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Ficcion

El señor Ludo

El volumen El gato tuvo la culpa (Blatt & Ríos) recupera cuentos de Hebe Uhart de los ´60 y los ´70.

Un cuento de Hebe Uhart.

El señor Ludo aparecía en los lugares donde vivía poca gente. Tenía mujer y seis hijos que andaban como jóvenes camellos. La primera vez que los vecinos de aquel lugar lo vieron, estaba clavando cuatro palos y poniendo una lona encima, y se quedaron asombrados. Entonces vino un vecino y preguntó:

—¿Es un circo?

—No –dijo el señor Ludo–. Es mi casa.

Al día siguiente vieron que esa gente no hacía comida, pero tenían un gran alfajor y el padre lo cortaba y les daba a todos, y mientras, la mujer estaba en un rincón. Nunca salían separados y a veces uno de los hijos asomaba la cabeza por debajo de la lona y la metía ligero adentro. Y entonces no les preguntaron nada, aunque siempre seguían espiándolos.

El señor Ludo tenía una barba castaña y larga y era calvo, y al tercer día de estar ahí, los vecinos vieron aparecer un animal largo, que parecía un perro, pero que caminaba como un pato, y en seguida apareció una mano que lo metió otra vez adentro. Por muchos días no vieron más nada y ya casi se habían olvidado de ellos, cuando los vieron salir a la calle. Iban uno detrás del otro y adelante iba el señor Ludo calzado con sandalias. Cuando hablaban no se paraban para escuchar y atendían a lo que decía el de adelante, desde el señor Ludo hasta el más chico de los hijos. Caminaban por todas las calles de la ciudad y después volvían, y nunca entraban a comprar nada y toda la gente miraba a los hijos del señor Ludo, que parecían jóvenes camellos. Entonces la mujer, que era temerosa, le dijo al señor Ludo:

—Miran a nuestros hijos.

Y entonces el señor Ludo le dijo:

—Son hijos muy robustos.

Y seguían caminando y no hablaban casi nada, y sólo hablaba el señor Ludo para dar la orden de doblar o descansar. Descansaban parados, y entonces el señor Ludo se limpiaba el sudor con un pañuelo violeta y después decía:

—Seguir.

Y seguían hasta bien entrada la noche, y entonces volvían a su casa.

Un día estaban caminando por la calle, adelante el señor Ludo y por detrás de todos, el chico más chico. Cuando doblaban la esquina el chico más chico dijo:

—Se me perdió un zapato.

El siguiente se lo dijo al otro, y así, hasta que lo supo el señor Ludo. El señor Ludo pensaba y no decía nada, y después de haber pensado un poco, dijo:

—Hay que buscar ese zapato.

Entonces se dieron vuelta y todos regresaron a buscar el zapato. Lo buscaron por todas las calles de la ciudad y no estaba. El chico más chico parecía rengo y caminaba de un modo raro. Y cuando pasaron por la zapatería, la madre dijo humildemente:

—Podríamos comprar otros zapatos.

El señor Ludo no la oyó, y buscaron el zapato hasta bien entrada la noche. Cuando todos estaban cansados, el señor Ludo dijo con mucha seriedad:

—El zapato se ha perdido.

Todos repitieron eso, y se fueron camino de la casa.

Y el señor Ludo les decía así a sus hijos:

—Hijos: el padre de ustedes fue legionario alpino. Iba al frente de los ejércitos que están en las montañas. Allí todos vencían y cazaban patos salvajes, pero ahora estamos acá. Nosotros no estaremos siempre acá y vamos a volver a las montañas alpinas.

La madre hacía que sí con la cabeza, pero los chicos nunca habían sido legionarios alpinos y miraban con curiosidad a la madre. El padre seguía:

—Allí nadie recoge las cosas del suelo para comer y los que se comen un pato salvaje que esté herido en el ojo, son fusilados delante de todos.

Y entonces el más chico dijo:

—¿Y si cerca del ojo?

Y el señor Ludo no respondió, y decía:

—Allí cantan canciones y nadie descansa, todos están en marcha y hacen sus necesidades en la marcha.

Los niños se asombraron de pensar en tanta gente caminando y activa, y el chico más chico tenía sueño y quería dormir. Por fin se iban a dormir y el señor Ludo se quedaba levantado y conservaba el fuego. Cuando todos estaban dormidos y nadie lo veía, leía un libro con letras rojas y hacía señales raras, y cuando se quedaba dormido sobre el libro, se abofeteaba y seguía leyendo. Pero nunca nadie, ni siquiera su mujer, supo qué había en ese libro, ni tampoco que lo leía.

Y de día el señor Ludo no estaba en la casa y su mujer debía ir a buscar agua a la casa de los vecinos. Y la mujer al principio iba, pero después mandó a su chico más chico, que traía el agua muy contento. Una noche volvió el señor Ludo más temprano y vio que el chico traía agua en balde y le dijo a su mujer:

—¿Quién debía traer el agua?

Y la mujer bajó los ojos y dijo:

—Yo.

