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Un conjuro frente a lo pasajero

Celeste Alonso

“La lectura de un libro usado tiende al debate, a la especulación y al ejercicio dialéctico”. Compartimos el discurso de apertura de la FLU (Fiesta del Libro Usado), a cargo del autor de La Circunstancia




Por Jorge Consiglio


 

Estoy agradecido a los organizadores, Patricio Rago y a Paz Marenco, por elegirme para estar hoy acá frente a ustedes en esta hermosa (y rebosante, y simbólica) Plaza del Lector de la Biblioteca Nacional. Sinceramente, me siento honrado de ser el responsable de dar la charla de bienvenida de la emisión 2024 de la FLU. Y ahora que me pongo a ordenar estas palabras y dudo y no sé bien cómo condensar lo que tengo para decir, caigo en la cuenta de que hacer esta tarea era un sueño que siempre tuve (diría desde comienzos de la secundaria, que es cuando se inició mi conciencia lectora), pero que, valga en este caso la paradoja, yo no podía expresar ni representar en una imagen por un simple hecho: la FLU no existía. Es decir, mi imaginación, a los quince años, fantaseaba con la posibilidad de que en algún momento hubiera un evento como este, pero mi ingenio nunca tuvo la fuerza necesaria como para definirlo ni para darle ningún tipo de materialidad. La primera edición de la FLU se hizo en Plataforma Nave y fue en noviembre de 2022. Hubo 20 librerías de usados y pasaron más de 1500 personas. La segunda edición fue al año siguiente, en septiembre (del 2023). Hubo 35 librerías de usados y pasaron más de 40.000 personas. Esa vez, la cede fue la Biblioteca Nacional, como ahora. Y este año, si no tengo mal el dato, hay 40 librerías y sabremos el lunes cuántos lectores las visitaron. El crecimiento de este evento, de más está decirlo, es exponencial. Teniendo en cuenta a sus organizadores, Paz y Pato, y nuestra pasión lectora, nadie puede saber cómo seguirá esto ni cuál será el próximo paso. Probablemente haya algún tipo de streaming intergaláctico o algo por el estilo. 

Les confieso que la felicidad que me provoca esta fiesta tiene varias raíces, pero creo que hay una que se destaca y tiene que ver con una experiencia personal. Durante la secundaria, me tomaba el tren San Martín, bajaba en Palermo y buscaba la bibliografía de las materias en los puestos de usados de Plaza Italia. La mayoría de los textos era difícil de conseguir y cuando daba con uno, mi sensación de éxito era parecida a la de Hiran Bingham, el explorador norteamericano, cuando halló los testimonios que lo llevaron a descubrir Machu Picchu. Si me fallaba Plaza Italia, iba a Parque Centenario. Y si ahí tampoco conseguía nada, visitaba una librería extraordinaria que había en Nazca y Gaona. En realidad, hacía trampa: sabía que no era una librería textera, pero me gustaba ir. Tenía la excusa perfecta. Me jugaba la última moneda y, de paso, visitaba ese lugar. La atendía el tipo más alto y flaco que vi en mi vida. Como es de esperar era un lector fuera de serie. Y como vendedor también era extraordinario. Su estrategia parecida a la que Onetti usa en sus nouvelles esquivaba las líneas rectas y le apostaba a las elipsis o a dar por sentado que uno conocía la historia que él estaba contando. De hecho, su discurso, en general, era absolutamente digresivo. Se iba por las ramas y uno, como receptor, se quedaba colgado de las referencias laterales, de los detalles menores del relato, que siempre tenían alguna relación con libros. En ese lugar, compré una edición de El villorrio de Faulkner, editada por Editorial Futuro en 1947. Fue un libro que no leí de inmediato, me esperó una década o quizás un poco más, pero creo que su sola presencia en el estante de mi biblioteca, me marcó tanto como su lectura. Eran una especie de talismán que, igual que el del poema de Olga Orozco era “más inflexible que la ley, más fuerte que las armas y el mal del enemigo.” Y de la misma manera que hace ella con el de su texto, lo guardé guardé ese libro en la vigilia de mi pecho. Velé por él y, de alguna manera y sin ser del todo consciente, dejé que creciera en mí como el ímpetu de una enfermedad sagrada.   

En otras palabras, lo que se festeja en la FLU es una cultura, una forma de relacionarse con la vida mediatizada por los libros, por ciertos libros, en este caso, los usados. Este hecho supone una pericia muy singular por parte de todos los que están involucrados en su intercambio: lectores y libreros, los que, por supuesto son también lectores y, podríamos decir arqueólogos textuales. Porque el libro usado es como una antigua moneda hundida en el lecho de un río. Está ahí, fechado, pero fuera del tiempo. De alguna manera, cuenta con la misma condición del arte, se desgasta, sí, pero no envejece. Es, como bien diría Piglia: “una forma sintética del universo, un microcosmos que reproduce la especificidad del mundo”.  

