Sergio Chejfec, una fuente constante de perplejidades
Por Juan Cárdenas
Lunes 22 de mayo de 2023
"Sergio era como un autor de literatura fantástica que hubiera renunciado a la tramoya epistémica de la fantasía", escribe Juan Cárdenas en esta "respuesta con unos años de retraso" en homenaje a su amigo admirado.
Por Juan Cárdenas.
El primer mensaje que recibí de Sergio Chejfec fue un cruce de saludos convencional después de habernos conocido.
El segundo decía, palabras textuales: “Mi lista de correos fue afectada por un virus o similar. Lo siento. No abrir ningún documento adjunto a menos que aparezca mi nombre en el encabezado y la firma por defecto al pie del mensaje”.
En esa época yo acababa de publicar mi primera novela, que unas semanas atrás le había regalado a Sergio con alguna dedicatoria seguramente cursi declarándole mi admiración por su escritura. Así que cuando vi su nombre en mi bandeja de entrada se me abrió un agujero en la panza. ¿Habría leído el libro? ¿Sería un mensaje de felicitación, el espaldarazo de apoyo que tanto necesitaba? ¿O quizá se trataría de un frío mensaje de cortesía con unas pocas líneas para decirme que siguiera intentándolo, que no me diera por vencido a pesar de los pobres resultados de mi primer esfuerzo? Tardé un rato en abrir el correo, el tiempo suficiente para torturarme con todas esas conjeturas. Cuando leí lo del virus o similar y la advertencia de no abrir ningún documento adjunto respiré profundo. Fue un alivio y una pequeña decepción comprobar que el mensaje ni siquiera era exclusivamente para mí sino para toda su lista de correos. Para sus lectores, podríamos decir.
Hace unos días, mientras preparaba estas notas y volvía a repasar los mensajes que nos cruzamos Sergio y yo a lo largo de nuestros años de amistad, me topé con este segundo correo y no pude evitar una ligera sospecha: ¿acaso no estaban allí muchas de las marcas del estilo de Chejfec? ¿No era como mínimo curiosa la elección de las palabras? Ese ”A menos que aparezca mi nombre en el encabezado y la firma por defecto al pie del mensaje”, ¿no estaba cargado con todo el sello de su escritura, donde lo irónicamente notarial se vuelve enigmático? ¿Y qué decir de los ritmos? ¿Ese “Lo siento” como una isla, o mejor, como un resorte ensortijado donde el sentido se envuelve sobre sí mismo antes de salir propulsado hacia la advertencia final? ¿Y no es verdad que allí la música se desboca para hacer aparecer ante nuestros ojos un horizonte vagamente amenazador? El peligro acecha, cómo no, y la única garantía de seguridad está en la “firma por defecto al pie del mensaje”. La escritura como un arcano que, pese a su disfraz de envío burocrático o de procedimiento digital cotidiano, no deja de indicar que quizá sea mejor no abrir los mensajes si no queremos contraer “un virus o similar”. ¿Pero podemos confiar en ese narrador? ¿Será su firma un respaldo suficiente para evitar ese contagio peligroso? ¿No nos está invitando a la sospecha, a la lectura de reojo, con su elección de palabras, con un tono que trata de evitar a toda costa las convenciones robóticas de ese género de mensajes? Es como si nos estuviera diciendo: esto no lo está escribiendo una máquina. Esto no lo está escribiendo el virus, mucho menos el hacker que me robó la cuenta. No, esto lo escribo yo, Sergio Chejfec y es importante que mis lectores entiendan que yo y solo yo podría decir esto con estas palabras, con esta intención bien enfatizada en el fraseo musical, aunque sin sobreactuarme, sin que las palabras pierdan la elasticidad y la eficacia que el asunto requiere, no sea que una excesiva presencia del “Sergio Chejfec” autor despierte nuevas sospechas sobre la identidad de quien envía el mensaje.
Una de las ideas favoritas de Sergio, expresada de muchas maneras en toda su obra, es que la lectura y la escritura transcurren en una zona liminar donde la máxima concentración se confunde con la distracción más absoluta. Sergio caminaba como pocos sobre esa cuerda floja -entre la ausencia y la presencia, entre la carnalidad de las cosas del mundo y los fantasmas, entre la lucidez clínica y el atolondramiento mental-. Ese estado paradojal de la conciencia, que se vincula a una larga tradición filosófica, los antiguos lo llamaban “perplejidad”. Y aquí me van a perdonar la pequeña digresión etimológica un poco irresponsable: del latín “perpléxere”, donde el prefijo “Per” quiere decir “intenso” y el verbo “pléctere”, enredo, embrollo. En definitiva, un intenso embrollo. Un aturdimiento, sí, pero electrificado. No por nada, estar perplejo para los antiguos era haber llegado a la zona propicia para que el pensamiento, como vibrando por un golpe aturdidor, empiece a desenvolverse simultáneamente en dirección a sí mismo y a las cosas.