Y dijo el señor Ludo, levantando un dedo:

—Él no traerá agua; él será legionario alpino.

Y entonces el chico, que estaba esperando con el balde en la mano, preguntó:

—¿Qué hago? ¿La tiro al suelo o la devuelvo?

El señor Ludo miró, y era de noche; las casas de los vecinos ya estaban cerradas y se veían algunas luces a lo lejos. Dijo levantando el dedo:

—Sólo esta vez se entrará el agua.

Un día los vecinos vieron cómo levantaban la lona y se iban caminando, llevando la casa como se llevan los estandartes en la procesión. En la espalda llevaban un bulto y todos estaban serios. Así llegaron a un terreno y pusieron la casa. En seguida vino un hombre con la cara roja y les dijo que se fueran. Y el padre muy seriamente mostró una medalla que tenía unas perlas muy viejas. El hombre miró un rato las perlas, y dijo:

—No me importa.

Y entonces el señor Ludo y todos los demás siguieron llevando la casa hasta encontrar otro terreno libre, y cuando lo encontraron, cansados como estaban, pusieron en seguida la casa. Y cuando entraron y estaba la lona puesta, vieron que estaba lleno de estiércol de caballo, y tuvieron que irse a otro lado. Era de noche, y aprovecharon para quedarse en un terreno, y a la mañana siguiente, la primera vecina que se despertó llamó a las demás y se pusieron a espiar hasta que vieron aparecer la primera cabeza. Era el chico más chico, y en seguida se metió adentro. Después su madre lo mandó a buscar agua y los vecinos no le dieron, y esa noche se tuvieron que mudar de allí.

Al fin el señor Ludo tuvo que vender su medalla con perlas y le dieron un terreno, pero en el terreno también tenían que estar dos caballos y una conejera. El más chico se había hecho un agujero para espiar a los caballos y los conejos, pero el agujero casi no se notaba. En ese tiempo también tuvieron botas nuevas y el señor Ludo compró un perfumero y todas las tardes echaba perfume por la casa y a veces, al aire. Todos quedaban con mucho olor a ese perfume y estaban contentos, y la mujer también, porque tenía una alfombra nueva y había comprado un pescado. Comieron el pescado crudo y el señor Ludo lo partió en trozos y puso la sangre en un baldecito. Después todos se lavaron, y en esa casa siempre se lavaban con agua y nunca con jabón.

Una vez salieron todos a caminar, uno detrás del otro, y llevaban bolsas chicas. El hijo menor tenía la bolsa más grande y era porque había agarrado un conejo de la conejera.

Él había mirado la conejera y se había dicho:

—Hace mucho que nunca tengo un conejo.

Y entonces lo embolsó. Cuando iban caminando por la calle, abrió la bolsa para mirar el conejo y se le escapó, y no podía decirle al señor Ludo que su conejo se había escapado. Entonces, en puntas de pie, sin decir nada, se fue a buscar el conejo y se dijo:

—No voy a volver hasta que lo encuentre.

Y lo buscaba y no lo encontraba. Los otros hermanos no dijeron a su madre que el más chico se había ido y, como a una señal convenida, se fueron para el otro lado, sin hacer ruido. Al doblar, la madre se dio cuenta y se cubrió los ojos. Empezó a llorar y a gemir, y el señor Ludo, sin darse vuelta, le dijo:

—Usted también puede irse.

Y la madre se fue, y lloraba y gemía.

El señor Ludo se fue a su casa, perfumó todo y se puso a leer de día ese libro que sólo leía de noche, y leyó mucho tiempo, y cuando llegó la noche, salió y llegó a una plaza. En un banco estaba sentado un hombre que leía el diario, y el señor Ludo se le sentó al lado. El hombre del diario lo miró y el señor Ludo le dijo:

—Pronto iremos a las montañas a combatir contra las tribus de los que llevan penachos. Yo soy legionario alpino.

—Ah, es legionario alpino –dijo el hombre del diario, y siguió leyendo.

—Allá todos los que amasan el pan sin levadura son mandados a Siberia –dijo el señor Ludo con orgullo.

Y el hombre del diario dijo:

—Ah, a Siberia –y siguió leyendo.

—Los moribundos están todos en un lugar, para tener el consuelo de los otros moribundos –dijo mirando a lo lejos.

—Claro –dijo el hombre del diario, y se fue.

Mucho tiempo se quedó el señor Ludo en el banco de la plaza y luego se fue a su casa caminando despacio y no decía a nadie que siguiera, ni que doblara las esquinas.

Cuando llegó a su casa sintió ruido adentro y pensó que a lo mejor había ladrones.

Un rato estuvo pensando si entraba, y por fin entró. Adentro estaba su hijo más chico, dormido al lado del conejo. Quiso sacarle el conejo con suavidad, y el conejo también estaba dormido. Cuando quiso sacarle el conejo, el chico se despertó y aprestó el conejo contra sí, y después se durmió otra vez.

El señor Ludo leyó otra vez a la noche ese mismo libro de letras rojas que ya había leído a la tarde, y después avivó el fuego.

***

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