Creo que la fantasía de todo lector cuando tiene un libro usado en las manos es reconstruir el mapa de su recorrido o, mejor, interrogarse acerca de ese mapa: de qué bibliotecas formó parte, cómo fueron los ojos que lo habitaron, qué tipo de unidades de sentido dio lugar e, incluso, cómo actuaron sus representaciones en las vidas de los lectores. Si les preguntamos a los libreros que están en los puestos o al público que recorre el evento podríamos armar un vasto libro con sus experiencias sobre el tema. De hecho, hay un ejemplo concreto de esto: Ejemplares únicos de Rago.  Todas estas preguntas constituyen la literatura, no son externas a ella, sino que, en buena medida, son su condición de existencia: generan relato, esta circulación de libros es puro relato, inquietante, singular y siempre distinto.   

Preguntarse por el tráfico de los libros esta puesta en acto de la incertidumbre es también preguntarse por el acceso a los textos y por la forma en la que se narra ese tópico. Y, como es de esperar, este interrogante funda mitologías, filiaciones y también, sobre todo, tradiciones de lectura. Esas historias del acceso a ciertos libros y a ciertas bibliotecas siempre caprichosas, fortuitas cifran una infinidad de sentidos. La mayoría de las que leí y oí funcionan como sinécdoques de la vida del que las narra o las escribe.  

Piglia, en ese libro extraordinario que es El último lector, cuenta una que disfruté mucho, la del coronel Baigorria, el cacique blanco. Hay dos fuentes para conocer su derrotero. Una son las memorias que escribió el propio Baigorria y la otra, lo que narraron los cronistas sobre su experiencia. En 1850, Baigorria cruza la frontera y se va al desierto (como lo hizo el sargento Cruz o el propio Fierro). Pasa un tiempo viviendo entre los ranqueles. La relación con ellos es tan buena que los indios le traen un libro de un malón. Se trata de una edición chilena del Facundo, de Sarmiento, al que le faltan algunas páginas. Baigorria se apasiona con la lectura y manda a construir una choza de barro y paja en un lugar alejado de la toldería. No quería que nadie lo distrajera de la lectura, quería escapar de la vida cotidiana de la toldería para ponerse a leer. Este espacio aislado tiene relación con la fantasía de soledad extrema que caracteriza a todo lector. Recordemos, por caso, lo que le contaba Kafka a Felice Bauer en una carta. Él soñaba con vivir encerrado en una cueva escribiendo. La única interrupción sería cuando le trajeran la comida. La dejarían detrás de la puerta exterior de la cueva y el único paseo sería el de recorrer las bóvedas para ir a buscarla. Después volvería con el plato a la mesa de trabajo y seguiría escribiendo mientras come. Esas serían para Kafka las condiciones ideales para la escritura, que son parecidas a las que desea todo lector para no ser interrumpido.      

Ahora, con respecto a la circulación de libros usados me refiero al mercado de libros usados, ese objeto complejo que es, por una parte, un bien de consumo y, por otra, un bien cultural también se lo puede enfocar desde otro lado. Es sabido que estamos viviendo una época en la que se está registrando una especie de éxtasis del capitalismo, un verdadero clímax. En este apogeo, lo que ocurre con toda naturalidad pero generado por una estrategia concreta es una especie de vaciamiento del sujeto, una pérdida de los sentidos intrínsecos, para dejar lugar a otros sentidos: los propios del consumo. De acuerdo a mi amigo Alejandro Juliá, este circuito es, además de pernicioso, paradójico porque la sociedad capitalista, que aprovecha ese vacío para poner los deseos propios que impulsen a las personas a consumir es, al mismo tiempo, un sistema que consume a las personas. Es fácil imaginar que este proceso de vaciamiento hace que los intercambios entre los sujetos estén determinados por la crueldad, la violencia y el cinismo. En otras palabras, y para parafrasear de nuevo a Olga Orozco, este estado de cosas provoca el nacimiento del insaciable comensal de la muerte.  

