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Ficción argentina

Un nuevo centro en la esfera de Pascal

Por Guillermo Saavedra

"Una mezcla gozosamente incómoda de plenitud y de vértigo, una amable perplejidad": compartimos el epílogo a Trieste, la segunda entrega de Pedro Rey después de Katsikas en Editorial Leteo.

Por Guillermo Saavedra.

 

Innumerables son los relatos del mundo, solía decir el bueno de Roland Barthes. Y hacía notar, al afirmarlo, que toda forma de discurso —desde el mito ancestral hasta la memoriosa historia, la heroica epopeya o el chisme insidioso— se sostiene en la irrenunciable voluntad de narrar, ese intento de los hombres de dar sentido al fluir caótico y opaco de sus días. Pero ese apetito no se sacia simplemente estableciendo causalidades que la realidad no ofrece: hay, además, una cierta fascinación por aquello que no se abre fácilmente a la comprensión. Como señaló Walter Benjamin, se narra no tanto para desplegar una anécdota cuyos repliegues se conocen en su totalidad como para exponer y asediar un núcleo misterioso de lo narrado que se resiste a las explicaciones.

Quizá sea precisamente este aspecto paradójico de la narración —su vocación de conferir un significado al suceder del mundo y, al mismo tiempo, su apego a lo inexplicable de ese acontecer— lo que más atraiga a Pedro B. Rey, al punto de estar dedicado a ella desde hace años con una fruición entusiasta y una discreción algo estoica que escamotea parcialmente ese entusiasmo a la mirada de los demás sin atenuarlo en absoluto.

Tal vez por el afán de dar a esa persistente dedicación un sentido —es decir, tanto una razón como una dirección y, en ambos casos, eludiendo las simplificaciones—, Rey ha concebido un proyecto narrativo que constituye no solo la paciente acumulación de historias sino también la configuración de un sistema que podría calificarse de solar si no fuera porque, en verdad, carece de un único centro. El conjunto, aún en progreso, tiene algo de lo que el mencionado Benjamin definió como constelación, aunque aquí cada texto no es una mónada autónoma e incomunicada con las otras sino una unidad de tipo neuronal: funciona de manera independiente, pero alcanza su más plena eficacia en la interrelación nerviosa con las demás unidades.

Cada narración del conjunto se cumple, pues, hasta alcanzar la felicidad relativa de una cierta conclusión, pero ese cierre nunca cancela la posibilidad de seguir narrando —alternativa que varios relatos se permiten incluso anunciar, o bien explícitamente, o bien por la ausencia de punto final, o bien porque el final es lo suficientemente abierto como para suscitar la expectativa de una continuación, un nuevo avatar. Parafraseando a Rimbaud, el impulso narrativo de Rey parecería estar gobernado por la convicción de que la conclusión definitiva siempre está en otra parte. O, tal vez, en ninguna.

Sería erróneo, no obstante, suponer que el sistema narrativo de Rey se alimenta exclusiva o primordialmente de una continuidad mecánica y argumental de uno a otro cuento. Este es solo un aspecto, y sin dudas no el más relevante, de la mutua implicación de las diferentes historias. Lo que confiere al conjunto uno de sus mayores atractivos es el hecho de conformar una suerte de elenco estable, una plétora de personajes que bien pueden ser protagonistas en un cuento, personajes incidentales en otro y apenas una mención en el telón de fondo de la trama de un tercero. Estas dramatis personae más o menos reincidentes —cuyos nombres suelen ser tomados del mundo de la literatura, la pintura, las ciencias, la economía o la cultura en general— crean un curioso sentimiento de familiaridad que crece al avanzar en la lectura de los distintos cuentos. Es una suerte de paisaje humano que se va enriqueciendo a medida que sus componentes van siendo sometidos, de uno a otro cuento, a la lógica de la variación —entendida esta casi en sentido musical— respecto de determinados parámetros: el grado de incidencia en la trama, el punto de vista desde el cual son narrados, la relación jerárquica de subordinación respecto de un relato mayor que contiene su peripecia o viceversa, etcétera.

En cierta forma, el sistema narrativo de Rey funciona como la esfera de Pascal analizada por Borges en un ensayo célebre: su centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Y este carácter transitoriamente central de cada narración y sus personajes hace de la lectura de cada una de ellas una experiencia que suscita un sentimiento análogo al que provoca la especulación borgeana en torno del concepto del filósofo francés: una mezcla gozosamente incómoda de plenitud y de vértigo, una amable perplejidad.

