Una carta de amor de Horacio Quiroga

Miércoles 09 de abril de 2025
Emblema de la literatura rioplatense, el uruguayo Horacio Quiroga fue además, autor de artículos de opinión sobre política, ensayos literarios y crítica de cine. Textos políticos, extraviados & dispersos (Caballo Negro) los recopila y aquí compartimos una pieza.
Por Horacio Quiroga.
Cuando se ha pasado la vida publicando historietas, no es extraño que haya una persona que guste particularmente de lo que uno –bien o mal– hace. Esta persona puede ser un amigo, o una vieja señora que vive en Jujuy, y que no tiene, desde luego, la menor idea de quién puede ser el autor. Otras veces es un joven estudiante de bachillerato que sueña con la conquista de un gran nombre en las letras, y para cuyos quince años, un hombre que escribe cuentos en revistas, es una especie de personaje. Alguna vez el adolescente en cuestión no es ni siquiera estudiante y tal resultó ser el muchacho que vino una vez a consultarme por cosas del oficio.
En verdad, el joven visitante no tenía aspiraciones artísticas; pero estaba profundamente enamorado. Había tenido un disgusto serio con su novia –novia, creo que tampoco, dada la edad del muchacho, 17 a 18 años, a lo sumo–. Se trataba, pues, verosímilmente, de una de las tantas peleas que sobrevienen matemáticamente cada quince días a los fogosos y tiernos amantes cuya relación no es aún formal. Pero mi muchacho estaba enérgicamente enamorado, y entendía no aplazar aquello por nada del mundo.
–No puedo vivir más así –me decía– ¡Ayúdeme!
El chico usaba el pelo para atrás. De poeta –el pobre– no tenía sino esto. Pero en cambio, no sabía cómo mirarme hasta el fondo, de ansiedad amorosa.
–En fin –le dije cuando me hubo enterado febrilmente de su amor–. No veo lo que podría yo hacer en esto... Porque según he creído comprender...
–¡Sí, señor! –me respondió enseguida– ¡Por esto es que he venido!... ¡Yo tengo necesidad de escribirle, de hacerle ver bien que no puedo vivir sin ella, señor! ¡Yo no sé si ella tuvo la culpa... no sé! ¡Ni me importa nada, tampoco! ¡Pero la quiero siempre, como un loco!...
El muchacho se detuvo, porque yo lo miraba, sin entender una palabra, aun lo que precisamente esperaba de mí. Entonces se atrevió, con los ojos húmedos de ansiedad:
–¡Dígale eso, señor!... ¡Escríbame usted la carta!... ¡Usted sabe hacer esas cosas... yo no sé... no sé qué decirle!... ¡He probado veinte veces... y no sé sino pavadas! ¡Usted tiene un lindo estilo!... ¡Usted la va a convencer!
–Muy bien –le contesté después de un momento–. No tengo inconveniente... ¿Pero qué debo decirle?
El chico quedó estupefacto; y a pesar de su angustia, se echó a reír nervioso:
–¡Usted no sabe!... ¡Qué bueno!... ¿Y para qué usted entonces ha escrito tantas cosas?... ¡Qué bueno!...
–No –le observé–. Sí, sé escribir..., pero no estoy en antecedentes... Este es un caso concreto.
–Y bueno –entonces, se lanzó–. ¡Si es eso, ponga no más! ¿Usted quiere saber así, de cualquier modo?... Bueno; dígale... ¡que estoy loco por ella! ¡Así no más, loco, póngale! Que no sé nada... Que no sé si ella se dio vuelta o no... Ni me importa más eso... ¡Pero que la quiero, la quiero!... Esto es lo que quiero que haga notar bien... ¡Yo no puedo hacerlo!... ¡Qué infeliz que soy!... ¡Usted lo va a decir bien eso!
–¿Qué más? –le pregunté al ver su pausa.
–¿Qué más?... ¡Pero es esto no más lo que quiero decirle!... ¿No ve?... ¡Ya no sé otra cosa! Esto sólo: Que haga cualquier cosa... Otras veces nos peleamos y nos quisimos otra vez... ¡Que yo la quiero siempre, vuelvo a decirle!... No se me importa nada de lo demás... ¡Ella, lo sabe bien, es lo que yo necesito!... ¡Papá no me importa nada!... ¡Yo quiero quererla toda la vida!
El muchacho se detuvo, y no sé si su voz hubiera dado para mucho más, sin romperse.
–¿Esto es lo que quería saber? –añadió fatigado.
–Sí –le contesté.
–¿Entonces, me va a escribir la carta? –se levantó alborozado.
Yo me levanté a mi vez, porque aquello comenzaba a hacerse absurdo.
–Óigame, compañero –le dije con suficiente cariño para que me comprendiera–. Yo tengo algo así como veinte años más que usted, y he escrito lo que usted conoce y acaso dos o tres veces más. Ahora bien: todo esto junto no vale absolutamente nada al lado de lo que usted acaba de decirme. Vaya a su casa, compre un block y empiece bien por la izquierda a escribir a su novia. Dígale exactamente lo que me estaba diciendo a mí hace un momento, tal cual me lo contaba, con todos los tropiezos y repeticiones a que usted llama falta de estilo. Y si su novia no tiene un corazón de piedra, como me lo figuro, comprenderá perfectamente que usted la quiere como un loco: son sus palabras. ¿Su novia lee novelitas?
–Sí, muchas... ¡Y por esto es que quería que usted!...
–No es nada... Por muchas que haya leído, es capaz de apreciar muy bien la sinceridad de su carta... Vaya, compañero, y haga lo que le digo. Esté seguro de un gran éxito.
Pero el chico estaba muy decepcionado.
Tanto, que a pesar de su amistad por el contador de historietas que tenía por delante, no pudo menos de esbozar un gesto de respetuoso despecho:
–¿Y para esto... para dejarme plantado... es para lo que usted escribe tan bien? ¡Y no sabe ahora escribir una carta!...
–Sí, sé –le dije dándole la mano–. Sé escribir eso. Lo que no sé, compañero, es tener sus 18 años y sentir un amor como el suyo.
El chico se fue, casi haciendo pucheros de decepción. No he vuelto a saber nunca una palabra de él. Quiero creer buenamente que se ha casado al fin. Lo cual me alegra pues las peleas futuras las desenredará a viva voz, para lo cual todos somos hábiles.