Pablo Duarte: "Me gusta la literatura que se desborda"
Literatura mexicana contemporánea
Viernes 20 de mayo de 2022
"A mi juicio, el ensayo tendría que conservar el interrogante, la incertidumbre, hasta el final". Editorial Gris Tormenta presenta su Colección Editor en Argentina lanzando Ilegible, de Pablo Duarte, escritor y editor mexicano.
Por Valeria Tentoni.
Nacido en Ciudad de México en 1980, Pablo Duarte es ensayista, locutor, corrector, guionista, traductor, ilustrador y editor. Ha colaborado con diversos proyectos editoriales impresos y digitales, programas de radio, así como con artículos para medios culturales y literarios. También participó como editor en Tumbona Ediciones. "Duarte deambula casi siempre tras bambalinas del mundo editorial. Su obra literaria es breve y dispersa", anotan desde Gris Tormenta, el sello en que publicó su primer libro, Ilegible, parte de la Colección Editor que tiene firmas como las del recientemente fallecido Mario Muchnik, Thomas Bernhard o Emily Gould.
"Comienza el taller hipotético de Duarte. Llego puntual. En mi bolsa traigo mis ejercicios recientes", anota Tedi López Mills para comenzar su prólogo. Y es que el libro de Duarte, un largo ensayo presentado "en un formato que se aproxime al de un taller a distancia o al de un cuaderno de ejercicios", reflexiona sobre los procesos alrededor de la creación de un texto. Pero no de cualquier texto, sino de "un texto que resista los pinchazos, los pellizcos, las miradas casi bizcas que intentan enfocar algún detalle".
El suyo, el texto que firma Duarte, versará sobre lo legible y lo ilegible pero también, y sobre todo en su opción estilística, sobre lo indecible, sobre lo imposible de traducir en palabras. Al escribir, hay un placer en la dificultad, un goce secreto e inconfesable, y en ese sentido estas páginas en las que Duarte propone algunas ideas generales sobre la edición y la escritura son una verdadera fiesta.
¿Cómo fue la escritura de este libro? ¿Lo tenías escrito, fue por encargo?
Jacobo Zanella y Mauricio Sánchez, editores de Gris Tormenta, me habían platicado de la idea de la colección antes de que la colección existiera, de la idea de hablar de todas las zonas alrededor del libro sin hablar necesariamente del libro en sí. Su idea fue evolucionando y adquiriendo cuerpo, y me parece que los dos primeros libros -el dedicado a la traducción, de Laura Wolfson, sobre el desafortunado momento en que pierde la traducción de una autora que gana el Premio Nobel, y el de los premios de Thomas Bernhard- eran un ejemplo muy claro del tipo de libro que querían hacer. En algún momento me propusieron escribir uno a mí, ellos imaginaban un libro que tuviera más que ver con la parte previa a la escritura; supongo que me lo propusieron porque he trabajado sobre todo como editor. La idea me gustó, pero si bien yo siempre tuve alguna inquietud de escribir algo sobre la escritura, la verdad es que no tenía nada. Me lo propusieron en 2019. A mí me cuesta mucho trabajo terminar las cosas, tengo mucha inseguridad, me cuesta mostrar lo que escribo, y estaba en ese torbellino cuando pegó la pandemia y nos mandaron a encerrarnos. En mi caso, esa fue la mejor manera, una clínica. Solo tenía que escribir. Este cuarto propio se volvió todavía más vacío y más propio, sirvió perfecto. Y la idea pasó de abordar el tema de pedir textos al de cómo se hace el taller interno, el taller mental que una persona podría transcurrir tratando de encontrar un texto ideal. Así que fue por encargo, y a la vez evolucionó con la presión del encierro.
¿Como editor trabajaste en Tumbona, verdad?
Sí, en Tumbona, con Vivian Abenshushan y Luigi Amara: con un amigo, Julián Etienne, conversamos con ellos y se nos ocurrió entre todos una colección de ensayos pequeños, muy combativos, en contra de ideas recibidas, ideas comunes, ciertos lugares comunes del pensar. En contra de la originalidad, del amor, del trabajo, todo ese tipo de cosas dadas por hecho. Esa fue la primera vez que edité. Tumbona tenía este espíritu de verdadera editorial independiente, no solo en cuanto a los medios sino también en el modo en que perseguía construir su catálogo. No publicaba novelas, muy poca narrativa, más bien ensayos y libros raros. Esa fue una gran manera de aprender a editar. Aparte trabajaba editando Letras Libres en digital, y esa era más la talacha diaria. Esa doble escuela fue buena.
¿Siempre estuviste vinculado al mundo del libro? ¿Cómo pasó que te convertiste en escritor?
