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La bruja en el bosque

Still frame de The Witch

Ilusión y terror

"Creer o no creer es la cuestión del lenguaje y de la mente", dice el autor de La maestra rural en este cruce entre la película The Witch y la novela Australia, ópera prima de Santiago La Rosa (Metalúcida).

Por Luciano Lamberti.

No es ninguna novedad decir que una época marca un determinado horizonte de conocimiento. Un campesino italiano del Medioevo no veía, al mirar el mundo, lo mismo que uno en el siglo XVIII: veían literalmente mundos distintos. Los saberes de una época limitan los instrumentos biológicos con los que percibimos la realidad. Yo creo que, en realidad, el asunto pasa por el significado de la palabra “Dios”: las distintas ideas de mundo son generadas por cambios en la concepción humana, en el deseo de ser a su imagen y semejanza. ¿Qué límites franquearemos en los próximos doscientos años? ¿Cómo será percibido el mundo en un par de siglos? A veces creo que esa clase de ciencia ficción que se aboca al futuro no es nada más que un juego con el que los escritores espantan su miedo a la muerte. 

Vivimos de ilusiones, de “interpretaciones, no de hechos”, como diría Nietzsche, pero nuestras interpretaciones están tan sujetas a la historia como la idea de que el mundo descansa sobre una tortuga rodeado de serpientes. Todavía recuerdo con mucha claridad la narración detallada que me hizo un amigo en mi infancia sobre cómo vio a Santa Claus descendiendo con su trineo y sus renos extenuados en un baldío de Cañada Rosquín, provincia de Santa Fe. ¿Estaba mintiendo, mi amigo? Creo que no: para él Santa Claus realmente existía y por eso había podido verlo, es lo más natural del mundo. 

Algo similar sucede con The Witch, premio del Festival de Sundance al mejor director y probablemente la mejor película de terror americana que se filmó en mucho tiempo, quizás en dos décadas (la otra gran película del género, The Blair Witch Project, es de 1999). Es una película sobre la ilusión, sobre los límites del conocimiento, sobre cómo los saberes de una época condicionan la percepción del mundo. ¿Por qué asusta tanto esa película? Quizás porque presenta una serie de imágenes atávicas, casi infantiles, del terror, grabadas en nuestro adn (ambas películas trabajan con una figura de los cuentos de hadas, una figura a la que los chicos le tienen miedo, una figura que nos retrotrae hasta ese tiempo). Lo cierto es que después de verla uno queda prendido de ella durante unos días (mi mujer no podía bajar de la cama, directamente), sobre todo porque deja la sensación de un secreto, de algo no contado en la película, de un enigma a desentrañar donde está la clave de toda esa locura. 

Una familia inglesa (la pareja, la hija mayor, los mellizos) provenientes del Mayflower es echada de su comunidad por razones desconocidas y termina viviendo a la vera de un bosque, en Nueva Inglaterra, Estados Unidos. En el bosque vive una bruja. Ese es todo el argumento y suena ridículo de tan simple, pero es una buena prueba de la distancia entre una historia y su realización. 

El mundo de esa familia es el del Antiguo Testamento: un mundo de duros preceptos, de grandes culpas y de severos castigos. Todo el tiempo, en el habla cotidiana, están citando las Escrituras, en lo que dicen, en cómo lo dicen. Y la misma acción es llevada adelante por ideas bíblicas, por causalidades bíblicas y por un sentido bíblico del mundo. Esas historias, y las leyendas populares acerca de las brujas que eran boga en la época, son las que acabarán destruyendo a esa familia. La ilusión, al fin y al cabo. Al final de la película se nos dice que gran parte de las imágenes fueron extraídas de testimonios reales de la época. Los puritanos que bajaron del Mayflower, como se sabe, no tenían empacho en atar a una mujer a un poste y prenderla fuego, después de cortos y fraudulentos juicios o sencillamente en manos de la turba iracunda que nunca falta en ese lado del mundo. 

Sobre la ilusión en la literatura hay mucho escrito, desde El Quijote hasta aquí, quizás porque es parte de su misma esencia. La ficción es una ilusión en la que creemos, y cuando hay una ilusión dentro de una obra de ficción, la cosa se vuelve compleja: vean sino todos los juegos que despierta esa idea dentro del barroco español o en las obras de Shakespeare.

De lo que quiero hablarles es de Australia, de Santiago La Rosa, publicada por Metalúcida. Es una novela pequeña, de apenas 125 páginas, que se centra en la historia de una pareja argentina en Australia. Luego de haberse practicado un aborto hace unos años, Gabi y el narrador, instalados con holgura en ese país, deciden tener un hijo. Pero algo falla, no se sabe muy bien qué, y tienen que someterse a un tratamiento de fertilidad, a cargo de un tal doctor Hughes, por lo que Gabriela queda embarazada. Meses después, al perder ese hijo, se instala en ella una extraña obsesión: simplemente cree que su hijo nacerá. A pesar de la operación a la que acaba de ser sometida (se pueden ver los puntos frescos en su vientre) y contra toda evidencia, la madre sigue creyendo que tendrá a su hijo en una quincena, y nada, ni siquiera la brutalidad del narrador para sacarla de su locura, van a convencerla de lo contrario. 

La novela está narrada con las palabras justas y ese es uno de sus aciertos, amén del de mezclar continuamente el inglés con el español, para mostrar la experiencia subjetiva del protagonista en un lugar ajeno. El narrador asiste con estupor a la fascinación de los médicos por el caso de su mujer, que terminan comprándole la noticia para la televisión. En el medio, agobiado y un poco enloquecido él también, conoce a una ecuatoriana en un prostíbulo y empieza una relación con ella, deja de ir al trabajo, se siente fatal. Los médicos que la rodean se frotan las manos por las posibilidades científicas del caso. Pero es su esposa, a quienes las apariciones se le escatiman, el centro de atracción secreto. Ella cree con tanta firmeza en el hijo que tendrá que comienza a hacerlos dudar a todos. Su ilusión, su imaginación, termina imponiéndose, y sucede algo parecido a lo que pasó a Sancho Panza de tanto estar sometido a la influencia nefasta de Don Quijote.

Creer o no creer es la cuestión del lenguaje y de la mente. Pero si todo es lenguaje y todo es mente, solo existe aquello que se puede nombrar. Y, siempre, los monstruos engendrados por los sueños de la razón terminan imponiéndose en la realidad.

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