Sobre Balnearios de Etiopía
Martes 07 de diciembre de 2010
Balnearios de Etiopía, de Javier Guerrero (Eterna Cadencia, 2009) se presentó en Nueva York. Sylvia Molloy le envió una carta al autor a modo de comentario sobre la novela.
Por Sylvia Molloy.
Javier Guerrero lee un fragmento de la novela. Diamela Eltit observa.
Querido Javier:
En tu impresionante novela hay una dentista, la doctora Lobo, que intenta rehacer la boca de su joven paciente. Creo que uno de sus discípulos me atendió a mí, Sylvia, el jueves pasado y me hizo un root canal que en lugar de rehacerme la boca me la deshizo. Por eso no puedo estar con ustedes hoy como lo hubiera querido, tengo que volver a su maléfico gabinete para ver si me arregla el diente. Disculpa este paso autobiográfico por la odontología pero no está tan fuera de tema para una novela donde abundan las raíces, las intervenciones vegetales y animales, los fillings o rellenos, los tajos, las cavidades donde se pone algo o de donde se saca algo más o menos desconcertante cuando no pútrido, una novela donde se narra la enfermedad.
O mejor dicho, no: porque lo primero que nos muestra tu novela es que la enfermedad no se narra, sólo se puede, como diría Tununa Mercado en otro contexto, "narrar después". La enfermedad se atestigua no se cuenta, porque la enfermedad no tiene tiempo ni límites, que es lo que requiere toda narración. Es pura indefinición, suspenso, estar entre mundos, o más bien no saber dónde se está. Tu novela es errática, como la enfermedad misma, y también como la enfermedad trabaja con la indecisión y lo indecible: Balnearios de Etiopía es El lugar sin límites. La primera parte de tu texto, engañosa, parece proponer una división clara: por un lado un sujeto enfermo, Lázaro, por el otro un narrador sano que lo atiende en un lugar aislado, claustro o clóset. Y el lector cae en el engaño, se deja llevar por la lectura, entra en el patetismo cute de los diminutivos - Lázaro como el bebecito, el enfermito, en la barriguita de las muñequitas que el narrador destripaba de niño, un narrador que se nos presenta atareado, activo, atento a la construcción de su cuerpo, a su alimentación, a su salud. La inestabilidad de la situación, presagiada por el nombre, palindrómico de la enfermera, Aviva Mayalayam, es irónico presagio de lo que viene después - aunque es difícil plantear un antes y un después en esta novela - la inestabilidad, digo, entre lo que está sano y lo que está enfermo, se hace patente en el capítulo siguiente, donde el enfermo es el yo, y el sano, o mejor el recuperado, es el bien nombrado Lázaro. Porque aquí no hay sanos por un lado y enfermos por otro, no hay un claustro infectado por un lado y un afuera sano por el otro, no hay barrera aséptica. Desarmas el lugar enfermo como lugar de duelo individual o de patetismo morboso o de culpa y lo liberas: hay individuo enfermo y hay ciudad en estado de plaga. Todo en esta novela, como el nombre de Aviva Mayalayam - o como el de ciertos lugares del texto: Oruro, Ababa - es reversible.
En el prólogo a Excesos del cuerpo tú y Natalie Bouzaglo escriben: "la enfermedad es una suerte de pantalla en blanco sobre la que proyectamos miedos, terrores, paranoias, fobias y ansiedades". También, te diría en tu novela, es espacio de liberación, pantalla en que proyectamos y donde vivimos una extraña libertad. Tu claustro es menos moridero que creadero, espacio fértil de imaginación, de libertad productora. En la enfermedad se alucina, se sueña, y esos sueños y alucinaciones son motor principal de tu novela. En ese espacio suspendido se mezclan momentáneamente (y, una vez más, creadoramente) pedazos: pedazos de cuerpos, de actos sexuales, de roles, de líquidos, de carnes, insectos, plantas, de manera descontrolada. En Balnearios no hay criterio ético sino el que dicta el propio cuerpo, las distintas partes de ese propio cuerpo. No pasa por aquí la vigilancia estatal ni la vergüenza personal, que estabilizarían la enfermedad dándole nombre. Aquí nada tiene nombre, ni siquiera la perra guardiana que es pura confusión apelativa, acaso por eso mismo más querida, hoy Luba mañana Tilia, aunque ¿cuándo es hoy y cuándo mañana en tu novela?
Me fascina, claro está, la figura de la madre en tu texto, porque ninguna narración, ni las tuyas ni las mías (ni las de Diamela: ver su reciente Impuesto a la carne) finalmente se sale de madre. Me fascina la manera en que desmadras a la madre. Si la madre es, como diría Borges en otro contexto, "todo para todos, como el Profeta", aquí es, al igual que la enfermedad, ilimitada, reversible y fecunda, penetrante y penetrada, espacio de cambio y de generación (¿o degeneración?). Madre, matriz protectora - es sobrecogedor el episodio donde el narrador y sus hermanitas/hijitas penetran y nadan en su hospitalaria "marea vaginal" - y también matriz de disrupción y extrañeza, compenetrada con el cuerpo del hijo y a la vez resistente a él: "Mi madre no me cedería el inmenso goce de parirla".
Javier, podría seguir y seguir pero mi diente enfermo me reclama y el discípulo de la doctora Lobo espera. Wish me luck y seguimos hablando de tu novela la semana próxima. Sobre todo de ese final hambriento, incorporativo, ese parir al revés, provocativo y productor que te permite la escritura de la enfermedad. Y hablamos también de tus diminutivos, que me encantan.