Un final feliz
Por Gabriela Liffschitz
Martes 24 de marzo de 2020
Desde que se enteró de la existencia de lo que los psicoanalistas lacanianos llaman “fin de análisis”, Gabriela decidió que eso era lo que quería para su vida. Leé el primer capitulo del libro que Eterna Cadencia Editora acaba de reeditar.
Por Gabriela Liffschitz.
Bajé las escaleras sin mirar esta vez. Digo esta vez porque ya, en casi idénticas circunstancias –por lo menos en lo formal–, había bajado yo las escaleras con el mismo ímpetu. Por suerte esas escaleras alfombradas en verde nunca habían dejado lugar al resbalón; y es que de hecho, cuando uno las bajaba –no esa vez y la anterior a la que me referiré luego, sino cada vez, casi todas las veces– ya venía resbalando.
Estos escalones transformados a veces en listones revestidos o peldaños inalcanzables o laderas o peñascos o riel de montaña rusa o en simple terreno descampado eran el camino de ingreso y la rampa de salida del consultorio del psicoanalista Jorge Chamorro.
Ahora me imagino que alguien debe haber pensado (tal vez a partir de la experiencia espero no demasiado dolorosa para el accidentado) que después de sesiones como esas era mejor no correr demasiados riesgos. Si por la estructura del edificio, de la escalera no se podía hacer a menos, en todo caso sería preferible evitar a toda costa el salir dando tumbos por escalones encerados de baldosas brillantes.
Es verdad que no había reparado en esto antes, pero sí en el resbalón mental que, durante unos siete años, había acompañado, como un rasgo de origen, cada salida de allí. La confusión, el vuelco, la inconsistencia, la viscosidad, el sopor, la idiotez (en el sentido en que la define Wilcock, algo así como un estado de placer despreocupado, cuya innecesaria sustentación parte de un tipo de desprejuicio e irresponsabilidad feliz y dicharachera, que claro, el idiota desconoce o le es simplemente inclasificable), la desazón, la extrañeza, la sonrisa pasmada de quien no llega a comprender el chiste pero igual se ríe, la sospecha, la ignorancia, el desacierto, el equívoco; todas estas bajadas posibles –factibles y de hecho comprobadas cada semana, alternándose, tramposas, sin lograr constituir una conducta, algo esperable, algo que se pudiera racionalizar mejor– había realizado yo y había visto realizar a otros.
Tal vez, en general, el rasgo más constante, el que de algún modo todo lo conjugaba, como si se tratase de la materia de la que estaba hecha la salida de allí –mientras que los otros se constituían en adornos, matices, rasgos de carácter de cada sesión–, la vedette, parecía ser la confusión. Pero ni siquiera había en esto algo de filosofía oriental en donde encuadrarla, en donde darle un marco de sentido al sinsentido.
¿Cómo había llegado allí? Digo, ¿desde un inicio? ¿Cómo había terminado haciendo este análisis?
Ya había pasado antes por divanes varios. Incluso de chica le había prendido fuego a alguno que otro fregadero o jugado al despedazamiento de muñecas ya despedazadas, que uno no quería despedazar, pero que instado a ello con tanto ahínco y vista luego la sonrisa de satisfacción de la psicóloga, digamos que era una práctica a la que uno, aun con seis o siete años, accedía. Todo por complacer.
Sin embargo, nomás iniciar este tratamiento ya dudaba, ¿de qué se trataba? Lo que sucedía en el consultorio desde la llegada misma a una sala de espera (¡sala de espera!!!) hacía que no pudiera poner a este análisis en serie con los demás.
En mis análisis anteriores –freudianos todos– yo ingresaba –tanto al consultorio como a los contenidos que allí serían dirimidos– a una puntualidad –sobre todo del sentido de lo dicho–, a una hora precisa que sufriría diversas amonestaciones de no ser cumplida. “Respetada” será la palabra elegida por ellas, mis psicólogas. Entonces, un horario respetado, un tiempo destinado para mí, una exclusividad, y un espacio, del que sería siempre única protagonista; un lugar indefinible e impersonalmente mío. Por ese rato, claro.
