodiar, acaso como en vestigios, un teatro de la crueldad): “(...) Fue durante un otoño. A fines de los setenta y comienzos de los ochenta se sucedían los retiros a Coronel Pringles promovidos por Arturo Carrera. (…) En sucesivos safaris, Néstor Perlongher, Osvaldo, Emeterio Cerro, Alfredo Prior y yo, entre tantos ignotos de Buenos Aires, fuimos introducidos por Arturo en la novela urbana del pueblito insignificante donde por un efecto de contraste parecíamos significar algo a los atónitos personajes de las fuerzas vivas del lugar. Allí se concibieron obras, pero bien pudo no haberse concebido nada e igualmente, sin texto, habría sobrevivido el gesto de gratuidad de aquel enfrentamiento entre unos pocos creídos artistas y la pequeña multitud de provincianos que, entrampados en sus ritos urbanos, se sabían testimonios de la sociedad productiva del campo argentino”.

He aquí una manera, o la primera muestra tal vez, de su manera de enfrentarse a la poesía de la época. Y creo que así como aceptó y difundió esa poesía, también escribió acerca de poetas que iba “descubriendo”. ¿Por qué?

Quizá porque también al escritor que fue se sumó el propagador poético: es necesario entrever, en ese arte de la lectura de poesía, el sentido de la vida en su colmo, en su expresión más alta, por estallar como el splendor de los pintores antiguos: punto de realización y de “representación”.

Y Fogwill fue ese gran lector, el que desenreda de las pasiones primeras el libro inmejorable, el que ha estimulado y estimula el work in progress de muchos escritores que comienzan. Llamándonos por teléfono, muchas veces competía en cierto modo por el encuentro de un poeta nuevo: “¿Ya leíste los poemas de bsbsbsbsb…?”.

Sus novelas y críticas y mucho más su poesía, están llenas de experiencia y de gracia, de una experimentación que no deja demasiadas huellas en el texto. Eso lo aparta de los novelistas y poetas de su generación y logra que los escritores más jóvenes —un don que supo cultivar tanto como Yeats— no puedan sino admirarlo, leerlo y hasta copiarlo.

Su escritura y su posición frente al hecho poético, a quien Fogwill dedicó la vida, siempre me lo hicieron comparable a Ezra Pound, pero sólo en este sentido: merced a su oído agudísimo y crítico, a su espíritu contestatario y revelador en cuanto a gustos y temas literarios, acaso tan necesarios para el novelista y el poeta. Y a su capacidad de generar, casi desde las tramas mismas de la escritura, arduas operaciones mayéuticas (quiero decir de partera, como Sócrates y la madre de Sócrates, que lo era) y de extraer, por medio de fórceps dialécticos y no pocas discusiones, lo mejor, lo más depurado de un acto de pensamiento: el fruto vivo de la idea, de la pasión y de la belleza entendida como cierta aristocracia de la cultura.

De las obras contenidas en este libro, simplemente elegiría todas. Incluso los primeros inéditos, esos poemas frágiles, que se escriben como para intentar que hable o murmure la sibila del destino. Cada uno incluye una manera de plantarse frente al hecho poético que Fogwill penetró.

Fue trovadoresca su posición en este sentido: su poética se expresa en una lengua “vulgar”, entendida por todos; es lírica y es incluso una actividad, para él, extraordinariamente digna y seria. Trabajó como lo hacían los poetas provenzales: sabiendo usar la escofina, el cepillo, el torno. Hacer un poema era como fabricar un lujoso mueble, una marquetería.

Y comparte según creo otro rasgo de la poesía provenzal: atiende al canto; busca esa consonancia difícil, de pomposa sonoridad. Siempre el lector de Fogwill es un lector de música. Como fue puesto de relevancia por un grupo de músicos y cantantes que ofrecieron en el Teatro Colón de Buenos Aires Últimos movimientos del señor Fogwill, 63 poemas que se enlazaban en la voz de un lector, obra que describía situaciones ordinarias como fumar en pipa, mirarse al espejo, desayunar o abrir el correo, pero también “alcanzar una reflexión aguda sobre la creación, la materia del arte y el motivo último de la poesía”.

En sus poemas interrumpidos por historietas súbitas, busca la idea mallarmeana de contigüidad: lejos o cerca del hilo conductor latente, sabe favorecer el trabajo de la concomitancia de dos fenómenos extremos que parecen fundirse: el verso libre y el poema en prosa.

A esto debo agregar otra apreciación del propio Mallarmé: “Las palabras, en la poesía se reflejan unas sobre otras hasta perder su color propio para no ser más que las transiciones de una gama”. Y más aún: precisiones que el poeta va insinuando: su maestría no podía ser otra que la del estímulo, la de la sugerencia y no la del mandato. Pero es preciso que atendiéramos y volviéramos a capturar, acaso críticamente, estas utopías realizables: que la poesía no existe; que el alma es un nudo de ritmos; que el verso se halla en cualquier parte en que la lengua tenga ritmo; que en el género llamado prosa también existen los versos, a veces admirables, en todos los ritmos. Pero es laprosa la que no existe: existe el alfabeto y después, versos más o menos ceñidos, más o menos difusos. Cada vez que se produce un esfuerzo de estilo existe versificación.

Estos postulados libres bastarían para constituir un Tratadito de prosodia caro a Fogwill.

Roberto Calasso nos dice, en su precioso libro La literatura y los dioses, que con ideas tales como las que acabo de señalar, el verso pudo adquirir una fisonomía que hasta hace no mucho tiempo hubiera resultado aberrante. No se trata del verso canónico de la métrica ni del informe verso libre, sino de un ser ubicuo, nervadura oculta en toda composición hecha de palabras. Y a esto me atengo. Mallarmé rompió el cinturón de castidad de la métrica clásica; entonces, ¿para qué insistir? ¿No bastaría con experimentar esta sutil evasión del canon de la retórica? Y como dice Calasso, ¿no deberíamos componer un instrumento nuevo, con nuestra propia manera de tocar y de oír, tal como lo intentó Fogwill, con tal de que se lo ejecute con visión o conocimiento?

¿Y si dijéramos, como Dante en De vulgari eloquentia, otra vez, en vez de “con conocimiento”, solamente “con arte”?

 

El presente prólogo fue tomado de Poesía reunida, de Fogwill, Alfaguara, Buenos Aires, 2016.

 

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