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Ficción argentina

Rápido por los teclados: un cuento de Gabriela Bejerman

Tomado de su último libro

"¿Qué apuro hay? No nos espera un premio en la llegada, saborear antes de tragar es cosa de paladar delicado". Uno de los cuentos del nuevo libro de Gabriela Bejerman publicado por Rosa Iceberg, Un beso perdurable.

Por Gabriela Bejerman.

Hoy charlando con mi amigo José me di cuenta de que dos mujeres que tuvieron roles secundarios en mi vida han quedado cruzadas como si fueran una sola. Fueron dos mujeres amargas en roles didácticos frente a una niña ávida y sensible. Dos mujeres que jamás pensaron que hoy estarían juntas aquí, en mi página de la memoria.

Cuando estaba en séptimo grado fui a la academia Pitman. A mi papá le pareció que era algo que me iba a servir toda la vida y, como en tantas otras cosas, no se equivocó. De hecho ahora mismo se escucha el sonido desesperado de una tecla tras otra y puedo decir que me resulta enervante ver a alguien tipear con dos dedos.
La academia quedaba en la calle Cabildo casi Monroe. Yo iba los viernes, eso también le daría algo de clima festivo, además del aire de libertad que tenía para mí asistir a una actividad de adultos sola. Cada uno tecleaba en su propia y gastada máquina de escribir donde no había letras, claro. Durante la primera parte de la instrucción, uno podía mirar en lo alto de la sala un enorme cartel semejante al teclado. Alzabas la vista mientras los dedos se movían yendo por sus caminos: a,s,d,f… Ya en la segunda parte te sentaban de espaldas al cartel, las letras habían entrado desde las yemas de tus dedos hasta tu cerebro para no borrarse más.

Después venía una tercera etapa. Al contrario de las anteriores, en que escuchabas el ritmo de toda una sala de islas autómatas tecleando, te encerraban en una sala, te ponían unos auriculares y entrabas en el desafío de tipear a la velocidad de la luz.

Pitman combinó muy bien con mi acelere natural. Tal vez también por eso el recuerdo es tan grato. Pero yo iba demasiado rápido y por eso cometía errores. Hasta hoy, por ejemplo, si no me esmero, escribo Gabirela en vez de Gabriela. Al final de cada ejercicio venía una especie de guardiacárceles con una birome roja y marcaba cuántas veces me había equivocado. La recuerdo muy bien, tenía un delantal blanco y, a pesar de su juventud, era mustia. Cumplía con su trabajo sin afecto y sin pasión, jamás me sonrió y seguramente sentía que la vida la trataba igual que ella a mí. Cuando a la noche se iba a dormir, otra vez tendría en la mano una birome roja y su calificación imaginaria siempre sería deficiente, sus únicos sueños serían los que tenía al dormir, y con la tinta roja nunca dibujaría un verdadero corazón.

Volvamos a Gabirela, la ávida aceleradita que a los doce subía feliz a su clase de dactilografía. De ella me quedó el tacto en letras, el empeño por no tener cruces rojas y la velocidad incómoda con que hago todo. A veces también leo rápido y entiendo cualquier cosa, hace poco me pasó: decía “crónica de viaje” y yo leí “crianza de viaje”. También me pasa con el oído, escucho cualquier cosa y lo digo en voz alta, ¿dijiste copetín discreto? Queda un hermoso chiste con el que me divierto, al menos yo; me enorgullezco de entender mal, siento que es un talento: el de convertir el mundo a mi propia religión. Pero… a pesar de esto, quisiera no ir tan rápido.

En aquella época de Pitman también existía Ilvem, con su método de lectura veloz. Todo lo que fuera rápido, para mí era un ideal; cuando viajaba en subte y veía la publicidad con ese cerebro futurista me decía a mí misma que debía tomar el curso. Sin embargo, una vez un compañero de Letras muy admirado me dijo que estaba aprendiendo a leer más despacio. ¡Qué sorpresa me resultó su comentario! ¿Cómo podía alegrarlo eso? Yo pensaba que cuanto más velozmente leyera, más cantidad de libros podría incorporar. Pero los años desmintieron esa forma de pensar: mis parejas súper lectoras siempre leyeron más lento, y más, que yo. Mi esfuerzo por leer más lento se transforma en relecturas insistentes de una misma intrincada oración que deseo seguir de largo y se me pone de barrera.

Será que soy fanática del entusiasmo y percibo como depresión amenazante cualquier atisbo de quietud. Quizá me venga de mamá, que era una máquina realizadora de creaciones perfectas: tortas, vestidos, balances… Recuerdo que una tarde después del colegio estábamos viendo la tele las tres, mamá, mi hermana y yo; de pronto le pregunté en qué pensaba y ella respondió “en qué puedo hacer”. Una mujer que nos ayudaba con la limpieza le dijo una vez que a ella hasta el horno le funcionaba más rápido…

Ahora vayamos a la otra mujer de mi recuerdo. Para empezar, tengo que contar que Marina Galano era la compañera perfecta, que nunca faltaba, en todo le iba bien. Llegado un momento, sus padres le regalaron un teclado doble Yamaha. En casa teníamos un Funmachine, literalmente una máquina de diversión. En él papá tocaba los hitos enganchados, tangos, polkas y canciones infantiles como Pipé: “Pipé, Pipé se rompió una pierna, miren cómo baila con una pierna, miren cómo baila con un solo pie”. Cuando adquirimos el flamante órgano, un profesor vino y me dio cuatro clases. Yo tenía seis años. Enseguida quise que no me enseñaran más, ni él ni papá. Me ponía nerviosa que intentaran explicarme y me las arreglé sola con los rudimentos de esas pocas clases y de los libros con partituras de notas gordas, grandotas, hechas para cualquiera que se largue a tocar.

