La intemperie
Francisco Cascallares
Un cuento de Francisco Cascallares
Martes 17 de mayo de 2016
En este viernes de ficción, uno de los relatos del libro Principio de fuga (Notanpüan), que acaba de salir. Una ruta, una hija, un padre, y todo lo que se destruye mientras se respetan las paralelas amarillas.
Por Francisco Cascallares. Foto Wenceslao Cascallares.
Dos meses atrás su padre había sido gerente de operaciones locales para una multinacional, y ahora ella y él cruzaban en auto el desierto. A lo largo del viaje ella, la hija, se preguntaba cuánto tiempo más iba a durar el coche después de que se les acabaran los ahorros y ya ni siquiera pudieran arreglarlo. Él no decía nada, y tampoco la radio (turbulencia, estática, siempre) y ella se limitaba a mirar cómo todo el desierto pasaba a su lado, casi silbando, obsesivo en su redundancia, carcomiéndoles el auto en secreto. Se acurrucó en el asiento, con la espalda hacia su padre, pensando. Su frente vibraba contra el cristal de la ventanilla como algo a punto de partirse.
—¿Te acordás de Juli? —El desierto se desenrollaba por el parabrisas como algo que nunca se podría alcanzar del todo. —Che, a vos te hablo.
A ella le gustó la manera en que su padre sacó la vista de la ruta solo por un momento, con las manos al volante, indolente, casi más interesado en el tedio del camino que en ella, exactamente como conversaban los actores de una película que había visto unos días antes de partir, en un desierto como el que trataba de ver ahora.
—¿Compañera tuya?
—Vino a casa el año pasado, una vez.
Afuera había nubes. Eran blancas, enormes. Antes, ella había supuesto que en el cielo de los desiertos siempre se veían rondas de buitres pero no había ni uno.
—¿En serio no te acordás de ella?
—¿Pasó algo?
Ella empezó a reírse. No lo había planeado así, pero le estaba pasando: la risa le salía aguda, nerviosa, un poco fuera de control, una risa de nena, justo en ese momento en que ella quería ser otra cosa.
—Dice —soltó, palabra por palabra, sin poder controlarse— que está embarazada.
—¿Cómo?
La voz de su padre fue fría, como una cara apoyada contra un hielo.
—Pero está mintiendo. Seguro.
—Por qué va a mentir con algo así.
—Para hacerse la importante.
—Por favor, cómo va a estar embarazada, tiene quince años.
—Catorce.
—Peor, catorce años. Cómo va a.
—Bueno, papá, a los catorce años te podés quedar embarazada.
—No —declaró, como una orden—. A los catorce años no te podés quedar embarazada.
Todo en el auto quedó callado. El aire suspendido dentro del auto tenía gusto a polvo. Ella se sentía en un lugar cada vez más extraño, o más extravagante.
—Bueno. Ella sí quedó.
Pasaron el siguiente par de kilómetros en silencio. Ella dejó las manos sobre su vientre y se puso a pensar en el hombre que le había dado esa especie de orden y en el que había sido antes de embalar todo y salir de viaje hacia quién sabe dónde, el hombre que ahora no era nadie y cuyo puesto, que a él le había de nido el mayor tramo de su vida adulta, jamás había logrado impresionarla. Empezó a entender que para algunas cosas ya se les había hecho demasiado tarde.
En algún momento apareció un auto en la otra punta de la ruta. Al verlo, ella se dio cuenta de que no se habían cruzado con nadie en muchas horas. Primero fue negro, hasta que más cerca se hizo rojo. Era deportivo, pero de líneas rectas, de antes, como si viniera desde otra década. Siguió el progreso del auto rojo y, cuando se cruzaron, sintió cómo se sacudían apenas, como un bote. Miró hacia atrás pero el auto ya estaba lejos. Le hizo sentir que eran lo último que huía de una catástrofe.
Estiró la mano y probó la radio. La estática estaba intervenida por una canción.
—Let —escuchó mezclado con el ruido blanco— the lonely silence breathe—. reconoció la canción de inmediato y se alegró—. Let —moduló al compás de esa otra voz que venía de alguna parte— the lonely silence breathe.
Era el tema de la película que había visto algunos días atrás. Pensó en la casualidad, tratando de sentir que de una manera u otra había algo significativo. Repitió con gusto esa única frase, que condensaba toda la canción, una y otra vez. La frase le había quedado grabada en la lengua, tan interminable, tan cíclica, como todo el desierto. En la toma final, el auto se iba por una ruta con la canción de fondo y la patente no se podía leer porque todo bailaba un poco con el calor y resultaba irreal. Ella no sabía explicarse qué le provocaba esa canción, ellos dos alejándose, esa mezcla de desierto y FM. No sabía definir si terminaban un poco más acompañados entre sí o más solos que nunca. De alguna manera, era ambas cosas a la vez, y era doloroso y exquisito y nuevo.
Entonces la frecuencia se convirtió otra vez en estática.
—¿Y ustedes le creen? —dijo su padre. Por un momento ella no supo de qué le hablaba.
—¿Juli? No. Yo no. Las chicas me parece que sí pero yo no.
—Cómo pudo pasarle algo así.
Ella lo miró.
—¿Me preguntás en serio? ¿Necesitás que te lo explique?
—No te hagas la viva conmigo.
—No me hago nada. Ni siquiera le creo. Pero las cosas que preguntás.
—No te hagás la viva.
