Wallace, el burrero
Más de la serie de autores policiales
Lunes 25 de setiembre de 2017
Despreciado por Chesterton y por Trotsky, alguna vez fue el escritor más leído del mundo. "Sus 170 novelas se van perdiendo en el olvido, aunque entre sus defensores figuraron P. G. Woodehouse y James Joyce". ¿Lo leíste? Quintín lo hizo por primera vez no hace tanto y lo incluyó en su serie de policiales.
Por Quintín.
Nunca había leído a Edgar Wallace (1875-1932), prolífico autor de novelas populares que alguna vez fue el escritor más leído del mundo. Chesterton, que amaba las novelas populares, lo despreciaba un poco. Entre otras cosas, le molestaba que sus historias, un poco chapuceras, fueran consideradas policiales cuando en realidad eran relatos de aventuras. Trotsky lo despreciaba aun más. Lo declaró "un mediocre sin el menor asomo de talento o imaginación". Desde los dos lados del espectro ideológico nos aconsejan no leer a Wallace y es lo que ocurre: sus 170 novelas se van perdiendo en el olvido, aunque entre sus defensores figuraron P. G. Woodehouse y James Joyce.
En un célebre (y un poco sobrevalorado) ensayo sobre la novela policial, W. H. Auden explica la diferencia entre policial y thriller: en las primeras (que son las que le gustan) se trata de restaurar el estado de gracia en un lugar en el que la ley no es necesaria porque se cumple (por eso un pueblito de la campiña inglesa o un claustro universitario son ambientes ideales para estas novelas). Eso ocurre en los whodunit's: el detective hace intervenir transitoriamente la ley y logra distinguir al falso inocente de los falsos sospechosos. En los thrillers, en cambio, se trata de una batalla entre el bien y el mal: los buenos tratan de frustrar los designios criminales de los malos (no se me ocurre un mejor ejemplo reciente que los relatos de Lee Child). Pero también dice Auden que lo que le gusta de las policiales es que no son obras de arte. Y que gente como Chandler no intenta escribir policiales sino obras de arte y como tales deben ser juzgadas. Cyril Connolly completa el pensamiento de Auden diciendo que como obras de arte las novelas de Chandler son muy malas.
Podríamos defender un rato a Chandler, pero apuntemos que las dicotomías arte / no arte y policial / thriller definen a casi toda la ficción detectivesca (falta un tipo de relato que también descarta Auden, aquel donde el punto de vista es el del asesino o el culpable que se conoce de antemano).
Wallace entra claramente en el cuadrante no arte y thriller. Lo primero (al menos en cuanto a las intenciones) va casi de suyo y es muy consistente con su biografía. Hijo bastardo, Wallace llegó a manejar un Rolls-Royce por el duro camino del periodismo aventurero y la producción en serie de folletines. Fue corresponsal de guerra, enviado al Africa colonial, redactor de noticias policiales y así juntó celebridad (su último trabajo fue el guión inconcluso de King Kong) y el dinero que le permitió abastecer su pasión favorita: los caballos de carrera (a su muerte, todavía les debía plata a los corredores de apuestas). Wallace sería un escritor plebeyo, preocupado por la cantidad ante todo, pero no era tonto. Defendía que sus relatos se construyeran a sí mismos, a partir de las vueltas de la trama en lugar de estar cuidadosamente planeados a partir del desenlace. Y si le decían que sus argumentos eran inverosímiles, respondía que "la verdadera dificultad de escribir estriba en encontrar algo auténticamente improbable" (Dostoievsky, un jugador como él, podría haber contestado lo mismo).
Pero así como Los hermanos Karamazov es, entre muchas cosas, un whodunit, algo parecido ocurre con algunas novelas de Wallace. Por ejemplo, El escudo de armas, la primera que leí tras encontrarla en una mesa de saldos. Es una intriga que transcurre en una posada inglesa en la que hay un villano villanísimo de apellido Keller, astuto e irresistible para las mujeres (Bioy Casares postulaba la existencia de tales criaturas). Al principio ocurren todo tipo de cruces entre los personajes (un aristócrata cornudo, su mujer que lo engaña con el villano, su cuñado enamorado de una chica que también persigue el malo, un posadero misterioso, un sirviente que tuvo varias condenas, un ex policía americano que no se sabe qué busca) hasta que, hacia el final, Keller muere asesinado como se merece. Allí empieza un whodunit donde todos tienen motivos para haber matado a Keller. Finalmente, el asunto se resuelve sin una verdadera participación del detective de Scotland Yard, quien deja que el estúpido policía local saque conclusiones erróneas mientras que el verdadero culpable sale indemne. Al final, el policía americano y el londinense celebran que se haya hecho justicia por fuera de la ley.
Aunque no es la única novela en la que ocurre algo análogo (he leído varias pero, como le ocurría a Auden, yo también me olvido de los policiales una vez que los termino) es una distorsión del paradigma en varios sentidos. El más significativo es que el descubrimiento del asesino no es necesario para restituir el estado de gracia. Por el contrario, este se recupera de algún modo gracias al villano, cuya intervención termina sirviendo para reconciliar un matrimonio y para reunir a un padre con su hija. Como si el mal tuviera una función misteriosa en su carácter de auxiliar del bien.
Pero la ambigüedad de la noción de justicia en la obra de Wallace se hace mucho más evidente y problemática en Los cuatro hombres justos, su primera novela y una de las más conocidas. Los hombres justos son un grupo internacional que se propone castigar a los malvados en el mundo: tiranos, explotadores, abusadores de toda índole. Son ricos, están por encima de la ley y tienen recursos y relaciones infinitas (la idea es de Balzac, con su sociedad de los Trece). En esta ocasión se proponen evitar que un líder carlista español sea extraditado de Inglaterra a partir de una ley que impulsa sir Philip Ramon, el ministro de asuntos exteriores británico. Los Cuatro deciden matar a Ramon si este no retira la ley pero, a diferencia de los criminales anteriores ejecutados por los Cuatro que no merecen ningún preaviso, la víctima es un hombre de honor como ellos y por eso deciden jugar limpio y advertirle varias veces antes de proceder. Esta es un poco la clave para distinguir los buenos de los malos en Wallace: los buenos son gente que tiene códigos. Conocedor del ambiente criminal y del submundo del periodismo y de la hípica en el que se mezclan las clases sociales, es bastante lógica esa perspectiva ética de su parte.
La novela está llena de detalles disparatados, como la facilidad para disfrazarse de los Cuatro que anticipa las películas con efectos especiales. O la aparición providencial de un personaje en el lugar adecuado en el momento justo para que la trama pueda avanzar. Para no hablar de la solución del enigma (un crimen de cuarto cerrado), que Wallace ocultó a los lectores del diario en el que se publicaba la novela. A cambio, prometió una recompensa a quien resolviera el caso (el asesinato se cometía gracias a una electrocución a distancia por medio del teléfono). Pero la novela deja flotando la sensación de que Wallace estaba viendo algo que sus colegas, más apegados a la ortodoxia, se negaban a tomar en cuenta. Me refiero a cierto populismo ligado a la noción de justicia por mano propia y, sobre todo, a la común creencia de que la justicia ordinaria es insuficiente contra el crimen y que hace falta otro tipo de organización para tapar sus baches. Porque, finalmente, ¿quiénes son los malos? ¿Sir Philip que desprecia el derecho de asilo, los terroristas o quienes se sienten por encima de la ley humana? En esa ambigüedad moral y política sigue sumergido el mundo y Wallace fue un inesperado visionario que la expuso ante un público masivo.