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Roberto Arlt, crónicas desde su descanso

Hemisferio Derecho publica su Aguafuertes silvestres  

En un período de crisis nerviosa y cuidados físicos que sigue a la escritura de Los siete locos, Arlt viaja a Sierra de la Ventana: "Para conjurar los males provocados, en gran medida, por la literatura, el escritor acepta realizar un desplazamiento desde la ciudad hacia el campo. Pero como ya ha tomado una licencia, debe comprometerse a enviar unas notas desde su lugar de descanso". 

Por Juan José Guerra y Lucas Ruppel.

 

Las circunstancias del viaje El 5 de febrero de 1930, Roberto Arlt publica en el diario El Mundo el aguafuerte “Rumbo al campamento”, en el que cuenta las peripecias, más bien jocosas, del viaje en tren desde Constitución hasta Sierra de la Ventana. El proyecto del escritor es pasar una temporada en el predio que la Asociación Cristiana de Jóvenes –más conocida por las siglas en inglés, YMCA (Young Men’s Christian Association)– tiene en el lugar. Las sierras, alejadas de la gran ciudad, se presentan como el ámbito propicio para entregarse al descanso y la desintoxicación. Porque si se presta atención a la fecha del viaje, hay que advertir que coincide con una de las épocas creativas más importantes de la carrera de Arlt y, posiblemente, de la literatura argentina en su conjunto. Dice Sylvia Saítta que Arlt, debido al ritmo frenético que le impuso la redacción final de Los siete locos, empezó a verse aquejado por distintas dolencias, a pesar de que, para finalizar la novela a tiempo para que pudiera ser considerada para el Concurso Municipal de Literatura, donde terminó por obtener el tercer puesto, se hubiera tomado licencia del diario El Mundo(1).

Los problemas nerviosos continúan y las expectativas que genera el veredicto de la crítica y las reseñas, lo alteran más de lo aconsejable. Recomendado por los dueños ingleses de la editorial Haynes, se hace socio de la “Yumen”, es decir la Asociación Cristiana de Jóvenes (…) donde comienza sus clases de gimnasia, a las que asiste con Córdova Iturburu y el poeta Delgado Fitto. (…) Por indicación del médico del gimnasio, Arlt suprime el café –al que reemplaza por el “innoble y reductor” capuchino–, se levanta temprano, hace footing antes del trabajo e intenta dejar de fumar(2).

En un comienzo, la gimnasia le produce cansancio, pero rápidamente la actividad física muestra sus beneficios. Vuelve a instalarse en el barrio de Flores, en una pensión que cuenta con un amplio patio, plantas y animales. El regreso al lugar de la infancia, en un trayecto que lo aleja del centro de la ciudad, pero que a su vez supone un acontecimiento previo, que es la separación de su esposa, se impone como un acto necesario en el contexto de lo que, a todas luces, se presenta como una crisis nerviosa. Antes ha dicho Arlt: “Después de una semana de corregir durante diez y ocho horas diarias, yo he perdido cinco kilos de peso, los nervios vuelan. Parece en realidad que no se está trabajando sobre la tierra, sino en la cresta de una nube”(3).

Es en este período de crisis nerviosa y cuidados físicos que le siguió a la escritura de Los siete locos que se produce, entonces, el viaje a Sierra de la Ventana. Para conjurar los males provocados, en gran medida, por la literatura, el escritor acepta realizar un desplazamiento desde la ciudad hacia el campo. Pero como ya ha tomado una licencia, debe comprometerse a enviar unas notas desde su lugar de descanso. Al fin y al cabo, el fármaco es al mismo tiempo el remedio y la enfermedad: como si se dijera, la escritura se cura con más escritura. Las circunstancias biográficas que circundan la serie de Aguafuertes silvestres, entonces, le confieren a estos textos un interés peculiar, dado que se producen en el mismo momento en que Arlt publica la primera parte y empieza a trabajar en la segunda –Los lanzallamas– de la saga de Remo Erdosain. Entre 1929 y 1931 aparecen las dos novelas que, a fuerza de prepotencia, irrumpirán en el canon literario nacional; en el medio, un conjunto de textos poco conocidos, que muestran que en la montaña anida la posibilidad de una vida sencilla y reposada para un cuerpo en estado de emergencia. 

