Una cabaña en medio del bosque
Por Mar Benegas
Jueves 02 de marzo de 2017
La escritora española comparte la historia de su ejemplar de Las minas del Rey Salomón, de Henry R. Haggard, que ahora conserva su hijo. "Sucedió con brutalidad la toma de conciencia de la soledad que implica leer. Pero también de la dulce evasión que puede llegar a representar".
Por Mar Benegas.
Seguro que, en la época y lugar que describe el libro (esas selvas africanas donde transcurre la novela de aventuras), sucedían, a edades tempranas, aquellos ritos de iniciación, brutales y la vez necesarios, en entornos tan salvajes. Esas ceremonias en las cuales los niños atraviesan la infancia. Sin remedio y sin posibilidad de regresar, adquiriendo de golpe la responsabilidad, obligaciones y derechos de la vida adulta.
Trasladando ese trance a la vida lectora (con su infancia, titubeos, crisis, adolescencia y madurez) podría decir que la lectura de Las minas del Rey Salomón significó para mí ese tránsito. Ese rito de iniciación. Fue la puerta a una cabaña en medio de la intimidad lectora, selva adentro, donde, sucedió con brutalidad la toma de conciencia de la soledad que implica leer. Pero también de la dulce evasión que puede llegar a representar. Y, sobre todo, el paso a una lectura más madura. El primer libro “de mayores” que leí.
Hasta ese momento había leído libros infantiles. Pocos, los que entonces llegaban a mis manos, las series de Enid Blyton, y algún libro maravilloso y que también conservo, de mitología profusa y hermosamente ilustrado. Pero a los 13 años, me regalaron el libro de Haggard, en una edición que todavía conservo, y aquello fue otra cosa.
La inmersión lectora, la cantidad de páginas, la densidad de los textos... todo era un nuevo tono, un escalón más arriba. Aunque lo que realmente fue significativo fue tomar conciencia de cómo la lectura podía llevarme a otro lugar, vivir y experimentar lo que no era mío, lo que no me pertenecía. Pude leer la bestialidad, la codicia, el hambre de vivencias y la confusión que se esconde en el alma humana. Pude empaparme del aroma y el verde, del color de la piel, del riesgo, la belleza y el dolor que significa el emprender el camino para perseguir los sueños. Viví a través de aquella tipografía: hormigas en fila que dibujaban realidades tan lejanas dentro de mí. Atravesé la topografía desconocida del paraíso y entendí lo que era la literatura, lo que significaba leer. Todo ello, gracias a ese libro.
Nunca volví sobre él, ni siquiera sé si es de gran calidad, tal vez ahora pudiera desmoronarse entre mis manos. Por eso prefiero dejarlo ahí, suspendido en la memoria, como un ritual que sirvió en su día.
Y del mismo modo se lo entregué a mi hijo cuando cumplió 13 años. Tal vez para él también haya significado una cabaña en medio del bosque.