En este contexto se desarrolla la Fiesta (y no la feria, pero también la feria) del libro usado. Yo escribo ficción, por lo tanto, no hay forma de que piense desde otro lado que no sea desde la literatura. Es un prisma, un ángulo, un enfoque. Estoy parado en ese lugar, es la matriz de mis ideas, una matriz que tiene en cuenta la experiencia, pero que la considera enigmática y, por lo tanto, cuando intento asentarla, lo hago siempre desde un relato, que es apostar a la incertidumbre, a la pluralidad de sentidos, a la condensación. Con esto quiero decir que la literatura apuesta menos a la certeza de las definiciones que a la vacilación de los interrogantes. Esto no supone una predisposición al relativismo sino, más bien, un apego a la ambigüedad de lo real que procura representar.   

Dicho esto, quiero compartir con ustedes lo más genuino que tengo: mis dudas. La primera que se me impone es una relacionada a este asunto de la perennidad que revisten los libros usados. Qué supone, dentro del marco social que trafica con lo volátil valor que es casi su emblema o su condición de posibilidad, la presencia de un objeto que escapa del tiempo, que se fuga, además, del frenesí de la época. No ofrezco respuestas, solo una hipótesis. Intuyo que en el libro usado tan rabiosamente analógico, en el sentido de que cualquier valor es posible funciona una especie de conjuro frente a lo pasajero, un ancla en medio de un mar embravecido, algo que tiene su peso, pero que confronta con la desmesura. En todo caso, me parece que en esta batalla tan desigual persiste un valor simbólico del lado del libro, que reconocen hasta los operadores de bolsa más conspicuos. Se trata de esa idea de que hay algo que el libro preserva, algo valioso que las sucesivas lecturas fueron acumulando en él como experiencia social. De tal modo, que, de acuerdo a lo que acabo de decir, se podría inferir que los libros usados, por su condición misma, ese atributo imperecedero, funcionan como nodos subversivos, aunque tolerados, frente al mundo de inventario que el sentido común pretende imponer. 

Tengo también otra duda. Hay un consenso casi unívoco acerca de una hipótesis que sostiene que la lectura humaniza. La cuestión sería saber a ciencia cierta si un libro usado humaniza más que uno nuevo. El planteo por supuesto, a nadie se le escapa es irónico; sin embargo, me gustaría hacer foco en un pormenor muy peculiar de la lectura de usados. A menudo, esta experiencia significa confrontar con marcas que dejaron los lectores que nos precedieron. A todos nos pasó: en los libros usados encontramos, además de flores secas, boletos de tren o colectivos, cartas e incluso fragmentos de otros libros, subrayados, resaltados y notas en los márgenes. Inevitablemente, la lectura, en estos casos, se torna, además de la decodificación del texto madre, discusión con esas huellas; la obra original, por lo tanto, se ve intervenida tergiversada, enriquecida, malinterpretada por esa marginalia. En suma, la lectura de un texto usado es más plural, menos solipsista que la de uno nuevo. La lectura de un libro usado tiende al debate, a la especulación y al ejercicio dialéctico. De alguna manera, podríamos asegurar que cuando nos sumergimos en un libro así confrontamos con una especie de palimpsesto contemporáneo que, sin ninguna duda, fomentará el pensamiento crítico en más de un sentido. Este es un motivo más para inspeccionar con perspicacia extrema y con avidez, por qué no  los catálogos deliciosos que todas las librerías presentes tienen en exposición.

Para cerrar, solo quiero agregar que organizar y participar en la Fiesta del Libro Usado en la gloriosa Biblioteca Nacional, en un contexto como el que estamos viviendo, con un gobierno que, desde el primer día que asumió, despliega una actitud de una violencia, un patetismo y una ridiculez fuera de lo común; un gobierno, para enumerar los adjetivos precisos, industricida, hambreador, segregacionista, endeudador, enemigo de la educación y de la salud pública; un gobierno, en síntesis, persecutorio, sórdido y con un espantoso olor a mierda encima, es una forma de resistir. Seguir haciendo lo que nos justifica, continuar apasionándonos por asuntos que escapan a la lógica de la mera transacción y el ejercicio de lo espurio, seguir creyendo en nuestros valores a rajatabla nos blinda con una dignidad que otros no tienen. Hacer lo que hacemos y decir lo que pensamos cuando tenemos la oportunidad es una forma de militancia, aunque no les guste la palabra a estos bufones malditos y pirotécnicos. En estos tiempos, la FLU es un acto de resistencia. También de celebración. Aunque las cosas estén muy mal, estén pésimo, celebremos. Tenemos derecho a muchas cosas que se están poniendo en jaque, entre ellas la alegría. Debatamos con las banderas en alto, organizando comunidad, tramado, y defendamos a toda costa la alegría y todas las formas de cultura que tuvimos la valentía de cimentar. Como podría haber dicho Stevenson: Vamos, muchachis, convirtamos el vivir en una de las Bellas Artes.  

Gracias, amigues.  

A disfrutar de la fiesta. 

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