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Ficción argentina

Toda historia es una historia de fantasmas

Por Emilio García Wehbi

Leé un extracto de Maratonista ciego (Ediciones DocumentA/Escénicas), de Emilio García Wehbi, artista interdisciplinario autodidacta que trabaja en el cruce de lenguajes escénicos desde 1989, año en que fundó El Periférico de Objetos.

Por Emilio García Wehbi. Foto María Anelli.

 

 

A ver, piensa él, todo lo que el texto aguante.

No nacemos, nos nacen, dice su madre durante el sueño. Es la madre quien habla, pero es en su sueño que lo hace: "No nacemos, nos nacen". Lo dice como detrás de un vidrio, con voz hueca y acampanada, venida del abismo oceánico o de ultratumba. No nacemos, nos nacen. Como si faltara aclararlo. Y él piensa que con esa frase ella busca ejecutar una doble pirueta: primero, una cierta autoindulgencia para decir que hizo lo que pudo con su vida, que ella no tuvo la culpa, y segundo, una autoincriminación para decir que sí, que fue ella la responsable, y que también hizo lo que pudo, con la vida de él. Nos nacen.

Todo de nuevo. Sí, lo piensa ahora como si ésta fuera la primera vez, y además todavía no se lo oyó decir nunca a nadie en serio: "Voy a empezar una nueva vida. Tengo más de cincuenta años y voy a empezar todo de nuevo". Pero mientras lo está pensando sabe que ni él mismo lo cree. Y que ese gesto voluntarioso carece de valor real. Piensa: "Hablamos para no escucharnos realmente. Miedo. Me voy a tomar un tiempo para desviarme hacia mi miedo. Es tiempo. Procurarme el miedo que me libere y con el cual al fin sabré hacia dónde estoy yendo. Traspasarme con ese miedo, a fin de que la flecha de Heracles no vuelva a revolverse entre mis costillas y rectifique los días que quedan aún por venir. Miedo, vos, el único. Rechazame incluso, carcajeate de mí, con razón, una y otra vez; despreciame, para que me abra y deje de estar solo. Haceme aun más amargo, para que crezca en mí la semilla que me vuelva fértil". Tiene que transcribir ese pensamiento para transformarlo en una declaración y combatir el aislamiento del miedo. Darle tinta a la palabra dicha o pensada, para que al menos, quien lo lea, sea testigo y cómplice de su traición. Que si no existe un motivo por el cual el gallo le canta al amanecer, al menos sí el de su cacareo. Y también el del amanecer.

Los padres murieron hace mucho tiempo. Y de cada uno de ellos le ha quedado en la memoria una imagen especial (espectral, le gustaría decir). Podría llamarlas últimas imágenes. He aquí la imagen materna: ella sale a su encuentro en el patio del neuropsiquiátrico, cargada con una bolsa de papel madera que contiene yerba suelta. Lo toma del brazo y le pide que la lleve a lo que denominan con el eufemismo de comedor, como si algún ser digno pudiese comer allí. Pareciera como si a muchas leguas a la redonda no hubiese nadie, aunque hace un momento una de las internas le acaba de pedir un cigarrillo, como hace habitualmente a pesar de saber que él no fuma, para contarle después, mascullando por lo bajo, los secretos del Pabellón B, del que dice ser la emperatriz, y luego reírse con sonrisa desdentada. El recinto es amplio y frío, con una mesa de madera larga y banquetas a ambos lados. Se sientan frente a frente, madre e hijo, pava y mate de por medio. Al principio ella pareciera no verlo, mira fijo a través de sus ojos a un horizonte perdido, con cara de extranjera. Por primera vez el hijo la ve como realmente es. ¿Cómo es? Abandonada, expulsada de la comunidad de los humanos, herida de soledad. Al rato ella hace foco en sus pupilas. No cambia tampoco su expresión cuando lo reconoce; ni se muestra sorprendida ni se alegra; en su inexpresividad radica su fuerza, y con esta fuerza de desesperación archivada como por siglos mueve la boca como para decir: "No nacemos, nos nacen". Pero no lo dice, su boca simplemente ejecuta un movimiento mímico, unas cabriolas de los labios que finalmente encuentran sosiego al entrar en contacto con la bombilla del mate, con el mismo ánimo beatífico que se apodera de un bebé cuando succiona su chupete. Luego le pasa, en silencio, mirándolo pero aún sin verlo, una de sus tantas cartas manuscritas, que él guarda para leer en privado. En la pared del fondo de la sala, alguien pintó trabajosamente, casi con letra infantil, una frase que dice: "Una palabra por favor, aunque sea una palabra, pero que sea la justa".

En el trazado de las ciudades, los antiguos dejaban un espacio delimitado libre de ser profanado u ocupado. Se trataba de una especie de pasaje circular que tenía por finalidad poner en comunicación el mundus -el reino de los vivos- con el universo subterráneo de los muertos. Ese espacio, primero vacío y luego diseñado arquitectónicamente, terminó por llamarse templum. ¿Cuándo se está en condiciones de abrir la puerta de ese pasaje? La respuesta para él no es ni nunca ni siempre. Pero cree que las condiciones -luego de cierto tiempo de vida y experiencia- están dadas para destrabar la cerradura y juntar en la casa a los vivos y a los muertos. Porque nunca es tarde ni nunca temprano. Y porque nadie muere (ni vive) en la víspera.

