Quiero escribir pero me sale espuma
Por Pedro Mairal
Martes 06 de junio de 2017
"Con respecto a mí, ¿en qué creo? Creo en seguir explorando. Creo en lo inesperado y en el silencio también y en la acumulación temporal. Y en los detalles también creo". El texto con el que Pedro Mairal nos recibe en Maniobras de evasión (Emecé).
Por Pedro Mairal.
Hoy me mandaron un cuestionario de una revista cultural de esos que dicen: «¿Qué autores argentinos considera más significativos en la última década? ¿Cómo ve la relación entre literatura y mercado? ¿Qué opinión le merece la literatura argentina actual?» Me cayó encima un cansancio profundo. Creo haber contestado esas preguntas por lo me nos cinco veces para otros medios o quizá incluso para la misma revista. Podría hacer «copiar y pegar» con respuestas que tengo por ahí y que figuran en internet. No sé qué quieren demostrar esas encuestas. No sé por qué acepto contestarlas. Estoy empezando a pensar que la literatura no existe más, al menos para mí, y me alegra. Desde hace casi dos años estoy escribiendo columnas y artículos para revistas y diarios argentinos, colombianos y mexicanos. Ese nuevo oficio me lleva a meterme en lugares extraños, que a veces me interesan, como el viaje en un camión de carga que me tocó hacer hace un par de meses para escribir un artículo de una revista argentina.
Escribir esos textos me saca toda las ganas de escribir otras cosas. No tengo ganas de escribir una novela. Sueño novelas, pero no me siento a escribirlas. Tampoco cuentos, salvo que me pidan algo para publicar en una antología y que justo tenga una idea en la cabeza. A veces escribo un cuento a pedido y después no lo mando, porque no me gusta cómo queda. Saco fotos, escribo guiones y estoy tomando clases de percusión; aprendo lentamente, veo el progreso ahí, algo que voy haciendo cada vez mejor aunque soy claramente un novato. Notar esos avances me entusias ma, saber que hay cosas que el cuerpo puede aprender como aprendió a nadar o a andar en bicicleta, habilidades que no se olvidan. Cada tanto saco una canción en la guitarra: hace un tiempo fue No me arrepiento de este amor, de Gilda, después Jamaica farewell, una canción que cantaba mi madre y que reencontré en un disco de Caetano Veloso. Hace poco saqué un tango viejo y también una canción mexicana que dice «si te cuentan que me vieron muy borracho, orgullosamente diles que es por ti.» Las canto solo, las practico, me imagino que las canto frente a mis amigos. En general no me gustan las guitarreadas. A veces por el pozo de aire y luz del edificio suben unas zambas cantadas en coro por chicos de provincia que vienen a estudiar a la capital. Se podría decir que ese es el ruido exacto de la soja.
¿Pero qué es este escepticismo profundo con respecto a la literatura, a mi literatura digamos mejor? ¿Por qué quiero escribir pero me sale espuma? ¿Por qué tampoco escribo más poesía? Hace ya unos años entregué mi escritura al zumbido de la banda ancha. Textos cortos, respuesta inmediata, amigos, amigas, cachondeo. Los blogs me sirvieron para atomizarme, ocultarme en seudónimos, escribir como gente que no soy yo, como personas que llevo dentro, voces o quizá fuerzas verbales. Disfruté mucho de eso, de la libertad de zafar de mí mismo. Después los seudónimos se fueron revelando y arruinando, a veces porque alguien revelaba que era yo, a veces porque se notaba. Incluso por amor propio yo mismo me ocupé de confesar que era el autor de algunos textos. Llevo cinco años escribiendo en internet, trabajando no sé si para mí, o para Google o para Blogger.com. Y eso me cambió el paradigma de la comunicación de la escritura, la idea de lector, la idea de mí mismo como autor. Ahora me cuesta pensar en libros en papel, textos míos en formato libro, impresos. No tengo problemas con lo ya escrito para ese formato, pero sí me está costando pensar en nuevos libros. Estoy tratando de ver si hay un libro en todo lo que escribí estos cinco años, un libro que se llame «La novela que no estoy escribiendo», pero no sé todavía, no sé qué es lo que mantiene unida en papel toda esa masa de textos. Sé que en los blogs se mantenía unida por la red de redes, por el blog mismo, por la banda ancha, que de alguna manera vincula, asocia y justifica los textos. Pero en papel ya es más dudoso. A los libros que se originaron en blogs, cuando los abro en la librería, me parece que les falta un switch para encenderlos, son como blogs apagados.
Es raro: en plena crisis de fe literaria me piden que diga en qué creo. La verdad que tengo mucha fe en algunos autores de mi generación. En los libros que van a escribir o que escribieron. Fabián Casas está escribiendo, Damián Ríos va a reeditar su novela Habrá que poner la luz, Gabriela Bejerman sacó Linaje, Cucurto tiene un nuevo libro de poemas que va a editar Vox, ojalá Félix Bruzzone saque otra novela y Samantha Schweblin escriba alguna, y Santiago Llach publique su prosa, y que Luciano Lamberti saque más libros de cuentos. Creo mucho en los libros que todavía no leí.
Con respecto a mí, ¿en qué creo? Creo en seguir explorando. Creo en lo inesperado y en el silencio también y en la acumulación temporal. Y en los detalles también creo. Anoche, por ejemplo, estuve pensando en la evolución de las cubeteras de hielo. Cuando era chico, en los setenta, había unas cubeteras de aluminio, como una bandejita dentro de la cual se ponía una rejilla de metal que dividía el agua en cubitos. Pero dividía mal, quedaban pegados por abajo y por los bordes; para vaciarlas había que azotarlas con mucha fuerza sobre la mesada de mármol y volaban pedazos amorfos de hielo por todas partes. Después, en los ochenta, aparecieron las cubeteras de plástico de hielos con forma de pirámide trunca, los clásicos cubitos. Pero eran de un plástico rígido que se rompía cuando uno trataba de hacer un poco de torsión para que se soltaran los hielos y quedaban rotas por la mitad en grupos de cuatro cubitos que de nuevo había que azotar contra la mesada. A finales de los ochenta apa recieron unas degoma marrón con forma de rolito, hacían unos hielos cilíndricos con un hueco en medio, pero el eje o apéndice de goma que provocaba ese hueco se adhería al hielo como un perro abotonado, no había forma de sacarlo; golpear la cubetera no solucionaba nada, había que forcejear tironeando los hielos de un modo cruel. En los noventa, con las heladeras importadas aparecieron unas con forma de huevera, que hacían unos hielos como una media esfera, muy poco satisfactorios, porque quedaban chiquitos aunque es cierto que eran fáciles de sacar. Y ahora hay unas cubeteras de silicona muy bien hechas con cualquier forma que uno quiera, forma de tetris, de letras, de hexágonos, de es trellas, una evolución del diseño industrial, el concepto de «funny», la vida nocturna, etc. Hace un tiempo, en un rapto romántico, le regalé a una chica una cubetera fucsia con forma de corazoncitos. Justo ese día nos peleamos y a la semana me mandó una foto de los cubitos que decía «ahora entiendo, tenés el corazón de hielo, hijo de puta.»
Leído en el ciclo Manifiesto,
Buenos Aires, 2009.