Pero la geometría clásica es insuficiente para describir la posición relativa de tramas y personajes de uno a otro cuento o, a veces, dentro de uno de ellos. Porque, como se dijo, lo que se cuenta de un personaje suele estar a veces subordinado a una narración mayor que lo engloba, en virtud de un procedimiento de cajas chinas o muñecas rusas que imprime al todo el carácter de una mise en abyme.

Es difícil saber hacia dónde se dirige exactamente este sistema en su relativamente planificado big bang, pero puede sospecharse que el resultado final no habrá de ser algo parecido a una novela sino un coro de narraciones fluctuando entre su sentido particular y una significación colectiva que surgirá de la totalidad y será siempre inestable, pues dependerá del orden de lectura y las asociaciones que cada lector haga entre las diversas piezas del conjunto.

Trieste, el texto que conforma por sí solo este volumen y que a pesar de su extensión constituye, en opinión del autor y de quien esto escribe, un cuento, es una prueba elocuente de la excelencia del conjunto en avance. Como en un organismo vivo, la parte corresponde genéticamente al todo y, al mismo tiempo, presenta la singularidad de su propia condición, su relativa y necesaria autonomía.

Vuelve a tener en el centro de la atención al siempre atribulado Katsikas, ahora viviendo de prestado en la casa de un tal Farkas, a quien no conoce, en la tensa vigilia de los peores días de la última dictadura cívico-militar argentina. Esta circunstancia histórica tiñe el tono de lo que se narra pero, fiel a su estilo, ajeno a los golpes bajos y el facilismo, Rey no abusa de esa referencialidad, la convierte en una condición atmosférica del relato y, más aún, en una suerte de disparador del cuento de ciencia ficción que el propio Katsikas escribe para resarcirse de su prudente aislamiento y de los trabajos de traducción siempre tediosos con los que se gana la vida.

Ese es el marco principal, el del relato más abarcador, que transcurre a lo largo de unos meses, entre julio y septiembre de 1977, y engloba a otros que, como siempre en los relatos de Rey, se multiplican e interrelacionan con la precisión que les es característica.

Pero el lector no está esperando que se le cuente aquí de qué va un relato que seguramente ya ha leído; mucho menos, que se lo expliquen. Quizá acepte, en cambio, compartir el placer de haberlo leído y confirmar la originalidad del proyecto narrativo de Pedro B. Rey.

La eficacia con la que es capaz, en este caso, de contrastar la trágica historia reciente de la Argentina —en la que Katsikas está inmerso y de la cual será una de sus víctimas, aunque no fatales— y la desopilante parábola del prófugo Hermann Lilienthal, con su lenguaje afrancesado y anacrónico y su obra traducida de ida y vuelta y, de ese modo, extrañada. El modo de poner en escena la metabolización que hace Katsikas de su opresivo presente, convirtiéndolo en un cuento de ciencia ficción que describe una realidad no menos agobiante. Los oportunos flashbacks, que ponen a funcionar el calidoscopio de personajes de cuentos anteriores y el despliegue de delicadas capilaridades narrativas. La intercalación de citas explícitas o sutiles, y de algunos destellos de la biografía del propio autor, no como concesiones a una literatura del yo tan en boga sino como parte de una alquimia que se consuma prácticamente ante los ojos del lector y que está destinada a fortalecer la ficción, no la exhibición personal. La variedad de registros, que se complementan sin desentonar, creando un flujo armónico de acordes compuestos de notas inesperadamente felices; a saber: el realismo aséptico del relato principal en tercera persona que atañe a Katsikas; la primera persona del género epistolar al que recurre Lilienthal, procedimiento con el que Rey consuma la difícil tarea de que el personaje se ponga en ridículo a sí mismo; el relato diferido, casi como si se lo comentara oralmente, del cuento de ciencia ficción que escribe Katsikas y que, por momentos, llega a ocupar el espacio central de la narración.

Estos rasgos no agotan la riqueza de Trieste, pero alcanzan para vislumbrar lo que podría considerarse la ética implícita en él y, por extensión, en la cuentística de su autor. Un modo de profesar el oficio de contar historias como si estas fueran, tal cual decía Barthes, inagotables, y conservaran siempre, como afirmaba Benjamin, un halo de opacidad, una resistencia al reduccionismo que hace necesario seguir asediándolas, sin engordar la sencillez ni adelgazar la complejidad que suelen convivir en ellas por partes iguales. Vale decir: no con la obtusa frontalidad de un inspector de aduanas, sino con la cautelosa paciencia de un rastreador en tierra desconocida.

 

 

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