 

 

Entre la queja y el elogio 

Jaime Rest dice que Arlt, a través de sus aguafuertes, es “uno de los fundadores de la visión mítica de Buenos Aires”, en el sentido de que realiza la construcción imaginaria de una ciudad que se ha perdido. Rest destaca que una de las notas principales en las observaciones arltianas es la nostalgia: “nostalgia de casonas y arboledas, nostalgia de jardines, evocaciones de un pasado suficientemente próximo para recordarlo pero definitivamente perdido para añorarlo”(4) . Por el contrario, Beatriz Sarlo sostiene que la obra de Arlt “carece de todo sentimiento nostálgico respecto del pasado”(5) y que la mirada está concentrada no en la ciudad perdida sino en la ciudad en construcción. Según esta lectura, el barrio –el arrabal borgeano– no concita el interés de Arlt, por cuanto es el asiento de “la mezquindad moral pequeño-burguesa y de los odios triviales de los pequeños propietarios” y porque “carece de atractivo técnico y de ímpetu futurista”(6) . La ciudad celebrada en su obra no es, por ende, aquella que ha perecido, sino la moderna metrópoli industrial. De todos modos, ambos autores coinciden en subrayar el lugar decisivo que ocupa la obra de Arlt en la fundación de un imaginario urbano singular, ya sea en las novelas, cuentos, textos dramáticos o aguafuertes. Ahora bien, el entredicho que surge de contrastar los análisis de Rest y Sarlo informa acerca de cierta ambivalencia en el corpus arltiano sobre cómo plasmar la relación entre ciudad y literatura. Porque si, por un lado, el autor celebra la serie de adelantos técnicos que se sobreimprimen a la ciudad del presente, por otro, recuerda con nostalgia la ciudad del pasado, cuando las transformaciones demográficas y edilicias aún no habían cambiado para siempre la fisonomía de Buenos Aires. Paralelamente, su obra expresa un imaginario, ya transitado por los modernistas de fin de siglo, y al que se le añaden elementos propios de la literatura de denuncia social, que tiene que ver con la figuración de la ciudad como enfermedad. Entonces, la gran urbe sería el sitio de las intoxicaciones, la crisis nerviosa, la rutina embrutecedora y la alienación: confluyen en dicho imaginario los paraísos artificiales del decadentismo y la explotación capitalista develada por la izquierda.

En la primera conversación que Erdosain mantiene con el Buscador de Oro en Los siete locos, este no solamente se dedica a contar las peripecias de un viaje que tiene todos los ingredientes de una novela de aventuras, sino que también esboza un sueño de desintegración de la ciudad:

Desafiando la soledad, los peligros, la tristeza, el sol, lo infinito de la llanura, uno se siente otro hombre… distinto del rebaño de esclavos que agoniza en la ciudad. ¿Sabe usted lo que es el proletariado, anarquista, socialista, de nuestras ciudades? Un rebaño de cobardes. En vez de irse a romper el alma a la montaña y a los campos, prefieren las comodidades y los divertimientos a la heroica soledad del desierto. ¿Qué harían las fábricas, las casas de modas, los mil mecanismos parasitarios de la ciudad si los hombres se fueran al desierto… si cada uno de ellos levantara su tienda allá abajo?(7)

El Buscador dice, a continuación, que las ciudades son los “cánceres del mundo”, que aniquilan los impulsos del hombre y lo convierten en un cobarde. Más allá del trasfondo nietzscheano de este pasaje, y de buena parte de las intervenciones de los conspirados de Los siete locos, lo que vale resaltar es la imagen desprestigiada de la ciudad como el lugar donde, por exceso de civilización, el hombre se vuelve menos hombre, acepta obedientemente los mandatos sociales y reprime el impulso de grandeza. Por otra parte, la huida hacia la montaña funciona en Arlt, desde el final de El juguete rabioso, como una vía de escape del mundo de la “vida puerca”. Lo peculiar es que, en el diálogo de Erdosain y el Buscador, el desierto no está vaciado de técnica, sino que es un desierto industrialista. La tensión entre goce y queja de la ciudad atraviesa las Aguafuertes silvestres, al punto de que en el término de una semana de notas enviadas al periódico se tocan los dos extremos del arco. El elogio del campo se entrelaza con la queja de la ciudad, pero, rápidamente, la queja del campo se traducirá en una añoranza de Buenos Aires. Esta ambivalencia se expresa estructuralmente de manera casi perfecta, dado que en las primeras cuatro aguafuertes asistimos a lo primero, mientras que en las últimas cuatro se manifiesta lo segundo.

