Rafael Spregelburd: "Todo mestizaje es una forma de pureza"
Por Natalia Gelós
Lunes 04 de febrero de 2019
"Siempre traté de hibridar la escritura teatral con otra cosa", explica. La primera novela del dramaturgo, director y actor Rafael Spregelburd nació como un juego para pasar los días de rodaje de Zama, la novela de Antonio Di Benedetto llevada al cine por Lucrecia Martel, y se llama Diarios del capitán Hipólito Parrilla (Entropía).
Por Natalia Gelós.
Como una mancha que se expande, la sospecha de Hipólito Parrilla empieza a crecer: “En esta suspensión de mis andanzas, fantaseo con que hay otro que hace de mí y que representa mis desgracias. No lo conozco. Pero me agacho en silencio a observar qué hace, cómo vive. Sí, sé que es bizarro, que es improbable pero ¿no han sentido quizá tal certidumbre?”. Esta es la primera novela del dramaturgo, director y actor Rafael Spregelburd y no se anduvo con chiquitas, aunque todo haya nacido como un juego para pasar los días pastosos y a la espera durante la filmación de Zama, la novela de Antonio Di Benedetto llevada al cine por Lucrecia Martel. Diarios del capitán Hipólito Parrilla (Entropía) es un híbrido intenso, un diario que registró la voz del personaje que le tocó interpretar, un fluir de la conciencia que poco a poco se despabila ¿Quién termina por hablar, acaso, en esos días húmedos, de aguas turbias y vegetación rotunda en escenarios de río en Formosa y Entre Ríos? El creador, entre otras cosas, de ese coloso convertido en obra de teatro que es La Terquedad, habla de su novela pero enseguida despliega su maquinaria creativa.
“En la novela no valen las excusas así que los editores pasaron el prólogo al final para eliminar la autopiedad de por qué ésta cosa tan rara”, advierte antes de empezar. Esa “cosa rara” son entradas en un diario que avanzan en territorios brumosos por los que vale la pena dejarse llevar para disfrutar de una prosa detallista y sutil. “Yo no escribo narrativa; sólo escribo teatro. Se trata más de una singularidad de la poesía o la lírica, si se quiere, más que de una novela en los términos en la que entiendo, me gusta y leo”, vuelve a advertir.
¿Cuáles son esas novelas que leés y que te gustan?
Aquellas donde la narración ocupa un lugar privilegiado, donde los acontecimientos y la omnisciencia del narrador te permiten un montón de juegos que el teatro no te permite. En teatro no hay omnisciencia; cada personaje sólo sabe lo que quiere él. De hecho, eso es lo que les cuesta a los no dramaturgos cuando quieren escribir teatro: todo está explicado, todo dicho por una voz ajena a los personajes, y eso no vale.
¿Cómo operó en vos ese paisaje tan particular como es el formoseño?
De manera definitiva. Un hombre de ciudad en una situación de descontrol absoluto. A diez minutos del centro de la capital de Formosa estábamos. La película se fue demorando. El actor está siempre en una especie de disponibilidad ¿Qué será lo que quieren de mí? Y yo estaba un poco paranoico porque era una película que se hizo con la mitad del dinero que se necesitaba, apretadísima de fechas y horarios, entonces los actores sentíamos que teníamos que estar en disponibilidad 100%. Lucrecia filma en planos secuencia y uno tiene que transformarse porque no sabés en qué parte del día te va a necesitar. Tenés que estar en el paisaje.
¿Cómo nacen estos diarios de Parrilla?
Yo volvía al hotel muy excitado. No había Internet. En los días previos de ir a Formosa nos enteramos de que mi esposa estaba embarazada. Para hablar con mis compañeros, que eran de Brasil, tenía que chapucear el portugués. Estaba solo, entonces empecé a escribir. En esa falencia de comprensión están los hilos que conectan con el Zama de Di Benedetto. Nunca pensé en publicarlo porque creía que quien no hubiera estado allí y no conectara con la clave, no lo iba a entender. No era teatro, era un juego. Como por otra parte debe ser toda escritura. A la noche les pasaba a algunos actores, a Lucrecia, tres páginas por debajo de la puerta de las habitaciones. Era un folletín. Yo quería que fuera publicado en alguna colección en la que quedara claro que no era una novela
Pero le decís novela…
Es parte de mi paranoia… Tengo muchas piezas escritas y siempre peleo la singularidad del dramaturgo frente a otras formas de escritura, entonces me parece injusto que yo me ponga a escribir una novela, que me meta en un territorio de gente a la que admiro y que conoce un montón de cosas que yo desconozco. Siempre quise como abrir el paraguas hasta que me di cuenta de que todo el mundo que ha escrito una primera novela la ha escrito así: sintiendo que no había derecho, en territorio desconocido. También creo que hay una trampa: si uno la lee como monólogo del personaje, entonces podría pensarse como teatro. Todo el tiempo me decía: “Esto se parece a algo que yo conozco”. Hablé mucho con Javier Dualte sobre su primera novela, sobre cuánto de su teatro iba a haber en El circuito escalera y cuánto de su pasión por la lectura.
¿Y a qué conclusión llegaste después de esa charla?
Que la escritura de una primera novela puede compararse con una primera obra de teatro: en un territorio desconocido, más vale que seas ducho con el manejo de tus emociones, de tus palabras, de tus imágenes y todo lo demás se tiene que armar descubriendo las reglas
En algunas entrevistas decís que buscás la lengua perfecta, y en la novela de Di Benedetto hay una pregunta sobre la lengua también. ¿Encontrás relación entre esas búsquedas?