Mi familia no tiene nada que ver con el libro, leen lo que lee una familia de clase media mexicana: el periódico y algún libro por aquí y por allá regalado en Navidades. Pero resultó que Querétaro, la ciudad en que crecí, es muy industrial y monotemática, entonces cualquier zona de curiosidad se volvía una persecución totalmente personal y un poco solitaria. Yo creo que mi contexto ayudó bastante porque el gusto por leer era perfecto en una ciudad como esa. El primer contacto con la escritura fue al aplicar para una beca aquí en México, la Fundación para las Letras Mexicanas, que son muy importantes porque no sólo te dan el sustento sino que te abren puertas y te vinculan con gente. Apliqué de la nada, no conocía a nadie, y resultó que quedé: me dije bueno, en una de esas sí hay algo aquí. Y a partir de ahí salió el trabajo en la revista y el vínculo con mi amigo Julián, con quien trabajamos en Tumbona. Fue una puertota que se abrió.
Ilegible es tu primer libro, pero en la solapa dice que hubo otros textos, ¿eran artículos?
He escrito muchas cositas pequeñas y tal, pero en esta beca escribí un libro sobre naúfragos. Me gustaban esas historias de abandonados en islas, de sobrevivientes, y escribí ese libro, pero siempre me dio muchísima pena, muchísima timidez. Me gusta mucho estar escribiendo, pero me pone muy tenso mostrar. Ese libro quedó guardado, cada tanto regreso y le hago cositas. Pero sobre todo había escrito textos por encargo, que justamente fue lo que sucedió con Ilegible, algo que me viene perfecto porque mi timidez no puede tanto contra mi sentido de responsabilidad.
En el libro hay un taller literario hipotético, ¿vos tuviste experiencias en talleres? ¿Con qué elementos armaste ese taller hipotético?
La experiencia en la beca funcionaba a base de talleres de texto, e infundían mucho esa idea: la de que los textos son tallereables y que lo mejor que puede hacer un grupo alrededor de ti es opinar, ayudarte a moverlo, leer. Ibas a sesiones tres cuatro cada semana. Después participé en algunos talleres más, algunos más aprovechables que otros, y alguna vez intenté hacer un taller yo pero la verdad es que no encontré una forma que me gustara, y quizás por eso el libro.
En Ilegible se habla del pensamiento sobre la escritura, está la cuestión metaliteraria, ¿antes de escribirlo tenías este tipo de elucubraciones y búsquedas?
La verdad es que fue de esos hallazgos a lo largo del tiempo. En la universidad estudié Letras, y empecé a gravitar hacia allá, hacia el comentario. Esta idea de la voz interior es muy constante, este rollo de no querer mostrar lo que escribes implica no solo esa neurosis hacia fuera sino un diálogo interior muy particular, una interacción con uno mismo muy insistente. Yo creo que eso me llevó a que las lecturas que más me gusta frecuentar tienen que ver con comentarios sobre el acto de escribir, lenguaje que se hace consciente de que es lenguaje. Me encanta perderme en eso, es un borde al que siempre le puedes estar picando, nunca te aburres estando ahí. De pronto puede ser medio cansado andar persiguiendo tramas o temas, pero el comentario, lo meta nunca se acaba, nunca se agota y nunca te defrauda. Esa zona de paradoja me fascina.
Desde El Quijote, la literatura siempre está hablando de literatura en el fondo, ¿no?
Exacto. Y la que menos me gusta es la que más lejos se para de esas cuestiones, la que finalmente coincide con la literatura más comercial. Tampoco es que sean las preguntas más nuevas, como dices, fueron las primeras preguntas desde que se escribe. Esas preguntas son muy generadoras de más literatura, de árboles de más preguntas. Una literatura muy segura de sus certezas, por decirlo de alguna manera, quizás no crea todas esas ramificaciones. A mí me gusta la literatura que se desborda.
¿Una literatura en contra de la linealidad, contra la expectativa de una trama?
Sí, totalmente. Además, cuando llegó la propuesta me encontró en un momento de descreimiento del lenguaje y de lo que puede hacer, de llevarme mal con el lenguaje en sí, uno de esos momentos en los que descubres un nuevo límite de la significación, de lo que se puede decir, de lo transmisible de ciertas experiencias. Y entonces sí, había también una especie de cuestionamiento de las maneras de decir, las certezas del decir. Se volvió un proyecto a explorar para mí, qué era lo que había en esa indecibilidad del lenguaje.
El elemento que prevalece en tu libro es la pregunta, ¿qué valor le das a la pregunta en la escritura y en el pensamiento?
Las cosas que más he leído son ensayos, y tienen una cosa bien paradójica: el ensayo en sí tiene esta vocación de ser un interrogante -sobre uno o sobre la realidad-, pero en los últimos años se comenzó a llevar el ensayo hacia ciertas zonas muy de aseveración, muy tajantes, un discurso muy declarativo. Todo muy seguro de sí mismo a pesar de partir de interrogantes muy claros. Sobre todo los ensayistas gringos, muy elocuentes y articulados, pero terminaban creando una retórica muy declarativa y contundente que me empezó a parecer chocante. Por paradóijco, porque a mi juicio el ensayo tendría que conservar el interrogante, la incertidumbre, hasta el final. Entre el gusto por este segundo nivel, por los sótanos y los vasos comunicantes de la escritura, y esa renunencia a tirar máximas todo el tiempo, busqué la manera más genuina, para mí, la que me parecía más fértil. Empezar a poner todo en duda, escribir con una voz dudosa que permitiera y provocara esa incertitumbre.