 

 

La fantasía del ocio 

Si bien el relato en las Aguafuertes silvestres no se configura a modo de epístola, está dirigido a un destinatario particular: los lectores de la ciudad de Buenos Aires, a quienes, en su intento por construir la imagen del espacio no urbano que se encuentra recorriendo, el cronista invocará en más de una oportunidad. El vocativo que designa el destinatario colectivo, masculino y cívico es “muchachos”. El término lectores-ciudadanos expresa convenientemente la interrelación que existe entre la lectura y la ciudad, puesto que Arlt se dirige a quienes leen el periódico mientras se trasladan, de la casa al trabajo y/o del trabajo a la casa, usando medios de transporte de urbes modernas, como el tren, el tranvía o el subte. Ahora bien, ¿cómo construye Arlt la imagen de ese paisaje silvestre? De acuerdo con Saítta, cuando Arlt sale de la ciudad, no modifica su aparato de percepción, sino que percibe con una “mirada urbana”(8). Así, para que los muchachos o lectores-ciudadanos se figuren cómo es la vista, Arlt pone en funcionamiento un procedimiento mediante el cual expresa lo diferencial de Sierra de la Ventana empleando un conjunto de metáforas presentes en su narrativa, digamos, porteña. Esto puede advertirse cuando, por caso, establece relaciones comparativas entre lo que observa fuera de la ciudad, que su destinatario cívico desconoce, y lo que “los muchachos de la ciudad” conocen. De esta forma, las ramas de los árboles se entrecruzan “como en la City los trolleys de los tranvías” o las montañas superan en altitud al “pasaje Barolo o Güemes” de la capital. Se recorre el territorio serrano con el mapa de Buenos Aires, por así decirlo.

La crítica también ha señalado las operaciones de la visión que realiza Arlt cuando viaja. Por un lado, repara en formas abstractas(9), como cuando ve las carpas del campamento como “triángulos blancos” o cuando observa que las orillas del arroyo están cercadas por una “cúpula movediza de ramas de sauces”. Por otro lado, se apoya en los saberes técnicos de la modernidad para construir analogías, como cuando para dar cuenta del color verde de los álamos apela al elemento químico plata (las hojas parecen “plata verde”) o como cuando refiriéndose al verdor del agua que corre por el arroyo dice que es “como si fuera mercurio”, otro elemento químico.

Además, Arlt marca la diferencia imaginando, en contraposición, lo que siguiendo el ritmo productivo de trabajo (“el collar que los ata a la rutina”) sucedería en ese mismo momento en Buenos Aires. Sobre suposiciones porteñas Arlt narra por contraste su estancia a 500 km de distancia. Es decir: qué, de lo que cotidianamente pasa en una ciudad, la capital, no está pasando fuera de ella, en Sierra de la Ventana. En un primer momento, esa ausencia de actividad no se lamenta con nostalgia, sino que, por el contrario, se festeja con euforia. Actualización del tópico de beatus ille, las primeras aguafuertes silvestres son una moderna oda a la vida retirada.

En el lapso de tiempo no laborable, cuando los lectoresciudadanos leerían El Mundo (como dijimos: yendo de la casa al trabajo y/o del trabajo a la casa), Arlt, basándose en el presupuesto de que los muchachos de la ciudad están “requetehartos de ésta”, estimula la fantasía del ocio: 

Necesitamos campo, verde, prado, pasto, alfalfa, río, montaña, y esta zona de Sierra de la Ventana, con sus caminos torcidos entre alamedas, sus rocas, valles, puentes de madera responden a lo que ansía el que se ha roto el alma yugándola durante todo el año en ese Buenos Aires que ahora está a 500 kilómetros.