Recuerdo tocar a alta velocidad alguna de mis favoritas, Oh when the saints (la primera del libro) o Desde el alma, por ejemplo. Quería demostrar mi destreza, entonces papá dijo que así no sonaba lindo. ¿Cómo? Se suponía que era más difícil tocar así, y por lo tanto más loable. Sin embargo ese no era el tempo acorde, la música no estaba ahí, no se puede llegar a la gracia por el camino del apuro. Moraleja: demasiado rápido es un error.

¿Y por qué yo no quería aprender? Parte de lo mismo, no me bancaba el proceso. Al poco tiempo de que Marina Galano tuviera su teclado doble —doble desafío—, empecé a ir yo también a la academia Yamaha. Igual que para entrar a Pitman, había que subir una escalera empinada y finita, la escalera al éxito. Y es acá donde se me cruzan las dos mujeres, porque la profesora de piano no tiene forma en mi memoria y cuando la recordé el otro día le puse el cuerpo de la otra. Le puse delantal blanco, una birome roja y la mala onda de la amarga de las letras. Dos teclados para mis dedos que gustan de acariciar, masajear y buscar cosas en la cartera con los ojos cerrados para encontrarte mejor.

La dificultad en Yamaha me abrumó porque para tocar el Funmachine hacía falta una mano, la derecha, que recorría las melodías con comodidad, y un solo dedo de la mano izquierda alcanzaba para el acompañamiento, que ya venía preparado como uno de esos cócteles de botellita. Yo no sabía tocar acordes con la izquierda, y esa maestra antipática de la academia estaba intentando enseñármelo. Yo vi un pico de montaña sagrada que era “saber tocar el piano”, algo lejano, difícil, ajeno a lo que hasta entonces me parecía mi gran habilidad -gracias a ella recibía la aprobación de la familia y las visitas-. Pero, ¿cómo iba a dar ese salto, tocar con las dos manos? Sólo podía percibir el abismo que me separaba del éxito y preferí fracasar. Bajé la escalera finita y no volví más, abandoné la batalla en que internamente me había batido con Marina Galano y le cedí todo el territorio, emigré a otro país con mi traje hecho trizas. No estaba dispuesta a luchar.

¿Cómo sería esa mujer que enseñaba piano simultáneamente a varios chicos con auriculares en Cabildo y Lacroze? Algunos terminaban el año dando conciertos en un auditorio real (recuerdo haber ido a escuchar a la perseverante Marina). No puedo culpar a esa mujer de amarga y mala maestra. No sé a quién culpar, algo quedó velado, algo que podríamos llamar carne de diván.

Muchos años después recordé este desafío eludido. Ahora mis ganas de tocar fueron más fuertes, era conmigo misma con quien habría de pelear. Y aprendí a tocar con las dos manos, aprendí incluso a cantar mientras toco, cosa que me parecía el súmmum de lo inalcanzable. Logré hacer esto yendo muy despacio, desandando el camino de la aceleración. Como en Feldenkrais, donde se le enseña al sistema nervioso a deshacer lo aprendido y, mediante repetidos y minuciosos movimientos, se consigue aprender algo nuevo, aprender de nuevo; y en vez de hacerlo para obtener el beneplácito de nuestros progenitores, en vez de buscar el éxito, lo que encontramos es el placer, el movimiento auténtico.

Pero claro, me sigue pasando lo mismo, por apurarme me equivoco más. Por impaciencia no puedo aprender. Por miedo a no aprender, prefiero no intentar. El otro día Nurit me preguntó si yo oponía inspiración a trabajo, la vieja disquisición. Tuve que admitir mi preferencia por el impulso, tuve que enfrentarme a mi esquema incorporado, el que no me deja detenerme a trabajar en el tiempo pausado y me arroja a un sí o un no en blanco y negro. Voy corriendo y lo hago, o me quedo mirando sin hacer. Claro, si la escalera es tan angosta, tan empinada y asusta tanto, lo único fácil sería bajarla corriendo de un saque o a lo sumo emprender la subida con el arrojo de quien se lanza en un clavado, aunque llegue al cuarto o quinto escalón y no me quede más que abandonar la carrera después. Pero ahora quisiera pensar el tiempo del trabajo no como una escalera, en vertical, sino como un piano. Recuerdo a mi maestra Perla —la amorosa Perla a quien encontré después de los treinta y que me alentó con su eterna sonrisa y su comprensión sin fronteras—, ella me dijo que el piano ofrece al mismo tiempo todas las posibilidades. El tiempo es una sucesión de compases vacíos, y de una cadencia a la otra hay un universo de emoción. Sin el silencio, que es la pausa musical, no habría música. ¿Qué apuro hay?

Uno de mis escritores favoritos, Felisberto Hernández,fue concertista. De él me gusta decir, cuando lo doy a leer en alguna clase, que tiene tiempo para el detalle, y que en eso consiste su encanto. Para leerlo como él nos pide hay que ir con él, a su tiempo, recorriendo de su mano las salas de su narración, como quien visita una nueva casa. Otra vez, ¿qué apuro hay? No nos espera un premio en la llegada, saborear antes de tragar es cosa de paladar delicado. Y como dice otro favorito, el dulce Juanele con sus arroyos de litoral: “Dos notas solo. ¿Para qué más? Tengamos el oído sutil”.

 

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