Dicen que el dolor se cocina a fuego lento. Un día, cuando está a punto, uno mete la cuchara y prueba el sabor. Entonces, ya no duele.

Toda historia es una historia de fantasmas.

El padre está apoyado contra una gran piedra, en un recodo del río. Hace poco ha llegado la reconciliación con su hijo, apenas pasado el tórrido verano de la adolescencia. ¿Qué los ha llevado a acercar posiciones, a fumar la pipa de la paz? Al hijo, el sosiego como consecuencia de catorce meses de servicio militar, comida escasa y confinamientos variados, con maltratos aun más variados. El sueño y el frío lo han cincelado a golpes de martillo para eliminar el granito de la adolescencia y dejar expuesto al hombre que será, justo en la época angular que está sirviendo de gozne entre dictadura y democracia. Al padre lo están tallando los años -además de una enfermedad que sin saberlo se está incubando en sus riñones- con la facilidad con la que se talla la madera balsa. Y allí están, en un viaje de reconciliación discutiendo los ítems de un armisticio que pronto debe ser firmado, caminando río arriba y a veces trepando la montaña, sus voces repicando entre los cerros. Pero todo acuerdo es la consecuencia de una serie de desacuerdos pulidos, y el joven quiere seguir ascendiendo, y el padre cree que ya han hecho suficiente camino porque, aunque no es demasiado viejo y está acostumbrado a andar, siente, de repente, el agotamiento, y ya no puede seguir. "Mirá mi barba blanca", dice riendo entre dientes. Y otra vez la chispa de la discordia. Y otra vez el desencuentro. La solución: el hijo seguirá escalando entonces y el padre esperará bajo ese árbol, a unos veinte metros del río, el tiempo que sea necesario. Cuando el hijo se está yendo gira la cabeza para observarlo y lo ve, sentado así en la hierba, apoyado en un tronco caído, a merced de la escasa pero reconfortante sombra del sauce, con las piernas estiradas. Ha puesto las manos sobre el vientre, y con la cabeza hace un gesto que pareciera decir: "Seguí vos, yo estoy muerto de agotamiento", y con un ademán reconciliatorio de la mano lo conmina a continuar la subida. Y ésta es la imagen final de su padre. La de un viejo de barba que saluda a un adolescente a la distancia con el brazo en alto, recostado a la sombra del verano. Luego todo se precipita: el entusiasmo del ascenso, primero a un cerro, que oculta otro cerro más bonito y desafiante, y luego a otro, y al fin otro. Tres horas para continuar subiendo, un rato para estar en la cumbre -además de una siesta en las alturas-, dos horas más para regresar y encontrarse con su padre ladeado contra aquella gran roca casi en el río. Está mojado y tiene el cuerpo cubierto por unas enormes ronchas en forma de volcán, producto del ataque de un enjambre de avispas salvajes que anidan en una colmena en el sauce. Apenas si puede respirar y lo mira con ojos desorbitados sin poder decir palabra, una mancha de saliva seca le empasta la barba. Hubo de tirarse al río para atenuar la cantidad de picaduras, quizás lo hubiesen matado ahí mismo. Cuando pudo y como pudo salió del agua y lo esperó inmóvil y aterrorizado contra la gran piedra, con apenas un hilo de aire, consecuencia de una brutal reacción alérgica. El joven carga al viejo en sus espaldas, lo baja hasta el auto, van al hospital, Decadrón, el viejo se recupera algo y regresan a Buenos Aires. Pero la noche ha caído irremediablemente, ya que el cáncer que acechaba en sus riñones se ha terminado de despertar con la promesa de acabar con el padre en un lapso no mayor a dos meses, promesa que cumple a rajatabla. Y entonces el armisticio nunca llega a firmarse del todo.

En sus sueños, Morfeo pelea cuerpo a cuerpo contra su hermano Fobétor. Este último vence irremediablemente en el combate. Noche tras noche. Cuando despierta se pregunta si uno se emancipa de sus pesadillas y visiones esparciéndolas entre los demás.

Fuera de aquí, adonde sea. Tiene que marcharse. A cualquier parte donde pueda sentir pena y lamentarse por algo. Le falta el peligro. Tal vez está aquí, pero no lo encuentra. ¿En quién se ha convertido? Lo llaman el artista, y sin embargo sabe que no es más que un gran enemigo. En lugar de encarnar el mundo, es la punta de la lanza, las cuerdas del látigo, un Atila, un azote de un dios bobo y ladino (como todos los dioses, agrega). Es múltiple, incisivo, estéril, y está siempre dispuesto a devolver el golpe. Los otros creen de él que es el más libre de los hombres y sin embargo no es más que uno que no toma partido por nada, un inestable. Reina sobre los hipócritas y los mentirosos. Su generosidad es en el fondo suficiencia; su tolerancia y su actitud de dejar que cada uno haga lo que le dé la gana, infidelidad; su distancia, desprecio; su oscuridad, misantropía. ¿Fue siempre así? Sí, el Minotauro ama a su laberinto.

 

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