O bien:

Muchachos: ustedes saben lo que es trabajar todo el año metido en la ciudad. El tormento del ómnibus y del tranvía, las calles que refractan calor, las fachadas de las casas que parecen de hornos, todo el mundo con el cogote sudado, la “jeta” congestionada; ustedes saben lo que es la oficina, el jefe broncoso, que viene broncoso porque se peleó con la mujer, y la mujer no es su empleado. Ustedes saben lo que es el ir y el venir en esta noria que llamamos trabajo, y a la que todos, más o menos, estamos amarrados como esclavos a una rueda de molino.

Por eso, cuando sale de la ciudad, piensa que está libre –pese a que no está gozando de licencia, ya que el trabajo periodístico que le demanda el diario no se ha interrumpido. En ese sentido, la operación escrituraria arltiana empatiza con el mundo de los empleados de forma paradójica: al no poder dejar de trabajar de la escritura, escribe sobre no trabajar.

El modo en que Arlt comprende el ocio es como resistencia al tiempo que impone el régimen laboral capitalista, que exige productividad. En una aguafuerte titulada justamente “Elogio de la vagancia”, marca la diferencia entre la vagancia como “el no hacer” y la vagancia como “un placer físico, una alegría profunda” que produciría mirar hacer a los demás(10). En consecuencia, si no hacer nada expresa una forma económica de resistencia, mostrarse no haciendo nada –como se muestra quien vagabundea por la ciudad– es su forma política. Hacer nada, entonces, no como un malgasto sino como un aprovechamiento del tiempo. Así, un lustrabotas que no entienda filosóficamente la palabra “nada” puede preguntar si no es preferible salir a robar, a dejar pasar el tiempo “sin utilidad alguna”. Como si malgastar el tiempo no fuera también un robo: el ocio se sustrae del tiempo de la producción. La galería de personajes arltianos tiene como nota sobresaliente en las Aguafuertes silvestres la figura de Marcial García, alias el Pibe Laburo. Este joven que ha renunciado a su trabajo como empleado en la ciudad para pasar un mes en las sierras, pasa el tiempo “cavilando cosas”. El centro de sus reflexiones es el problema del trabajo, la toma de consciencia repentina acerca del absurdo de pasar una vida entera trabajando, sujeto a la rutina impuesta por los empleadores y el mercado laboral. Ante el problema, elabora formas de resistencia que son exclusivamente individuales. En un arrebato de robinsonismo, declara: “yo me pasaría la vida en una carpa, con libros, cigarrillos… No me aburriría”. El Pibe Laburo se inscribe en el extenso catálogo de tipos sociales trabajados por Arlt en sus aguafuertes en los que se produce un enlace entre atorrantismo e intelectualismo. Según Jorge Rivera, Erdosain sería la versión trágica de los filósofos de café, squenunes y fiacunes que son descritos jocosamente en las aguafuertes11. Entregados a las especulaciones del fantaseo contemplativo, estos personajes buscan escapar de las sujeciones del trabajo capitalista. El Pibe Laburo, fascinado por la vida apacible junto al arroyo de Sierra de la Ventana, interroga al cronista: “¿Para qué existirán las ciudades? ¿Cree usted que hacen falta las ciudades? ¿Para qué?”. Arlt le concede la razón: no hay necesidad de que existan las ciudades cuando se puede vivir en la tranquilidad del campo. En este sueño de disolución de la ciudad, el Pibe Laburo y el Buscador de Oro se aproximan.

En las sierras, los estómagos se dilatan, la “deliciosa linuya” reina y el cronista, de costumbres noctámbulas en la ciudad, adopta un ritmo de vida en armonía con la naturaleza: “Yo, que estoy acostumbrado a levantarme a las tres de la tarde, y a acostarme a las cuatro de la madrugada, me he metido anoche en mi carpa a las nueve y media. Me tapé la cabeza con la sábana y me quedé dormido como un santo. Esta mañana, a las seis, estaba de pie”. Arlt se entrega al dolce far niente y especula con la posibilidad de prolongar su estadía en la montaña. La expansión del apetito y la regularidad del sueño son el resultado del alejamiento de la ciudad, que impone como única experiencia del tiempo, el apuro.