Volver a leer el segundo mensaje de Sergio que recibí en mi bandeja de entrada me deja perplejo, cómo no. Cosa nada rara porque para nuestra generación, que se formó leyendo literatura latinoamericana de vanguardia, Sergio fue siempre una fuente constante de perplejidades. Una cosa rarísima y hermosa, entre humorista jasídico de peregrinación por Caracas, adicto confeso a todas las doctrinas del aburrimiento, practicante de estrictos rituales dirigidos a evitar cualquier tipo de “efectismo”, atento a mantener a raya las seducciones del contenido y el tema, pintura monocromática que, mirada de soslayo, deja entrever reflejos tropicales. Siempre me llamó la atención que las reuniones en casa de Graciela y Sergio nunca tuvieron música de fondo. ¿Para qué crear ese telón de fondo artificial? ¿Para qué evitar la formación orgánica de los silencios y las pausas en la conversación? Y quizá por eso mismo Sergio siempre estaba dispuesto a darlo todo en la fiesta si la cosa se prendía. Una madrugada en Bogotá, después de una soberana parranda, acabamos tomando caldo de costilla en un tradicional negocio de la Avenida Caracas con 43 que atiende las veinticuatro horas, refugio postrero de borrachos y toda clase de seres de la noche bogotana. Ese caldo de costilla, por cierto, es maravilloso porque, según cuenta la leyenda, la olla no se ha apagado en las últimas tres décadas y Sergio estaba ahí en medio de todo ese ecosistema de maleantes y perdularios como si estuviera en la sala de su casa. Fresquísimo, risueño, con los dientes afilados y ganas de seguirla hasta que saliera el sol.
Otra fuente de perplejidad, al menos para mí, es la relación que tenía su escritura con la tradición fantástica rioplatense. Sergio era como un autor de literatura fantástica que hubiera renunciado a la tramoya epistémica de la fantasía. Alguien que, justo por haber tenido trato estrecho con los espectros, hubiera optado por practicar eso que él mismo llamaba “el impulso documental”. Pero en ningún caso para reafirmar “la realidad” o cualquiera de esas categorías ideológicas con las que fabricamos la ilusión de la normalidad o nuestras servidumbres cotidianas. Al contrario, su propósito parecía ser el de mostrar que el objeto del impulso documental, ese mundo exterior, era una convención literaria sujeta a los procedimientos de la invención fantástica. Al mundo entonces le salía un doble casi idéntico, igual de real pero ligeramente alterado. Los famosos “dos mundos” de Chejfec, por supuesto.
Y es justamente en Mis dos mundos, una de las novelas de Sergio que más amo, donde el equilibrista de la ausencia nos propone una pequeña teoría del fantasma que, en mi opinión, merecería más atención a la hora de comentar su trabajo. Permítanme, por favor, que lea la cita completa porque vale la pena, así sea solo por escuchar la voz de nuestro amigo aquí entre nosotros:
Tenía el recuerdo fresco: la forma indiscernible primero, la ropa oscura, la rápida elongación muscular antes de emprender lo qu supuse el regreso a clases o a la casa, seguramente necearia después de estar largo rato en reposo; había visto todo eso y no obstante era incapaz de asegurarlo. Porque la verdad es que así como recién puse que me había ocurrido varias veces asistir a una escena parecida, la de un “intruso-anfitrión”, es cierto que en otras ocasiones también había pasado por el trance de ver fantasmas, seres anfibios o espectrales: figuras erráticas, raudas o perezosas, que están, pasan o llegan pero siempre me ignoran.
Estos seres que a veces encuentro son inconstantes, por supuesto imprevisibles, y están sometidos a un régimen que se me ocurre llamar de flotación. Parecen disponibles, abiertos a establecer alguna comunicación, o por lo menos al alcance de uno y susceptibles a nuestra aproximación, pero flotan o son blandos: cuando uno se les acerca, los aleja la agitación del aire producida por el propio movimiento; son inconsistentes no en el sentido de volátiles, aunque de alguna manera también lo son, sino de incoherentes, porque parecieran estar dominados por fuerzas ajenas a ellos: ahora están cerca y de inmediato lejos, o directamente no están. No sé si se hunden, o se elevan, ni dónde siguen flotando hasta atravesar la próxima pared o adquirir otra forma.
Con todo, la función principal de estos fantasmas, como se nos advierte unas líneas más adelante, no es la de crear una atmósfera gótica con espantos y apariciones, sino la de mantener vivo el deseo. Un deseo que se identifica a ratos con el deseo de caminar, como si caminar y desear fueran una misma actividad. Los fantasmas flotantes, esos espectros que han llegado primero al lugar de paso sin que lo advirtiéramos, reactivan el sentido de la caminata. O quizá sencillamente reactivan el Sentido a secas.
Si tuviéramos que dibujarlo como un diagrama de Venn veríamos tres círculos intersectados unos con otros: el círculo del fantasma, el círculo del deseo y el círculo del sentido. Lo que se forma en las intersecciones no tiene nombre porque es una experiencia, un acto viviente que la escritura de Sergio logró mostrar de muchas maneras.
Amigo Sergio, déjame que te conteste con algo de retraso a aquel viejo mensaje. Mi escritura, mi manera de pasear, de mirar, de dejarme estar entre fantasmas, fue afectada por un virus o similar. Un virus para el que, por suerte, no hay ninguna vacuna. Sé que nunca te lo dije así, con tantas palabras. Lo siento. De todas maneras estoy convencido de que me estás escuchando, así que abre este documento adjunto con mi nombre en el encabezado y la firma por defecto al pie del texto. Ábrelo para que mi fantasma aparezca allí donde estés, como una presencia un poco molesta, insidiosa, flotante, sin rostro, apenas una mancha de sombras pasajeras que ha llegado antes que tú al lugar por el que te encuentras paseando. Ya me marcho, no te preocupes, mi intención no era molestarte. Me he presentado solo para que sigas caminando, para que no pares de caminar.