Guapo
Violencia, sexo y leyenda barrial
Jueves 10 de marzo de 2016
Su brazo era ligero al entrevero
y oscura era su voz.
H. Manzi
Tanto tiempo y todavía lo recuerdo, apoyado en la pared del boliche de la esquina, con la pilcha impecable, el pañuelo al cuello y esa mirada. El Pardo Ayala era, sobre todo, una mirada. Y el porte, claro, con ese bigote negro y el facón. Porque todos sabíamos que guardaba el facón entre las pilchas. Sabíamos otra cosa: que si el Pardo dejaba por un momento de mirar la punta del pucho y te clavaba los ojos, más vale que te sobrara coraje.
Nadie supo nunca de dónde vino o si tenía familia. Se hablaba de un hermano que penaba en el sur, de trabajos para un político, pero nada más. Decían, eso sí, que se había cargado a muchos y que era mejor no meterse con él.
Yo tenía ocho años cuando nos mudamos al barrio. Enseguida mis nuevos amigos me hablaron del Pardo Ayala, capaz que exagerándome sus peleas, esa fama que lo rodeaba. Pensé que me embromaban por venir del centro, pero una noche, en compañía de mi tía Blanca, lo vimos al Pardo en la esquina, fumando. Mi tía apuró el paso, me llevó a la rastra, pero igual llegué a estudiarlo de arriba a abajo. Esa noche empecé a admirarlo, con miedo, con distancia, como todos.
Cada tanto el Pardo desaparecía del barrio y nadie sabía adónde se iba. Más de uno lo daba por muerto, pero él volvía a la semana o al mes, más silencioso y bravo que nunca. Entonces, yo buscaba excusas para acercarme a verlo en el boliche, donde los grandes jugaban a los naipes y tomaban grapa. A la noche, me escapaba por la ventana que daba al patio y me iba derecho a la esquina. Quería ver un entrevero, una pelea de verdad, no como las agarradas de mi escuela. La verdad que nunca vi nada. El Pardo tomaba en silencio, fumando, y nadie se atrevía a molestarlo. Una vez sola, me acuerdo, le habló a un cordobés que se hacía el piola, medio borracho. Desde mi escondite, atrás de unos cajones, pensé: acá se arma. Pero no: el cordobés se fue, sin hablar, la cabeza gacha. No se le vio más el pelo.
Tal vez de tanto mirarlo fue que lo reconocí aquella vez en Turdera. Yo digo que fue casualidad pero ahora, de viejo, pienso que me tenía que tocar. Fue así: viajé con mi hermano mayor a Turdera. Un viaje largo, en tren primero, en un colectivo después. Nunca había ido tan lejos de casa. Cuando llegamos, mi hermano fue a hacer un trámite —él hacía corretajes—, y yo me quedé en la plaza, a la espera.
Me estaba aburriendo un poco cuando vi al Pardo caminando por la vereda de enfrente. Al principio, medio que dudé. Por ahí era un tipo parecido. ¿Qué iba a hacer el Pardo Ayala en Turdera? Pero cuando encendió un cigarrillo, haciendo huequito con las manos para el fósforo, supe que era él. Yo le conocía todos los gestos. No había dudas. Era él: andaba diferente, con un traje, una camisa blanca, un pantalón de vestir, un sombrero gris; parecía otro hombre.
Caminaba rápido; cruzó la calle casi sin mirar. Yo no sé en qué estaba pensando pero lo seguí. No me costó mucho alcanzarlo. El Pardo anduvo una cuadra y se metió en una casa, esas casas de pueblo, con zaguán, con patio. Atrás había como unos corralones y después el campo. De curioso, nomás, de inconsciente, me arrimé a la puerta. No había un alma en esa calle. Me agaché un poco y me puse a mirar por la cerradura. Me acuerdo que pensé: el Pardo se vino hasta acá a vengar una afrenta. Flor de lío se va a armar.
Desde el fondo del patio, apareció el muchacho. Era un hombre joven, en camiseta, muy blanco, flaco y de bigote finito, como se usaba en aquel tiempo. No tendría más de veinte años.
El Pardo se paró enfrente y por primera vez me pareció que sonreía. No vi mucho, no pude ver mucho, pero el Pardo lo abrazó y el muchacho lo besó en la boca. Después las cosas se me confunden: vi otros besos, vi que el muchacho se arrodillaba ante el Pardo. Vi algo que nunca había visto.
Entonces, pasó lo peor. La puerta se abrió y yo, que estaba apoyado en ella, como hipnotizado, me fui de cabeza adentro del zaguán. Despatarrado y confuso, escuché pasos que se me venían encima. Estoy listo, me dije. Cerré los ojos y esperé, con la frente apoyada en los mosaicos fríos.
Me levantaron del cuello y sentí un perfume extraño, dulce. Me puse a llorar. No pude evitar abrir los ojos. El Pardo me sostenía casi en el aire, con una mano. La otra, la llevó al saco, al lado del facón. En ese momento, el muchacho se le acercó de atrás y le puso una mano abierta en el pecho.
Dejalo, dijo. Es un pibe.
El Pardo habló despacio, con esa voz de acero. Es de allá, dijo. Me conoce.
El muchacho se metió entre el Pardo y yo. Habló con un tono suave pero firme: Dejalo, Rubén.
El Pardo me clavó sus ojos y me dijo: Rajá de acá y no se te ocurra hablar.
Me soltó y salí corriendo, a los tumbos. Todavía no sé cómo volví a la plaza. Mi hermano estaba preocupado, hablando con un vigilante. Le dije que me había perdido, que me perdonara. Creo que volví callado todo el viaje.
Muchas veces, después, volví a ver al Pardo en la esquina. Un día se fue y no volvió nunca al barrio. Muchos lo dieron por muerto; hablaban de ajustes de cuentas o lo imaginaban huyendo o escondido. Yo sabía que la verdad era otra. Pero no dije nada. El tiempo pasó: crecí, me fui a la Capital, me casé, tuve hijos. Nunca le conté a nadie esta historia.
Años después, muchos años después, me crucé al Pardo, arriba de un tranvía, cerca del centro. Yo iba para el banco. Nos sentamos frente a frente. El Pardo estaba viejo, afeitado, impecable, como siempre. Tenía el mismo perfume dulzón y llevaba una bolsa con frutas. Traté de no mirarlo, pero cuando estuve por bajar, desde la escalerita, no pude con mi genio y levanté la vista. Él me estaba mirando. Yo era un hombre, ahora, y le mantuve la mirada. Capaz que me pareció a mí, pero creo que hizo una especie de saludo, como una reverencia lenta y respetuosa.
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