Ahora bien, la ausencia de actividad tiene una doble valencia. En un segundo momento, es desvalorizada por el cronista. La naturaleza contemplativa del vago, que había elogiado en la anteriormente mencionada aguafuerte porteña, no se equipara con la acción de vagabundear por entre medio de la naturaleza contemplándola, que es lo que hace Arlt en Sierra de la Ventana. Porque si el vagabundeo es una oposición, una contrariedad al tiempo productivo presente en la ciudad y la temporalidad fuera de ella escapa del utilitarismo, vagabundear en la comarca serrana no tiene ya un carácter de resistencia: frente a qué se opondría, contra qué se haría. El efecto que tiene sobre el cronista “mirar las montañas, después el río, después el pasto, y pasar del pasto a las montañas, y de las montañas a la carpa”, pasado un tiempo, es el aburrimiento. No sin resignación, concede: “Está bien la paz, y la salud del alma, y el sol y el aire, pero yo estoy ya soberanamente aburrido de tanta calma. Más que aburrido, ‘esgunfio’. Formidablemente ‘esgunfio’”. No casualmente, entonces, rabioso como dice estar de “la vida semiconventual”, se escapa hacia el pueblo buscando “distracciones”. La gran ocasión para el “desaburrimiento” que es el camp-fire organizado en el campamento de la YMCA termina por ser, en verdad, la ocasión para que el cronista despliegue todo el arsenal de la ironía (llega a calificar el insípido espectáculo como “orgía”) y desemboca en un lamento por la lejanía de Buenos Aires. La vitrola introducida por Edmundo Bogetti es un elemento discordante, un agente exógeno que incorpora a la vida monástica del campamento la música de la ciudad (el tango), que interrumpe, con su ruido, el recitado de salmos evangélicos.

La valoración, entonces, del espacio no urbano, tiene – como hemos dicho– dos momentos. Si “uno raja” de la ciudad por estar “requeteharto” de esta, después se escapa para Buenos Aires por haberse “hartado de la sierra”. El signo onírico cambia totalmente hasta revelarse, ya invertido, como su contrario: Arlt pasa de decir de sus días de ocio en la pampa es “tan lindo como un sueño a los veinte años” a que parece “un mal sueño del que despertó uno en la noche”. Al final, aquello que en un principio se mostraba como auténtico (el campo) frente a lo inauténtico por exceso de civilización (la ciudad), queda ahora develado como artificioso. El hombre que fue a reconquistar el paraíso perdido a la montaña, descubre que el paraíso perdido es la ciudad cuando no se está en ella.

 

 

 (1) El tiempo de licencia es el que media entre dos aguafuertes publicadas en El Mundo: “Guerra al apéndice” (11/09/1929) y “De vuelta al pago” (15/11/1929). En ese intervalo, se publican Los siete locos (Editorial Latina, octubre de 1929) y el cuento “Beso de muerte” (diario Crítica, 19/10/1929).

(2) Saítta, Sylvia. El escritor en el bosque de ladrillos. Buenos Aires: Sudamericana, 2000, p. 75.

(3) Citado por Saítta, op. cit., p. 74.

(4) Rest, Jaime. El cuarto en el recoveco. Buenos Aires: CEAL, 1982, p. 63

(5) Sarlo, Beatriz. La imaginación técnica. Sueños modernos de la cultura argentina. Buenos Aires: Nueva Visión, 1992, p. 45.

(6) Íbíd., p. 47.

(7) Arlt, Roberto. Los siete locos. Buenos Aires: Losada, 2003, p. 224.

(8) Ver Saítta, Sylvia. “Prólogo”, en Arlt, R.. En el país del viento. Viajes a la Patagonia (1934). Buenos Aires: Simurg, 2008, p. 12.

(9) Sobre la visión arltiana “bajo formas geométricas”, ver Jitrik, Noé; “Ver bajo formas geométricas: el rencor cóncavo”, en “Entre el dinero y el ser. Lectura de El juguete rabioso de Roberto Arlt”, en La memoria compartida. Buenos Aires: CEAL, 1987.

(10) Arlt, R.. “Elogio de la vagancia”, en Aguafuertes porteñas. Buenos Aires, vida cotidiana. Losada: Buenos Aires, 2000, p. 39. De acuerdo con el relevamiento hecho por Saítta, dicha nota fue publicada en El Mundo el 18 de marzo de 1929.

(11) Rivera, Jorge. Roberto Arlt. Los siete locos. Buenos Aires: Hachette, 1986.

 

 

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