Toda clase de cosas posibles
© Paula Conti
Virginia Feinmann
Lunes 13 de junio de 2016
Por Virginia Feinmann.
En casa hay un pulover de mi marido. Es gris plomo, largo, larguísimo, las mangas me quedan colgando, pero es calentito. Está acá no sé por qué. Porque cuando lo vi a él por última vez, cuando terminé de embalar mis cosas y bajamos las cajas juntos y estuvieron subidas al flete y nos dimos un abrazo hacía frío. Y me dijo “abrigate” y yo no tenía nada a mano, estaba todo embalado, entonces subió corriendo y me trajo ese pulover.
Al principio pensé que se lo iba a devolver en cualquier momento, si total, habíamos quedado tan amigos, él me quería tanto, quizás cuando fuera a tomar mate para ver a mi gato o habláramos para resolver esto y esto que había quedado pendiente. Mientras, lo usaba sin mayores problemas. Pero esto y esto se resolvieron por mail y transferencia bancaria, y cada vez que lo llamaba porque estaba triste o porque estaba contenta él no atendía. Me mandaba un mensaje después que decía “uy”, siempre empezaban con uy, “uy, no escuché el celu, uy me entró directo como texto, uy recién veo, ¿lo dejamos para otro día?”. No lo vi más.
Así que en un momento decidí tirar el pulover. Después decidí quemarlo. Pero no, quemarlo no, si hay gente que necesita y lo puede aprovechar. Y después una noche de mucha angustia me lo puse de nuevo y me acurruqué envuelta en todo ese pulover enorme. Y al otro día lo tiré al piso. Después lo metí en el placard y cerré fuerte la puerta. Y después lo saqué y lo estrujé y le dije “te voy a matar”, y otro día le dije “¿por qué? ¿por qué?” y otro día después de haberlo tirado al piso de nuevo me tiré yo y lloré arriba hasta que la lana y las lágrimas se me volvieron una cosa sofocante en la mejilla.
Ahí está el bobito del 4to. Un pendejo que cuando me mudé me dio su tarjeta de la Fundación en Ciencias Empresariales, me dijo que estaba para lo que necesitara, pone música electrónica los sábados, usa chombas de colores, cada vez que paso me mira el culo y, esto no puedo asegurarlo, pero es probable que haya sido quien escribió ¿no pueden hacer algo para matar a las KuKarachas? en el aviso de fumigación del ascensor.
Subo y pongo el aire acondicionado en 12 durante veinte minutos. Saco el pulover gris del placard, lo dejo sobre una silla. Bajo y le digo hola cómo estás. Bien. Viste que me dijiste que si necesitaba algo. Jaja. Sí. Bueno. Subimos.
—Pasá.
—Pero acá hace un frío bárbaro.
—Sí, es terrible. Tomá si querés —le doy el pulover— Te juro que vivo muerta de frío.
—Pero por qué —se lo pone distraído— ¿estufa no tenés?
No hables, o hablá si querés, no importa. Movete, movete un poco por la casa. Mirá la estufa, sí, revisala, si total corté el gas. Quedate un rato así, agachado de espaldas. Preguntame algo sobre un gasista matriculado. Parate. Andá hasta la ventana del fondo. Decime que por ahí entra frío, sí. Que tendría que poner un burlete, sí, qué me importa. Movete por acá y por allá, preguntame a quién le alquilé y si sabía que las expensas aumentaron porque el portero está con licencia y que la bombita de la cocina está quemada. Estirate, estirá el brazo con la manga gris, desenroscá la bombita y movela. Sí, está quemada. ¿Y que por qué tengo tantos libros? No importa tampoco. Ya está. Tengo que trabajar, disculpame.
—Tengo que trabajar, disculpame —y abro la puerta.
—Sí, obvio, yo también jajajj —sale caminando hacia atrás— ¡Ah! —se da cuenta, porque afuera no hace el frío que hace adentro— ¡el pulover! —se lo saca y me lo da.
—Sí, claro —lo agarro— gracias. Te lo agradezco muchísimo.