Wilcock por Bioy
Cartas, reminiscencias y fragmentos
Jueves 22 de julio de 2021
"Aunque Adolfo Bioy Casares nunca escribió un texto orgánico sobre J. Rodolfo Wilcock, en sus papeles privados, en especial en las pequeñas agendas de anotaciones cotidianas que usaba, tal proyecto pudo estar entre sus planes de edición": compartimos el arranque de Wilcock, de Adolfo Bioy Casares, en palabras de su editor.
Por Daniel Martino.
Aunque Adolfo Bioy Casares nunca escribió un texto orgánico sobre J. Rodolfo Wilcock, en sus papeles privados, en especial en las pequeñas agendas de anotaciones cotidianas que usaba de que tal proyecto pudo estar entre sus planes de edición. Por un lado, en el conjunto de esos papeles, Wilcock es, fuera de Borges, el autor cuyas opiniones han sido registradas con mayor atención y detalle. Por otro, en 1978, poco después de la muerte del escritor en Roma, Bioy empezó a dictar a su secretaria algunas reminiscencias sobre Wilcock; es razonable suponer que esas páginas destinadas a la publicación, hoy perdidas, evocarían buena parte de los testimonios que aquí se reúnen: fragmentos extricados de sus Diarios personales, de sus agendas, de su correspondencia, de su obra édita y aun de sus declaraciones en entrevistas y cuestionarios.
Como Bioy no llevó Diarios antes de 1947, es difícil determinar con exactitud cuándo conoció a Wilcock. Debió ser a mediados de 1940: a principios de ese año, por Libro de poemas y canciones, Wilcock recibió el Premio Martín Fierro de un jurado que integraba, entre otros, Jorge Luis Borges; poco después, dos de sus poemas fueron incluidos en la Antología poética argentina que Bioy compiló junto a Borges y Silvina Ocampo. Dado que en la carta enviada a Borges en septiembre de 1941 Bioy lo presenta como protegido de Silvina, ella ha de haber sido quien introdujo a Wilcock en las famosas «reuniones de los miércoles» y, desde principios de los años 40, quien lo invitó a pasar como huésped vastas temporadas estivales en Mar del Plata, de las que sólo dan cuenta algunas menciones epistolares y unas pocas imágenes conservadas en el archivo fotográfico de Bioy.
Este primer Wilcock neorromántico, «Shelley argentino» soberbio y triunfante, inspiró inevitablemente un profundo rechazo en Bioy, que lo tomaría como modelo para el protagonista del cuento «El perjurio de la nieve», escrito entre 1942 y 1943. En el relato, publicado en enero de 1944, el caprichoso poeta Oribe, usurpador de autorías y de acciones ajenas, es la imagen del joven Wilcock, cuyos rasgos ostensiblemente parodia. Del mismo modo, en sus primeras apariciones en los Diarios, Wilcock es descrito como un caso, cuyas observaciones y bon mots conviene apuntar ante todo por su carácter extravagante. Una presencia lúcida pero impertinente, con la que Bioy entabla un juego de admiración y rechazo: «Es muy inteligente y muy capaz — dice—, pero la vanidad lo desequilibra a veces». Con el tiempo y la frecuentación, la índole de las anotaciones irá cambiando y, ya en las últimas, Bioy registra esas opiniones no tanto por su excentricidad como por el deseo de dejar testimonio de aquella inteligencia de la que el amigo lo persuadía «en todas por nuestras conversaciones».
Porque los Diarios sólo mencionan a Wilcock recién desde mediados de 1949, nada conservan del fugaz ejercicio en Mendoza de su profesión de ingeniero entre 1943 y 1944, ni de la recepción de sus primeros cinco libros de poemas, todos de inspiración neorromántica. En cambio, las menciones son abundantes en 1956, a propósito de los avatares de Sexto, presentado en vano al Premio de la Cámara del Libro, y de la publicación, junto a Silvina Ocampo, de Los traidores, pieza escrita en 1946 y revisada largamente, incluso por el propio Bioy.
Después de la abrupta partida de Wilcock a Italia en 1957, que los Diarios evocan pero no aclaran, su presencia en ellos se vuelve escasa y lateral, con la notable excepción de las páginas que Bioy le dedica durante sus estancias romanas de 1967 y 1970. El Wilcock que describe entonces es el escritor diventato italiano, que desde 1958 participa plenamente de la vida cultural romana; colaborador de revistas y periódicos; respetado y temido por la intelligentsia local; amigo, entre otros, de Ignazio Silone, Alberto Moravia, Elsa Morante y Pier Paolo Pasolini; vinculado con las importantes editoriales Bompiani, Einaudi y Adelphi, tanto por sus propias obras como por sus notables traducciones.
Esos registros, que documentan largos diálogos, no descuidan, según es típico en Bioy, la minuciosa descripción de las excentricidades que completan al personaje: un escritor solitario que alterna con cultivada sprezzatura la residencia entre su ruinosa morada romana y su decaída casa de campo de Velletri, que pasa sus días en soledad, escribiendo, traduciendo, y sobre todo releyendo «a su venerado Wittgenstein». Éstas serán las últimas imágenes de Wilcock que los Diarios nos transmitan de primera mano. En adelante, los testimonios provendrán del carteggio, ocupado primordialmente de cuestiones editoriales y, ocasionalmente, de evocaciones y recuerdos.
Quizá porque el silencio suele confundirse con el olvido, acaso sorprenda el modo en que la noticia de la muerte de Wilcock afecta a Bioy. Cuando ocurre, en marzo de 1978, Bioy ya había abandonado los Diarios de entradas cotidianas, pero su pequeña agenda recoge, con la epigramática energía de la brevedad, el momento en que Silvina le comunica esa muerte: Bioy, púdicamente, se retira a llorarla. Como nadie, entiende lo que representa esa pérdida: ha muerto el amigo y el interlocutor, ya no el personaje.
Si bien la independencia intelectual y estética de Wilcock, así como la complejidad de su obra, harían que finalmente alcanzara un lugar central en el canon latinoamericano y euro-peo, en los años inmediatos a su muerte su prestigio literario pareció destinado a pagar por aquellas intransigencias. Consciente de esas sombras que amenazaban con ser definitivas, en la carta que escribe a la poeta María Wernicke en 1978, apenas muerto el amigo, Bioy expresa el temor de no ser capaz de reflejar cabalmente la inteligencia de Wilcock, pero también el vivo deseo de mostrarla.
Tal vez el anhelo no fue vano y este libro, que aspira a satisfacerlo, permita afirmar que la voluntad del diarista fue escuchada.