Allí pasaba una cantidad de tiempo estipulado, acordado al igual que los honorarios, y obtenía la atención total de la analista, sus comentarios, observaciones, indicaciones y consejos. Las salidas de esos consultorios, no sé si propuestas, pero que resultaban de cada sesión, intentaban constituirse en una toma de conciencia, una comprensión de la responsabilidad individual en la historia de cada uno y en sus actos; de modo que esencialmente yo había salido de aquellos otros consultorios –que claro carecían de sala de espera– de la mano segura y firme (tal vez un poco tirante y estrecha) de la razón.
La razón en su versión supuestamente iluminadora, porque hay que decirlo, uno descubre que la razón puede ser muy, pero muy oscura.
En todo caso tanta claridad, tanta comprensión con relación a mi historia y a lo que debía hacer, no me había servido de mucho, por lo menos no habían podido hacer nada con la angustia y la sensación de vacío y deriva que me acompañaba siempre. En ese sentido estaba harta de entender, harta de tener la razón.
Pero no, en el consultorio de Chamorro, allí, no había nada de ese orden, nada de orden.
Por ejemplo estaba esta sala de espera, allí los pacientes nos amontonábamos sin ningún registro en el orden de llegada, lo que creaba todo tipo de situaciones: rivalidades, miradas cargadas de sentido, incluso comentarios, resoplidos y una desesperación sumisa, silenciosa, que como única actividad hacía girar los ojos sobre el reloj. Esa mirada sobre la muñeca, que primero rondaba el instrumento con una autoridad avalada por el rasgo de la pertenencia, se convertía allí, de forma incomprensible, en una merodeadora no del todo esperada y para nada bienvenida. Más bien ahora exasperada, irritante e irritada, la mirada era acechada por el objeto, que insolente le usurpaba su condición de propietaria, de ama indiscutible de la esfera.
En definitiva, no había ningún orden de ingreso al consultorio, ningún saber sobre el asunto. Claro que esto no era nada comparado con el hecho de que tampoco había un tiempo de duración de la sesión. Todo en el consultorio parecía estar en función de la arbitrariedad de este insólito analista.
Y eventualmente esa arbitrariedad podía declarar desconocerse a sí misma, actuando inocente, sin premeditación, e incluso intentando seguir cierto tráfico horario, cierta sucesión de ingreso; o bien regodearse en un designio propio, misterioso para los habitantes de la sala, que hacía sentir el peso del poder en un despliegue altivo y sádico pero de una elegancia entregada a la escena.
En cualquiera de los dos casos estos movimientos impredecibles nos dejaba a los pacientes sujetos a un propósito ignoto, desbarrancados ya antes de tomar la palabra o creer que lo hacíamos.
Ese lugar resultaba, en la praxis, la relación misma con el Otro, éramos sujetos de su discurso, pero estábamos convencidos de intenciones, organizaciones y deseos propios y un cierto descontrol basado en la molestia que nos podían causar ciertas acciones imprevisibles.
Pero a pesar de la abrumadora evidencia de lo contrario, seguíamos obstinados, buscando y encontrando lógica y sentido, justificaciones y finalidades a lo que (entiéndase “lo que” como el objeto Chamorro) ni brevemente se fijaba en nosotros.
De este modo, con estas características, empezaba el largo recorrido por el análisis lacaniano, cuya práctica me ponía cada vez más cerca de la incomprensión y el desconcierto, que –como en mis experiencias anteriores– del control de mis dichos y acciones.
Entonces, empezando por la escalera, yo no sabía ni quién entraría primero ni quién saldría ni cómo ni cuándo ni cuánto se esperaría ni nada de lo que sería dicho, o no dicho. Estar allí era en cierto sentido como estar en un limbo en el que deambulábamos a la espera de la solidez del fantasma, lo más sólido que encontraríamos al final.