Di Benedetto lo hace con la maestría de quien ha encontrado una clave pura. Es un lenguaje inobjetable. Yo entro en una forma híbrida porque utilizando esa pureza, me burlo de ella, me burlo de la búsqueda de toda perfección. Está llena de anacronismos, de palabras contemporáneas, porque lo que le pasa al personaje es que está dándose cuenta de que es el sueño de un actor contemporáneo en una situación X. Yo creo que todo híbrido, todo mestizaje es una forma de pureza, en el fondo.
Recién hablabas del encuentro con otras lenguas: pilagás, qom… ¿Vos, que hablás varios idiomas, qué pensaste en ese momento?
Este primer contacto fue para mí emocionalmente extraordinario. Ellos hablan también nuestra lengua y eso te pone en una sensación de choque, de decir: “El imperialista soy yo, que no voy a aprender las palabras de estas personas”. Es lo que te pasa cuando vas a Estados Unidos y ellos no hablan tu idioma porque todos les hablamos el suyo. Yo filmé varios días con Rodolfo Prantte, que es paraguayo, y hablamos muchísimo sobre el guaraní. Es una lengua metafórica; una a la que, si le falta la palabra para decirlo, la toma prestada del castellano o del portugués. Eso me sirvió de introducción para estas otras lenguas. Nosotros teníamos unos textos escritos por fonética, y ellos se sorprendían mucho de que alguien que no era de allí hablara en qom, en pilagá. El diario de Selva Almada se convierte en el choque de dos culturas. Ella está fascinada por el descubrimiento de que dentro de este país hay naciones postergadas dentro del territorio argentino. Ellos hicieron su parte del pacto, aprender castellano, pero el Estado argentino no les da nada. Lo impresionante es cómo van desapareciendo los motivos para hablar estas lenguas. Yo trabajé mucho con Nicolás Varchausky, músico de varias obras mías, que estaba haciendo una obra sobre el último hablante de la lengua chaná, ahí actuó de un misionero que trata de corregir al indio que le explica cómo se habla su lengua. Están borrados esos pueblos, esas lenguas. Y es muy fuerte encontrarlos.
¿Ese encuentro abre la puerta para otros trabajos o es un capítulo cerrado?
Nunca está cerrado. La relación entre quiénes somos y cómo hablamos es constitutiva de mi teatro, de mi escritura y de mi pensamiento. Pedí varias veces que me enseñaran, que me pasaran libros, pero no había impresos, y no conseguí que nadie creyera en mi deseo de aprender.
Hablamos de aprender. ¿Tomaste clases de minué durante aquellos días?
Lucrecia pensaba que las películas históricas argentinas fallan porque cuentan la historia de machos a caballo que son copia del cine de western y ella quería lograr una especie de cultura andrógina muy afeminada, parecida a la corte francesa de Luis XV. Ella quería una película cortesana, no masculina.
¿Vos problematizás sobre la masculinidad o la femineidad de los personajes antes de escribir tus obras?
No, porque eso tiene que ver más con la interpretación, pero me di cuenta de que, a lo largo de mi evolución como dramaturgo, mis grandes personajes han sido mujeres. Me doy una explicación bien simple: como soy actor y hombre, siempre vivo la fantasía de querer representar todos mis papeles. Cuando estoy escribiendo, como no sé qué papel voy a encarnar, todos mis personajes masculinos son personajes que puedo interpretar yo y eso me limita. En cambio, cuando son mujeres, soy completamente libre. No necesitan de mi talento y/o de mi inoperancia. Quedan en el territorio del misterio. Los masculinos están siempre atrapados por mi propia neurosis.
Hablás varios idiomas, reflexionás sobre sus secretos, hay una charla TED en la que contás sobre tu modo de tomar elementos de la física, presentaste unos capítulos sobre Clorindo Testa y te confesaste amante de cierta arquitectura ¿Todo eso nutre tu escritura?
Busco salirme del teatro. El teatro que sólo habla del teatro es como la novela que sólo habla de novela o el neurótico que sólo habla de sí mismo. Por eso siempre traté de hibridar la escritura teatral con otra cosa. Lo que no sé es cómo llega esa otra cosa. Mi primera fascinación siempre fueron los lenguajes, pero puede ser cualquier cosa que me sirva. Mi mujer es artista plástica y cantante por lo que es natural que en casa haya una búsqueda en paralelo de los puntos altos de otras disciplinas. En arquitectura me interesa un momento particular, el racionalismo. Creo que me interesa la destrucción, el desarmado de algo, ya sean las gramáticas, la música, cómo se desarman las reglas que otros armaron antes.
¿Y cuál es tu última destrucción?
Las artes marciales.
¿Y eso se filtra en la escritura?
No escribiría para utilizar eso, pero me metí en la cuestión de los ideogramas, tengo un libro que explica su evolución en China. ¿Por qué decidieron tenerlos? ¿Cómo se lleva eso al pensamiento? ¿Cómo han enquistado metáforas de uso cotidiano en descripciones? La palabra barato en chino se hace dibujando una mujer debajo de un techo: no hay nada más barato que tener una mujer en casa. Fijate de qué manera el patriarcado se cuela en eso. Me tiene fascinado. Los chinos tienen una palabra para hermano y otra para hermano menor, pero esa palabra ahora queda sólo como recuerdo, porque no tienen más que un hijo.
¿Y llevás notas de todas esas observaciones?
No, después aparecen de a poco. Una borrasca que está debajo del café y que sube cuando voy revolviendo.