Ella sintió la explosión exactamente debajo de sus pies y soltó un gritito, y cuando el auto entero se zambulló hacia su lado, pesado, sin advertencia, enloquecido y haciendo lo posible por entrar a la banquina con un chillido de las ruedas, entendió que habían reventado una goma. Su padre tiró del volante para controlar el auto, o domarlo, porque se trataba de algo vivo con una repentina intención propia. Ella sintió también cómo mordían el borde rotoso del ca- mino y el momento en que entraban disparados en el desierto. En el polvo el auto no podía frenar, y los pozos lo sacudían y lo golpeaban. Ella iba suelta y pegaba contra el techo y estiraba los brazos para agarrarse de algo en ese aire vacío. Hubo un pozo más violento que los otros; algo golpeó severamente debajo (no llegó a partirlos al medio) y el auto se levantó casi en vertical, ella voló hasta el asiento de atrás, y todo se soltó del suelo. Se sintió liviana, liberada, y en ese momento de caída libre estuvo convencida de que todo lo que cambia lo hace en menos de un instante, y que se iban a lastimar muchísimo en el momento siguiente.
El auto regresó a su contacto pesado con el suelo y patinó en un trompo hasta detenerse, intacto. Un momento después, la nube de polvo los alcanzó y se ltró en la cabina y empezaron a toser. Ella no entendía por qué estaba en el asiento de atrás, o que su padre la llamaba a los gritos. Salió del auto para respirar mejor. Hizo lo posible por ahuyentar el polvo de su cara agitando una mano, como si se tratara de un olor fuerte, y tosió a través de la nube ciega hasta que salió al día de nuevo. Su padre emergió detrás de ella.
—¡Estás bien! —decía, y seguía diciendo lo mismo mientras le examinaba las orejas, la frente, la nariz.
—Tengo arena en los ojos —dijo ella. Después empezó a llorar.
—Eso, llorá. Te va a limpiar los ojos. ¿Te golpeaste? ¿A ver?
Ella se dejó revisar la cara y los brazos pero nada más pensaba en su abdomen. No se había golpeado pero no tenía fuerzas para explicárselo y lo dejó hacer.
No soplaba brisa. Por pura acción de la gravedad la nube suelta fue regresando al desierto. El auto estaba recubierto por completo de polvo y las ventanillas eran una misma cosa con la carrocería. Salvo por la de él, abierta: parecía un agujero abierto en el polvo con un bisturí.
Su padre la llevó abrazada y dieron toda la vuelta al auto. Desde ahí era claro. El auto estaba apoyado en un ángulo extraño, la rueda delantera se inclinaba hacia adentro, apoyada contra el chasis. Se había partido el eje.
Él la miró para ver si ella entendía lo que les estaba pasando. Ella cerró los ojos profundamente. Había entendido lo su ciente. Se separó de él y sacó un paquete de cigarrillos arrugado de un bolsillo y tanteó en busca del encendedor; él la miró con la boca idiotizada de sorpresa.
—¿Te molesta si fumo?
—¿Cómo que fumás?
—Estoy muy nerviosa. No empieces.
—Vamos a estar bien. Dame eso.
—¡Dejame prender un cigarrillo! —rugió ella, sin ningún control, al límite de su garganta.
—Bueno, bueno, calmate. Qué sé yo. Uno solo. Lo compartís conmigo.
De a poco fue pasando la tarde. En un momento, ella se quiso sentar en el techo del auto y él le dijo que no y ella empezó a gritarle fuera de sí, y cuando nalmente se sentó sobre el techo sintió que la chapa se hundía y se bajó de vuelta al capot. Ella se dio cuenta que de a ratos él estaba a punto de decirle algo pero se contenía. Creyó que se sentía culpable por casi haberla matado o por haberle gritado en el auto. Pero él se quedaba en silencio, dándole vueltas a alguna idea que tal vez no tuviera nada que ver con ella, sin que le saliera ni una sola palabra. Quizás pensara en su trabajo y en que había fallado en impresionarla y en cómo de niría ahora este tramo de su vida. Ella quiso creer que estaban mejor así, sentados sobre un auto muerto en un desierto cada vez más vacío, pero no pudo convencerse.
Finalmente él se alejó unos metros del auto. Movía el polvo con la punta del pie y cada tanto se agachaba para examinar un palito, la forma de una piedra, como si mantuviera una conversación con aquellas cosas. Después de un rato, tiró lejos la última piedrita y regresó, mirándola, listo para volver.
Se sentó al lado de ella en el capot y le pasó un brazo por los hombros, como si fueran amigos. A ella le agradó la sensación del peso del brazo de su padre, y hasta el olor a polvo que tenía su camisa.
—¿Salía con un chico más grande? —Ya era de noche. Ella se sintió aliviada por escuchar su voz de nuevo, por volver a ese tema.
—¿Juli? Sí. Con alguien de diecisiete.
—Ah.
Ella lo miró divertida.
—Ni te acordás de ella, ¿no?
Él no le respondió.
—¿Y vos? ¿También salís con chicos más grandes?
Ella resopló.
—¿Vos también querés hacerte la importante como tu amiga?
—No ves que no se puede hablar con vos de nada, papá.
—Sí se puede. Estamos hablando.
—No, no estamos hablando.
—Qué estamos haciendo.
Atardecía, y escucharon el llamado de alguna clase de pájaro grande, que venía de alguna parte. En un rato iban a tener que entrar en el auto.
—No estamos hablando. Estamos perdidos y no tenemos a dónde ir.