Claro que entonces no lo sabía. Digo, creía que sabía –nada sobre el fantasma o teoría lacaniana, sino sobre otras cosas, cada cosa, todas las cosas– pero en todo caso, algunos conocimientos sobre la práctica psicoanalítica vinieron mucho después. En dos etapas de salida, esta, en la que bajaba las escaleras con una solidez constitutiva, construida, edificada, después de haber hecho el fin del posanalítico; y una anterior, más entusiasta y más liviana producto del fin del análisis inicial.
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En todo caso bajé las escaleras con el ímpetu simple de quien sale sabiendo que lo hace, un ímpetu distinto de aquel alcanzado por una interpretación conmovedora o por una marca hiriente aunque alentadora, con un ímpetu propio del fin, de la última vez, de la liberación y el abandono en un mismo acto de salir.
Si bien esta vez se constituía casi como una mera formalidad, y no conllevaba el entusiasmo de la primera, esta vez era segura, firme, sólida. De modo que bajé las escaleras con la consistencia de un encuentro.
Este fin no había estado propiciado como el anterior por un final desencuentro con Chamorro y con su función, que en el último tiempo había quedado perimida por innecesaria y por efecto de una cantidad –primero pequeña– de grietas, saldos, restos ajenos de lenguaje, y opacidad, hasta la caída estrepitosa que finalmente destrona al Otro.
Esta vez, aunque ya no hubiese un para qué, sabía que lo iba a extrañar, e iba a extrañar sobre todo el ingenio y el destello de algunas sesiones.
En general y sobre todo en el último tiempo, había disfrutado verdaderamente del análisis, digo, también lo había sufrido y soportado y, claramente, había implicado un esfuerzo inesperado para mí, pero ahora tenía más que nada el recuerdo del placer por encontrarme con esas palabras que habían logrado armar verdaderas diademas que me coronaban y me habían llevado durante toda mi vida de aquí para allá. O los estados de confusión no marcados por la angustia, que tienen un costado agradable de cierta sospecha feliz en el desconcierto, el descontrol de lo dicho, el sinsentido que queda flotando sin necesidad de ser asido desesperadamente por la significación y que entonces se vuelve gracioso, leve.
Esos momentos de ajenidad, que ya no intentan decir nada y entonces simplemente se constituyen como un hecho. O el placer del equívoco cuando deja de representar lo desconocido, el sometimiento y el horror, para transformarse en una hamaca en la que mecerse es un derecho de la inercia del lenguaje.
En definitiva recordaba la alegría de mirar esas palabras ahora casi extrañas –aunque con reminiscencias propias pero en todo caso inocuas–, graciosas, tontas, esencialmente insignificantes. Igual que a Chamorro, quien en definitiva había funcionado allí como un ayudante de pescador.
Durante esos años había sido él –pensaba yo– quien me había dado hilo, había tirado de la tanza, había dado rienda suelta o lanzado las plomadas; por lo menos hasta que yo misma, creída pescadora, me vi pez –y no exactamente para hacer metáfora de saber moverse en el agua– sino porque me vi clavada al anzuelo.
Ahora, esta segunda vez, después del fin del fin, Chamorro era, ya lejos de la encarnadura del Otro, ese psicoanalista perspicaz, a quien iba a extrañar.
Él siempre me había dado gracia, amable, solidario e ingenioso, y en su ejercicio de la tontera un verdadero maestro. Cuando nos despedimos dijimos esas cosas medio bobas que uno se dice cuando hay afecto y prometimos mantenernos en contacto. “Fue casi una vida”, dijo. “No, por lo menos dos”, le contesté.
Esa era la verdad de lo que había ocurrido allí, nos despedíamos ahora, después de haber oficiado una muerte. Pero no solamente habíamos velado al difunto, no solamente lo habíamos preparado para la ocasión; esencialmente, allí se había constituido a la víctima. Este es el relato de ese homicidio, el de mi víctima sujeta al fantasma.
