Una antología mental
Por Sergio Chejfec
Lunes 26 de julio de 2021
Leé las primeras páginas de la novedad de Gog & Magog: Apuntes para un panfleto. "Este largo poema, acaso novelita, tiene un desarrollo sentimental", dice Claudia del Río sobre el libro de Chejfec.
Por Sergio Chejfec.
La radio se había convertido, para mí, en una forma de espera. No siempre la escuchaba y sin embargo nunca dejaba de prestarle atención. Probablemente no existiese otra en varios kilómetros a la redonda; eso la hacía más oracular y presente –a la vez, más inútil–. Por lo tanto pasábamos la radio y yo todo el tiempo juntos, rodeados de cosas a primera vista inanimadas, ella constantemente encendida.
Estaba reflexionando sobre una cuestión demasiado general pero que no abandonaba mi mente. Pensaba en algo parecido a “los grandes momentos de la poesía”. Intentaba hacer una antología mental, como cuando uno encuentra selecciones llamadas “los grandes momentos del jazz”, “los mejores momentos del tango”, “las cumbres de la descripción romántica”, etc., y supone que esa selección tiene sentido, que en verdad ha incluido lo importante. Estaba a punto de confeccionar una lista con los grandes momentos de la poesía cuando, de pronto, en la radio comenzó un programa que me llevó a olvidar el tema en que estaba pensando.
El programa se enfocaba en vidas que hubiesen dado un vuelco por intervención de los trenes. Imaginé que allí había un punto fuerte. El punto fuerte estaba en las temporalidades enfrentadas: la supuestamente regulada y previsible del ferrocarril, en contra de la supuestamente azarosa de las personas. El punto débil estaba en la base de esas historias, como si sólo valieran por la escena ferroviaria que las había determinado. Relatos de idilios, desgarros, revelaciones, desencuentros, fatalidades, etc. Puede parecer una contradicción; escuchaba queriendo aprender, pero oía sin muchas expectativas. Ponía atención a las voces de los testimonios de la gente –poco radiofónicas, muchas veces monocordes y profundamente tímidas–, y también ponía atención a expresiones corrientes que alcanzaban a ser muy vívidas, revelaban la penetración de quien hablaba y gracias a ello mejoraban, se hacían tangibles hasta casi brillar –aunque de inmediato languidecían–. Pensaba, cuántas voces se pierden a cada instante.
Mientras tanto aguardaba la llegada de alguien que podía demorarse indefinidamente, y que no llegaría en ferrocarril. Esa gran espera era similar a cada una de las esperas de todos los días –nada más que más abarcadora–; se dividía en lapsos, y entre uno y otro de esos lapsos los programas de radio, a veces, despertaban en mí algunas preguntas que me distraían de mis pensamientos. Pero, como experiencia continua, la espera no se redimía gracias a la radio.
Las esperas, mi eje de gravedad. A veces tengo la sensación de que lo único que hice en la vida fue esperar. No sólo me atrajeron, sucumbí a ellas. Es un plegarse, una anuencia. No soy partidario de equiparar la espera a la pasividad, pero entiendo muy bien que con frecuencia se las vincule. Uno puede hacer “algo” mientras espera –por ejemplo, en el momento que refiero, escuchaba las historias de vidas atravesadas por los trenes–, y ese “algo” se somete a la duración de la espera y a su forma. La espera como coartada utilitaria, una experiencia de todos los días: hacer algo durante un mientras tanto. El uruguayo Felisberto Hernández hizo de la espera una vía de autoconocimiento y una herramienta de expresión. Durante las esperas los objetos a su alrededor muestran una disposición evidente, fácil de captar, asumen rasgos de entidades orgánicas.
Desde otro punto de vista, podría pensarse en la espera como protagonista obligado de todo trance. No quiero sugerir comparaciones engañosas; pero así como algunos no hablan de bienestar o salud, sino de relaciones dinámicas con el malestar y la enfermedad, la espera actúa como fondo donde se recortan las acciones –hasta el individuo más frenético no puede ignorar que está sometido a los dictados de una interminable espera–.
Impresionaba saber que los trenes, máquinas inocentes sometidas a reglas y estipulaciones de todo tipo, tenían el privilegio de torcer los destinos de personas muy seguras, en general, de sí mismas, a través de eventos que con un cambio mínimo de condiciones no se habrían producido; nadie se sube a un tren para asomarse a un futuro distinto, sino más bien para cumplir con lo previsto. Sin embargo, el papel de los trenes resultaba más narrativo que práctico. Si se trataba de introducir cambios servían como cualquier otra cosa (la lluvia, el sol, los semáforos, el lenguaje, el intercambio con el prójimo, los cortes de luz e infinidad de etcéteras).
Pero como se desplazan, los trenes son muy eficaces para tramar relatos. La literatura y el cine captaron pronto esa capacidad. Recordé al inglés Alfred Hitchcock, naturalmente, en cuyos convoyes las casualidades se suceden como irremediables carambolas. Y por oposición recordé también al argentino Samich, poeta, sin una mínima coincidencia con Hitchcock, que supo ubicarse en las antípodas de cualquier ingrediente entusiástico asociado a los trenes –aun cuando haya sido pasajero frecuente de ellos– o a cualquier otra cosa. Mientras tanto, los testimonios de la radio terminaban sin preguntas ni conclusiones, eran tramos de historias de vidas sin desenlace –cosas que también me llevaron a Samich–.
La noche anterior había descubierto un libro sobre la mesa. Pensé que alguien lo había dejado allí para que lo viera. Cuando llegó el mediodía me puse a leerlo. Contaba las diferencias entre un viajero y el lugar al que acababa de llegar. El vuelo había sido largo, la falta de sueño y el cambio de horario empeoraban las cosas. Al recién llegado le resultará difícil acostumbrarse. En los días siguientes el desencuentro persiste aun cuando ya debiera estar asimilado; incluso más, la discordia se magnifica. Siendo entidades tan distintas, viajero y entorno entran en conflicto como si los conectara algo por encima de lo físico, acaso la misma enemistad o incongruencia. En la desigual pareja que representan, el viajero resulta más familiar que el territorio, en la medida en que quienes leen o conocen el libro son también personas –el texto decía que aún no estaban inventadas las historias especialmente dirigidas a los territorios–. Además, era a través de la sensibilidad del personaje, o del lector, que el entorno físico era percibido; y de ello afloraba el conflicto. Por lo tanto, el territorio era mudo en tanto carecía de voz asignada. La voz que prestaba la palabra –a través del personaje de la historia— lo silenciaba.
Pese a tratarse de un planteo tan interesante apoyé la cabeza sobre la mesa y me dormí. Supongo que la radio me acunó tanto como el recuerdo del libro. El programa dedicado a los trenes había terminado, ahora pasaban sonatas románticas, y en mi mente envuelta por el semisueño se mezclaban peripecias de pasajeros, tramoyas de Hitchcock, pantallazos de Samich –su religión de la espera, su adaptación a la ausencia, su partido por el silencio–, y mis propias ensoñaciones sobre el gran elástico de tiempo que se me presentaba de ahí en adelante. La música era otro manto envolvente por encima del sueño. De cuando en cuando asomaban los locutores. Decían apenas lo mínimo y, sin embargo, ese mínimo bastaba para que acaricien con su respiración los oídos de todos.