¿Cómo diseñaste esa voz? Es muy personal, pero da la sensación de que la distanciaste un poco, ¿no?
Las primeras versiones eran muy declarativas, justamente: yo estaba tirando líneas casi como si yo fuese el tallerista que da consejos y máximas que te "permiten llegar a donde quieres llegar". El ensayo pasó por una gran cantidad de versiones, y luego pensé que no estaba diciendo lo que quería decir de ese modo. Era un ensayo clásico sobre la búsqueda de un texto ideal. Y pensé en meter una voz en contra, un antagonista, otra voz que cuestionara y se burlara. Ahí se empezó a parecer a una obra de teatro, cosa que tampoco quería hacer, así que terminó mutando en esta voz que quedó, que a veces son dos voces sin ser un diálogo, más afín a lo que pienso.
Al ruido de tu cabeza...
¡Sí!
El libro tiene además varios momentos, por ejemplo la lista de excusas por las cuales alguien llega al taller sin el texto que tenía que escribir. ¿Cómo pensaste eso?
Una de las versiones descartadas era una especie de guion de un taller en vivo, y de eso algunas gotitas se trasladaron a la siguiente versión. Quería aprovechar cierta retórica de taller, y uno de sus elementos son estas listas o decálogos. Me parecía crucial crear un decálogo de excusas, porque esa es una gran característica de la escritura: la cantidad de excusas con las que uno convive mientras escribe, antes de escribir, después de escribir. Y es una de las cosas que hacen tan particular al oficio, al acto de escribir. Hablando con personas que se dedican a otras cosas, por decir un carpintero, noto que no tienen excusas tan a mano, tan cercanas, tan claras. La excusa es parte de la escritura, en cambio, esa persecución de motivos. Como oficio, la escritura tiene a la excusa integrada.
El libro tiene también un gran sentido del humor, ¿cómo abordaste lo humorístico?
Me gustan mucho los autores que son humorísticos sin ser chistosos. En ese momento estaba leyendo mucho a Donald Barthelme, por ejemplo. Nunca sabés con él si te estás riendo de lo que tenés que reírte o si el chiste pasó hace rato y no te diste cuenta. O el finísimo humor de Joan Didion, que es inalcanzable de tan inteligente.
Estás también en la antología alrededor de Perec de Gris Tormenta, y este libro tiene elementos experimentales. ¿Cómo te llevás con ese mundo?
Son esas búsquedas un poco interminables, pero sí, es también una de las zonas que más me interesan. Los márgenes, esos extrarradios de la literatura me encantan. La literatura canónica también está llena de esos experimentos. Perec me fascina, tiene un tono y un espíritu muy particular. Tiene ese modo de ser escueto que a la vez es tan expresivo... Pero luego las formas se hacen muy fáciles, una muleta muy clara: ahora podría decir que ya hay un modo de escribir autoficción, por ejemplo. Pero así pasa. Y lo mismo con las listas: también me parece que son métodos un poco viejos, pero a la vez quería ceder a ese impulso. Las cosas experimentales que intenté meter en el libro son de los 60, de los 70, y conscientemente, un poco por eso: es una obsolescencia programada también, eso que pasa con la tecnología. Sabés que se va a agotar, que eso que ahora te parece tan radical hoy terminará siento integrado y mainstream mañana. Las listas me gustaban mucho y quería dar cuenta de ello, ver hasta qué punto siguen manteniendo cierta frescura con el paso del tiempo.
Te formaste en Letras, ¿qué recorrido lector vino de la entrada y la salida de esa experiencia?
La perspectiva clásica de ir recorriendo la historia literaria, ir palomeando el canon, se volvía un poco limitante por todo lo que deja afuera. Son lecturas necesarias en un sentido y crean una especie de columna o carretera de la que puedes salir, pero se pavimenta un espacio y más o menos te orienta. Pero sí, se volvía limitante, sobre todo por los modos de escribir. Con el tiempo aparecieron más lecturas. Recuerdo la primera vez que leí a Beckett, y encontré cosas que me resonaban más. Nadamos en lenguaje pero un poco como Solaris: es un mar que es consciente de muchas cosas, el lenguaje no es inocente y de pronto es traicionero, y hay que tomar en cuenta esto. Y ese tipo de lecturas destaparon esa posibilidad. Luego me empecé a fascinar con autores que hacían de la literatura poesía, rompían el género y ya no era tan claro lo que estabas leyendo. De Argentina, por ejemplo, Macedonio, Juan José Saer, Libertad Demitrópulos, Héctor Libertella, Di Benedetto, esa generación. Esa es la época a la que más regreso, los 60, un modernismo más político, con una conciencia retórica distinta... Esa zona me gusta muchísimo. Aquí en México, por ejemplo, Carlos Monsiváis, y lo leí mucho durante la adolescencia, no entendía nada y era muy divertido ese descubrimiento. Con el paso del tiempo llegué a Perec, por ejemplo. Me gustan esos momentos de extremo barroquismo, o que de tan escuetos tampoco entendés del todo: esos momentos en los que el lenguaje parece decirte "hasta aquí llegas".